La forja de un rebelde (33 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Carmen contesta inmediatamente:

—Eso mismo pensaba yo.

—No hay dificultad —dice el albacea—; si todos están conformes, se valora la virgen y se adjudica a una de ustedes, descontándola de su lote.

La virgen pasa a la mesa del comedor. Está dentro de una caja de madera, con su puerta detrás y su llavecita de plata. Delante, un cristal. La figura es de un medio metro, con el Niño en brazos, las dos con unas llamitas doradas clavadas en el pelo. La virgen con una capa bordada y el Niño dejando colgar otra capita de terciopelo con flecos de oro.

—Bueno —dice el albacea—, ¿en cuánto tasamos esto?

Se callan todos.

—¿Les parece bien cincuenta pesetas?

Asienten todos despacio, como un grave problema. El tío Anastasio, con la colilla de su puro ya encendida, calla, se llega a la mesa, abre la puertecita de detrás y apoya un dedo en la cara de madera de la virgen. Chupetea el puro mientras cierra la puerta y todos le miran extrañados. Se vuelve al albacea muy serio:

—¿Y dice usted que el valor de la virgen se descontará del lote de una de estas dos?

—Claro —contesta—, si los demás están conformes en que sea para ella.

—Yo no me opongo a que se les adjudique la virgen —dice engoladamente el tío Anastasio—, pero no puedo tolerar que una talla del siglo XII, bueno, o del que sea —rectifica viendo la cara de asombro del albacea—, se adjudique por diez duros. Esta virgen vale lo menos quinientas pesetas y me quedo corto. Porque no me van ustedes a negar que es una talla en madera.

Vuelve a abrir la puertecita y da golpecitos con los nudillos a la cara de la virgen, que suena como un tarugo.

—Madera, sí señores, madera policromada, ¡auténtica! ¡De estas vírgenes se encuentran ya pocas!

La abuela Inés, desde el respaldo de su butaca, regruñe:

—¡Y de las otras también!

—Yo —dice el albacea—, nada tengo que oponer. Si quieren ustedes que la virgen valga quinientas pesetas, como si quieren que valga mil. Lo que hay que aclarar primero es a cuál de las dos —titubea antes de adjudicar títulos— señoritas se le va a dar.

Las dos contestan a la vez disputándose la virgen, pero protestando del precio. Quinientas pesetas son cien duros. Durante un rato hay una algarabía de voces. Por último el albacea impone silencio, proponiendo una solución:

—Vamos a poner la virgen en subasta entre estas dos señoritas ahora le sale la palabra de golpe—. Cuando lleguemos al final, la que gane se queda con la virgen si los demás están conformes. Si no, pasa al inventario en un lote y al que le toque se la lleva.

Fuencisla no puede contenerse:

—Yo, los diez duros que decía usted los doy, aunque no sea mas que por la memoria de la pobre tía que la tenía en tanta estima.

—¡Claro! ¡En diez duros te la vas a llevar! —replica Carmen—. ¡Veinte doy yo, señor!

Están las dos en pie alrededor de la mesa, como dos gatas furiosas, la virgen en medio con su sonrisa boba. Se tiran a la cara las as como pedradas. Congestionada, roja de rabia, Carmen da el golpe final:

—Ochocientas pesetas —brama.

Fuencisla rompe a llorar. La tía Braulia la pellizca un brazo fuiunamente para que no suba la tasa. Carmen pasea sus miradas por todos:

—Sí, señor. ¡Ochocientas pesetas y no me vuelvo atrás! —Chilla en jarras, como una chula del Avapiés, como lo que es.

La abuela Inés rompe a reír a carcajadas, meneándosele los pechos y la tripa que desborda los brazos de la mecedora. Carmen se encara con ella:

—¿Qué pasa? ¿Le molesta a usted? Porque yo hago de mi dinero lo que me da la gana.

