Al final de su tercer año, entre lo aprendido en los libros y lo descubierto en la vida real, Atticus podría haber escrito su propia novela erótica. Si no lo hizo, fue por deferencia hacia Tolkien. El fantasma del viejo profesor asistía a todas y cada una de aquellas lecciones de amor en absoluto silencio, sin espantar jamás a las maestras del alumno, con los ojos un poco desorbitados, sí, pero con una respetuosa tolerancia que lo convertía, para bien o para mal, en cómplice del secreto. Qué falta de corrección habría sido la de contar al mundo esa tendencia de Tolkien al voyeurismo.
Una vez instalada la biblioteca, Atticus sacó de la maleta la
kettle
eléctrica para el té. Era un incordio llevarla a todas partes, pero peor era tener que esperar a que el servicio de habitaciones le trajera el agua caliente. Necesitaba un té cada cuarenta minutos; lo tenía calculado con precisión de segundero.
Siempre viajaba con dos o tres cajas de Earl Grey, aunque le aseguraran que dicho producto podía encontrarse en la mayor parte de los países del mundo, porque sentía auténtico terror ante la idea de quedarse sin su remedio para todos los males. Esta manía le venía de lejos: a los trece años ingresó en Eton un niño delicado de salud que constantemente enfermaba de gripe, sufría dolores de cabeza y digestiones pesadas. Y tuvo la suerte de caer en manos del doctor Hamans, de origen holandés, el cual se encontraba en medio de la redacción de una tesis sobre las propiedades curativas de las infusiones de hierbas. Adoptó a Atticus como conejillo de Indias y logró con el Earl Grey lo que nadie había conseguido con la medicina convencional: transformar al delicado muchacho en un roble. Si le dolía la tripa, le endosaba una taza caliente de té. Si era la cabeza, se la endosaba bien fría; si se caía jugando al críquet y se levantaba la piel, bastaba con un chorro de té en un algodón para limpiar la herida; y si le subía la fiebre, se la bajaba con compresas empapadas en Earl Grey. Sorprendentemente, el tratamiento funcionó con una eficacia asombrosa. Atticus creció treinta centímetros durante los cinco años de educación secundaria, no enfermó ni una sola vez, se proclamó capitán del equipo de críquet y obtuvo seis matrículas de honor.
Hamans quería estudiar el caso en profundidad con una beca otorgada por la compañía Twiningsal al colegio de médicos de Londres, pero Marlow se negó a que su hijo fuera utilizado como ratón de laboratorio. Al final, sólo le permitió donar a la ciencia algunas muestras de sangre y tejido con las que Hamans trabajó intensamente durante meses sin llegar a ningún resultado concluyente. Una lástima. Por su parte, Atticus, convencido de que el té lo curaba todo, desarrolló una adicción más psicológica que física hacia el Earl Grey y decidió viajar a todas partes con su
kettle
a cuestas, igual que algunas mujeres viajan con su secador de pelo.
A solas en su habitación, enchufó la máquina, la llenó de agua, esperó hasta que se encendió la luz del indicador y entonces se maldijo por haber hecho la maleta con tantas prisas, con cuatro pintas en el cuerpo y con la cabeza embotada. Se le había olvidado la taza. Su taza.
No era un maniático. Ni un fetichista. Pero sentía hacia aquella taza la misma devoción que otras personas sienten hacia sus mascotas. Se llamaba Aloysius, la taza, en honor al oso de peluche de Sebastian Flyte en
Retorno a Brideshead
, y así se lo había hecho estampar en letras negras sobre la porcelana blanca a un artesano de Kensington. Sacó un vaso del armarito del minibar. Derramó el agua hirviendo sobre la bolsita. El cristal se empañó. Qué fastidio. Se quemó las yemas de los dedos.
Luego deshizo el resto del equipaje: tres trajes de ejecutivo, seis camisas confeccionadas a medida, tres pares de calcetines de lana, seis calzoncillos de la marca Ralph Lauren, dos cinturones, una gabardina Burberry totalmente inútil a juzgar por el sol de mayo, dos pares de zapatos italianos, una bufanda, qué absurdo, la cajita de los gemelos, seis pañuelos de hilo, cuatro corbatas, todas de rayas, y el neceser, con su colonia de lavanda, su espuma de afeitar, su enjuague de menta y el hilo dental.
En el fondo de la maleta, doblada sobre sí misma, había viajado su vieja almohada, compañera de vida desde los siete años, remendada, raída, casi vacía de plumón. Muy limpia, eso sí, con un ligero y agradable olor a jabón. No podía vivir sin ella. Literalmente.
La única vez que le fue infiel y durmió sobre el inmundo cojín de la cama de una de sus amantes ocasionales, sufrió las consecuencias en forma de distensión muscular severa que sólo logró relajar gracias a las compresas de té caliente y los cuidados amorosos que le fueron administrados por aquella chica tan amable.