La abuela se ríe a carcajadas y no puede contestar. Tose, hipa, lagrimea. Cuando se calma, aún entre risas, le dice:

—No, hija, no. No me cabreo. Te puedes llevar la virgen y decirle misas. Te vas a ensuciar en ella más veces que le vas a rezar. Y para que te consueles, te diré que, cuando aún no habías nacido tú, Pepe la compró en el Rastro un domingo por dos duros y aun se la subieron a casa.

Al día siguiente comienza la disolución de la casa. Los parientes de Brunete llegan con sus carros de labor, las mulas uncidas con un yugo de madera al cuello, la lanza del carro sobresaliendo entre ellas. Los carros tienen todavía restos de paja en su suelo y las mallas de esparto que sirven para sujetar la paja. Van cargando muebles y rompiendo porcelanas en la escalera. El tío Julián viene con sus chicos y dos carros de mano. Cuando echan a andar ya cargados, los carritos se bambolean perdido el equilibrio. Nosotros somos los últimos. Los muebles grandes los hemos vendido porque en la buhardilla no caben. Nos hemos quedado con mi cama, tres colchones de lana, unos cubiertos y las ropas que nos han tocado. El resto son unos billetes que mi madre ha guardado en su bolsillo negro de ir a la compra. El tío Anastasio ha vendido todo. Se ha guardado los billetes y le ha dicho a su mujer y a Baldomerita:

—Andando.

En la esquina las ha dejado solas y las dos han venido con nosotros, escoltando un carrito que empuja el señor Manuel. Viven al lado nuestro en la plaza del Ángel. La tía Basilisa comienza a hablar:

—¡Una vergüenza, hija, una vergüenza! ¡Los hombres! ¿Y qué vas a hacer? Yo bien hubiera querido guardar algunas cosas de mi hermana. Pero ahí le tienes, se ha guardado los cuartos y se ha marchado. Después dirá que sus negocios, y no veremos un céntimo. Menos mal que una ha guardado algo, antes de que muriera Baldomera, que si no... Claro es que cuando se cobre el dinero de la herencia, no pasará esto. Quiera o no quiera, se meterá en el banco, para cuando se case la niña. —Hace una pausa larga mientras cruzamos la plaza Mayor, dando la vuelta al revés porque están arreglado el asfalto. Después vuelve a su tema: —Te digo, hija, que es un infierno esto. Gracias a la portería. Un mes con otro, son cuarenta o cincuenta duros. Pero él, desde que le jubilaron con sus doce duros al mes, se ha arreglado la vida. Por la mañana va a leer el periódico y a liar sus pitillos. Después de comer se va al café. Por la noche cena y se va a la taberna a jugarse los cuartos. A primeros de mes tengo que estar con cien ojos, para que no se lleve nada de los recibos de los inquilinos. De esto no veremos un céntimo. Y no protestes, porque entonces se vuelve loco, y comienza a aporrear los muebles y a gritar: «¡Treinta años de trabajo honrado y estas mujeres se enfadan porque uno se toma un vermut con los amigos! ¡Pero aquí soy yo el amo!». Ya le conoces, Leonor. Después se va con la criada por ahí. Porque aunque ya es viejo, se acuesta con la que puede. ¡Una vergüenza, hija, una vergüenza! En la misma escalera las soba y las monta en el ascensor. Él se mete dentro con ellas, «porque no saben hacerle marchar». ¡Sí, sí, para tocarlas a gusto!

Cuando nos despedimos de ella, nos dice: —¡Bueno, que vengáis por casa! —y se va del brazo de Baldomera, renqueando con su reuma.