La colocó encima de la almohada del hotel. En la funda, bordadas en grandes letras rojas, podían leerse las siguientes palabras: «Propiedad de Atticus Craftsman», y el número de teléfono de la casa de sus padres, que, afortunadamente, no había cambiado en los últimos veintitrés años. No era una rareza —así se lo explicaba a las extrañadas mujeres que la habían compartido con él alguna vez—: aquella almohada era una cuestión puramente de salud.
Echó un vistazo a aquella lujosa habitación de su hotel de Madrid. Era amplia y luminosa, clásica y fresca. Tenía dos ventanas que daban a una avenida ancha que discurría entre castaños. Eran las dos de la tarde de un soleado domingo de finales de mayo. Su estómago le demandaba un sándwich; a ser posible, de salmón ahumado y crema de queso a las finas hierbas. Se preguntó si en Madrid sería posible encontrar semejante manjar y una buena sombra debajo de un árbol en algún parque parecido a Hyde Park donde comérselo.
Con esta ilusión en forma de sonrisa de oreja a oreja, salió a la calle y comenzó a caminar.
Berta Quiñones, la pobre, no había pegado ojo en toda la noche. Llevaba en pie desde las seis de la mañana, haciendo tiempo para llamar a las chicas, pensando en cómo iba a trasladarles las malas noticias mientras ponía una lavadora, fregaba el suelo de la cocina, regaba las plantas y pasaba la aspiradora.
Aquélla no solía ser su rutina de los domingos. Berta era exactamente lo opuesto a una limpiadora compulsiva. Cuando no tenía que ir a trabajar, remoloneaba entre las sábanas hasta bien entrada la mañana, olvidada de todo y de todos, relajada como una niña pequeña, solitaria y feliz. Luego se preparaba un café con leche, salía al balcón, le dedicaba el mejor de los bostezos a su calle vacía y pasaba el resto de la mañana leyendo novelas.
En su caso, la soledad había sido una elección consciente y acertada. Por supuesto, como todas las solteronas que aparecen en los libros, en su juventud también había vivido su particular historia de amor no correspondido. Y tanto. La realidad —Berta se avergonzaba un poquito cuando se lo reconocía a sí misma— era que el muchacho de sus sueños jamás había llegado a sospechar que Berta lo amaba. Nunca cruzaron una sola palabra. Sólo se vieron de lejos, de arriba abajo, y probablemente él, que sólo levantó la cabeza una vez en los cinco años que duró el romance, no le dedicó en toda su vida un solo pensamiento a la niña a la que una mañana descubrió mirándolo desde el balcón de su casa, la primera del pueblo, frente a la oficina del telégrafo, con las trenzas deshechas y gafas en la cara.
Como no se atrevió a preguntarle su nombre, tomó prestado uno de héroe para él: Robin, como el bandido que robaba a los ricos para ayudar a los pobres, y también le inventó una voz suave, manos expertas, una valentía digna de semejante personaje novelesco, labios gruesos, besos largos y un claro en el bosque donde poder amarle en secreto, lejos de los maleficios de las brujas o los hechizos de las hadas.
Robin llegaba puntual, todas las mañanas a las ocho, con las sacas del correo. Berta lo estaba esperando, acurrucada ante el ventanuco del paio, dos ojos soñadores tras los cristales, y contemplaba cómo él detenía el dos caballos —un corcel blanco lleno de abolladuras—, junto a la puerta de la estafeta. Entraba, salía, arrancaba, desaparecía.
Berta sentía que el corazón le estallaba y tenía que quedarse unos minutos quieta mientras las rodillas dejaban de temblarle, hasta que lograba juntar las fuerzas necesarias para ponerse en pie, recoger los libros del suelo, bajar por las escaleras, salir a la calle y llegar a la plaza corriendo, donde sus compañeros de la escuela esperaban al maestro con la lección aprendida.
Tenía pájaros en la cabeza, se quejaba su madre. «Al contrario, señora», le aseguraba el maestro. Berta tenía de todo menos pájaros.
Era una biblioteca ambulante. Había leído tantos libros, había soñado tanto, había visto a Robin tantas veces convertido en el protagonista de aquellas historias maravillosas que ficción y realidad se habían mezclado como hierro y carbono en sus vivencias y en sus recuerdos de acero puro.
Le dieron una beca para estudiar en Madrid: documentalista cum laude, filóloga, doctora en literatura y profesora de lengua, titulada, un portento.
Cuando seis años atrás el señor Bestman, director de desarrollo de la editorial Craftsman&Co la entrevistó en un despacho elegante, pasó un buen rato examinando su currículum. Le hizo tres o cuatro preguntas con trampa: que qué opinaba de Harold Pinter, que si había leído a Yates y que cuál era su opinión sobre el
boom
latinoamericano y su permanencia en el siglo
XXI
. «¿Cree usted que a Vargas Llosa le concederán algún día el Premio Nobel?».
Después de media hora de intensa charla con aquel inglés, Berta Quiñones se había convertido en la flamante directora de la revista
Librarte
, había abandonado su trabajo en la biblioteca de la universidad y había llegado a la conclusión de que en la vida nunca se sabe cuándo saltará la liebre.