En la buhardilla, el señor Manuel va dejando la cama desarmada, los colchones, las ropas y los paquetes pequeños; la buhardilla se llena. La señora Pascuala ha venido a ver y va hundiendo las manos en la lana de los colchones, palpando las sábanas, sopesando los cubiertos de plata. Yo me pongo a armar mi cama de barras doradas que se burla de las otras dos camas de hierro pintadas de verde, con muelles chirriantes. Después, sólo después, me pongo a desarmar la cama vieja pequeña, llena de tornillos oxidados, que se queda allí en un rincón donde se junta el techo con el suelo, como un esqueleto verde. La cama de mi madre, su cama de matrimonio de hierros curvados en la cabecera y en los pies, con dos placas planas en cada una de las cuales hubo pintado un santo, recibe los dos colchones grandes. La mía, su colchón. Y en el rincón del techo y el suelo quedan los colchones de Pascuala.

—¿Qué va usted a hacer de eso? —pregunta la señora Pascuala.

—No sé. Habrá que dárselos a alguien.

El señor Manuel se rasca la calva y lía su pitillo de colillas gordo y torcido como troncos de árbol.

—¿Lo va usted a regalar, Leonor? —dice.

—Hombre, para venderlo no sirve.

Se vuelve a rascar la calva y rechupetea el cigarro que ha encendido con la serpiente de su yesca.

—Es que... ¡verá usted! Uno... —se le atragantan las palabras— hace ya años que... ¡Bueno! Usted sabe que tengo una patrona que me deja una habitación. Pero por diez reales al mes no se pueden pedir comodidades. Tengo un petate que me lo he arreglado yo, pero que no es un colchón. De cama ni hablar. Ni cuando voy al pueblo tengo cama. Unos buenos montones de hojas de maíz y ¡tan a gusto! Pero, si lo va usted a tirar, a regalar, mejor dicho; antes yo. ¿No tengo razón, Leonor? Además —afirma de repente ya asegurado de sí mismo—, un convenio: yo me llevo la cama y los colchones y a cambio le subo a usted la ropa tres semanas a mitad de precio. No digo gratis porque si me quedo sin ese ingreso fijo, las cosas van a ir mal. ¿Qué le parece?

Se queda mirando a mi madre ansiosamente, esperando su respuesta. Mi madre se sonríe, como sabe ella sonreír a veces. Se vuelve a mí:

—Ahí tiene usted al heredero, que disponga él lo que quiera.

Y el señor Manuel me mira con los ojos de un perro que teme le abandone su amo. Yo soy ya un señorito empleado en un banco. Él hace ya muchos meses que no se atreve a besarme ni a llamarme de tú. Le infundo respeto y sé que habla de mí a todas las lavanderas como de un fenómeno: «El hijo de la Leonor, ¿sabe?, empleado de un banco, hecho un señorito». Chupetea el pitillo maloliente y me mira, me mira. ¡Cómo me mira!

—Señor Manuel —le digo muy serio—, vamos a hacer un trato. Le regalo la cama y el colchón, pero con la condición siguiente:

No me deja acabar:

—Diga, diga, lo que quiera. Uno, aunque viejo, está para servirle. Llevo con su madre quince años, los mismos que tiene usted, y que diga ella...

—Le regalo la cama, pero tiene que dejar de llamarme de usted.

Parece que al pronto no comprende lo que digo. Después me coge, me zarandea con sus manazas de gallego fuerte, me estruja, me besa la cara ruidosamente, quitándose el pitillo de la boca de un manotón; me pone las manos en los hombros, me encuadra delante de él y se pone a llorar.

Hay que darle una copita de aguardiente. Después hace dos viajes para llevarse los hierros viejos verdes y los colchones de borra, llenos de remiendos. Nos quedamos mi madre y yo solos, arreglando la casa. De vez en cuando entra una vecina a enterarse y a ver la cama, que es una joya en la buhardilla. A la caída de la tarde viene la señora Segunda.

Mi madre va escogiendo en las ropas las prendas que no le valen y se las va dando una a una. A la luz de la lámpara de petróleo, la señora Segunda las va cogiendo y haciendo exclamaciones. Hay camisas de la tía, justillos, faldas, enaguas, refajos. Mi madre se reserva lo mejor y le da el resto. Coge una chaqueta de paño grueso, de invierno, color café oscuro, con un roto tremendo sobre el pecho.

—No sé para qué le valdrá esto, Segunda —dice mi madre sacando una mano por el agujero—. La tía lo guardaba todo.

La señora Segunda levanta en alto la chaqueta con su roto que deja pasar la luz:

—Para Toby, hija, para Toby. El pobrecillo tiene mucho frío en el invierno, cuando vamos a pedir. Le voy a hacer una manta. ¡Toby! ¡Toby!

El perro se levanta perezosamente de al lado del brasero, olfatea la prenda y menea el rabo. La señora Segunda se empeña en ponerle la chaqueta a Toby por encima del lomo, las mangas colgando a rastras por el suelo, y Toby se está quieto meneando su rabo por debajo de la tela. Le lame las manos y vuelve a tumbarse bajo la mesa al calor.

En la buhardilla, nuestra vida se ha normalizado. Mi madre sigue lavando los lunes y los martes. Yo voy al Crédit a mis horas. Los domingos vienen mis hermanos. Durante la semana yo leo y mi madre cose a la luz de la lámpara. Los domingos, a veces vamos al cine; por la tarde, porque a las ocho, Rafael y la Concha tienen que volver a la tienda y a la casa. Yo me he convertido en un personaje. La señora Pascuala me sigue tuteando pero me mira con un respeto en el que hay algo de envidia por su hijo Pepe que no logra servir para nada. Fuera, en todas partes, me llaman de usted. Me tomo mi vermut y me fumo mis pitillos de vez en cuando. Dentro de poco cogeré unos miles de pesetas de la herencia de los tíos. Soy el amo y me siento el amo de la casa y de todos. Nos van llegando las noticias de los demás herederos: En Brunete, parece que las dos familias, la del tío Hilario y la del tío Basilio, andan a la greña. A la muerte del tío, los dos han querido coger el mando de la comunidad que él había establecido. El tío Hilario por más viejo, el tío Basilio por más joven con sus hijos varones. Han comenzado a regañar a causa de los muebles que cada uno ha llevado. A pesar de que el reparto fue por sorteo, con el valor que ellos mismos marcaron, ahora se echan en cara que un mueble vale más que otro y que a los dos los han estafado. La gente del pueblo visita las dos casas y en las dos dice que los muebles son mejores que los de la otra. Total, que acordaron no trabajar más juntos las tierras. Pero cuando ha llegado el momento de repartirse las tierras que habían comprado desde que el tío José se encargó de ellos, de repartirse las mulas y los aperos de labranza, la cosecha que había en el granero y hasta los cántaros de llevar el agua a los trabajadores, entonces ha estallado la bronca. Las mujeres se han tirado del pelo y los hombres se han dado de estacazos. Por último, han recurrido a pleitear sobre el derecho de cada uno a las tierras y han recurrido a don Luis Bahía, para que les preste dinero a cuenta de la herencia del tío, para los gastos del pleito.

El tío Julián es también un caso con gracia. Toda su vida ha sido un carpintero constructor de carros, trabajando en un taller de la Ronda de Toledo. Aprendió el oficio con mi abuelo y después vino a Madrid como oficial, a medias con el amo del taller. Viven él y sus chicos —siete— en una casa de corredor de la calle del Tribulete. Cuando se han repartido los muebles, le tocó el aparador y la mesa. Son dos muebles de encina tallada, grandes, pesados. Se los llevaron a la casa, una casa que tiene cuatro habitaciones pequeñas —un comedor, dos alcobas y una cocina, el retrete está en el pasillo para todos los vecinos del piso—, y claro es que ni el aparador ni la mesa cabían en aquella casa. Pero los metieron, y para andar por la casa tienen que ir de costado entre la mesa y la pared. Al aparador le han quitado el cuerpo de arriba donde se ponían los vasos, las copas, las tazas y las bandejas. La parte de abajo la han metido en la alcoba del matrimonio. Y la de arriba la han colgado de unas escarpias en la cocina.

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