Para entonces había cumplido los cincuenta y había perdido la esperanza de volver a cruzarse en la vida con aquel Robin de pacotilla que, según le contó una amiga, había desaparecido del pueblo con tres millones de pesetas en sellos, el muy ladrón, y con la hija del telegrafista, su cómplice y amante desde los quince años, la muy puta.
Recordaba el primer día al frente de aquella pequeña oficina con una mezcla agridulce de miedo y felicidad: la expectación ante la llegada de sus compañeras, las cuatro mujeres que a partir de entonces compartirían con ella las alegrías y las angustias, el café de media mañana, los escollos del trabajo diario, los éxitos, los fracasos y, ¿por qué no?, tal vez también una amistad sincera que trascendiera las paredes del despacho. De camino al trabajo compró cuatro macetitas con cuatro rosales enanos y las colocó junto a los cuatro ordenadores en los cuatro escritorios de la sala grande con unas tarjetitas de papel en las que escribió: «Bienvenida a casa».
La oficina, noventa metros cuadrados en el último piso de un edificio antiguo de la castiza calle Mayor, había sido hasta entonces la vivienda de una pareja enamorada —eso lo adivinó Berta con sólo observar el modo cómo se filtraba la luz del sol entre los visillos— y consistía en un despacho diminuto —el antiguo dormitorio, donde aún se notaba la sombra del cabecero de la cama: un cerco gris sobre la pared blanca—, un salón cuadrado con dos ventanas que alojaba ahora los cuatro escritorios enfrentados dos a dos, un pasillo con un cuarto de baño de los de bañera empotrada al fondo y una cocina muy vieja, un cuchitril, que todavía estaba en buen uso, con sus fogones y su horno de abuela.
Los únicos muebles, aparte de los escritorios, eran dos librerías de madera de pino, todavía vacías, y una fotocopiadora espantosa, de tamaño nevera, que ocupaba la mayor parte de la pared junto a la puerta. Tal vez un tapete de colores alegres, pensó Berta, o un mantel de croché con sus borlones de pasamanería podría disfrazarla de mesa camilla.
La primera en llegar había sido Soleá.
—¿Soledad? —le había preguntado Berta mientras dudaba entre el beso cariñoso o la fría mano extendida.
—Soleá, como el cante —había respondido la otra con el deje andaluz de su tierra: Granada, el Albaicín, un carmen blanco, un jardín de adelfas salvajes, una calle empinada.
Era muy joven, muy chica, muy morena. Traía recién terminada la carrera de Periodismo, quería comerse el mundo.
—Algún día escribiré una novela —le confesó a Berta—. Ya tengo la trama, sólo me falta aclarar las ideas, centrarme un poco, Berta, que todavía me marea esta ciudad tan grande.
Después vino María. Traía una angustia agarrada al pecho.
—Ésta es mi niña —dijo—. Se llama Lucía y os prometo que no la vuelvo a traer al trabajo.
Pero volvió, vaya si volvió, en cuna, en coche, con fiebre, con tos. Lucía llegó a ser una más: la mascota de la oficina. Berta le puso una mecedora blanca en un rincón de su propio despacho. En la cocinilla se calentaron biberones y purés; en invierno se tejieron bufandas de lana rosa. Un año después, María anunció que venían gemelos. Faltó seis meses a la oficina porque los dos últimos del embarazo los pasó en cama, con amenaza de parto prematuro, pero Lucía ocupó su espacio, su mecedora, su rincón. Casi todas las mañanas, a las nueve en punto aparecía el padre con la niña a cuestas, llamaba a la puerta, le juraba a Berta que iba a buscar ayuda, que sería el último día que les dejaba a Lucía, que sabía que aquello era una oficina seria, no una guardería, pero al día siguiente volvía a ir.
Manolito y Daniel nacieron con dos kilos y medio por cabeza; rechazaron el pecho, desarrollaron intolerancia a la lactosa, pasaron la varicela quince días después que Lucía, en total treinta días de granos y lloros, Talquistina, Polaramine, costras y picores. Para semejante eventualidad sustituyeron la mecedora por un colchón. Berta tenía que saltar por encima de los niños para poder sentarse a su mesa. Durante aquellos días descubrió que poseía la increíble capacidad de trabajar cantando, o de cantar trabajando, y de contar cuentos entre factura y factura.
—Si no nos echamos una mano las mujeres entre nosotras, no sé quién nos va a ayudar —repetía como un mantra para apaciguar las quejas de sus otras compañeras.
La tercera en llegar fue Asunción. Enorme. A dieta.
Las saludó a todas con un achuchón y lo primero que les dijo, antes de sentarse delante de su escritorio, fue que lo suyo no era un problema de salud ni de diabetes ni nada de eso, sino la menopausia, que la había agarrado torcida y la estaba matando a sofocos.
La última fue Gabriela. Gaby, por favor, como el payaso. La única que se fijó en las flores.