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Authors: Andrea Camilleri

La forma del agua (2 page)

BOOK: La forma del agua
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—¿Qué pasa? ¿Qué coño quieres? ¿Qué mosca te ha picado?

Pino percibió en las preguntas de su amigo un tono agresivo, pero lo atribuyó a la carrera que se había pegado para reunirse con él.

—Fíjate en eso.

Armándose de valor, Pino se acercó al lado del conductor, intentó abrir la portezuela sin conseguirlo, pues el coche tenía puesto el seguro. Con la ayuda de Saro, que ahora ya parecía un poco más tranquilo, trató de alcanzar la otra puerta, contra la cual se apoyaba parte del cuerpo del hombre, pero no pudo porque el coche, un impresionante BMW de color verde, estaba tan pegado al seto que no permitía que nadie se acercara por aquel lado. Sin embargo, asomándose y arañándose la piel con las zarzas, lograron ver el rostro del hombre. No dormía, tenía los ojos abiertos e inmóviles. Al darse cuenta de que la había palmado, Pino y Saro se quedaron helados del susto: no por la contemplación de la muerte, sino porque habían reconocido al muerto.

—Me noto como si estuviera en un sauna —dijo Saro, corriendo por la carretera provincial hacia una cabina telefónica—. Un chorro frío y un chorro caliente.

Una vez superada la parálisis inicial al reconocer la identidad del muerto, ambos se pusieron de acuerdo: antes de informar a los representantes de la ley, tenían que hacer otra llamada. Se sabían de memoria el número del honorable Cusumano, y Saro lo marcó, pero en el último momento Pino no permitió que diera ni un solo tono.

—Cuelga ahora mismo —dijo.

Saro lo hizo en una especie de acción refleja.

—¿No quieres que le avisemos?

—Vamos a meditarlo un momento, hay que pensarlo muy bien, el caso es serio. Mira, tanto tú como yo sabemos que el honorable es una marioneta.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que es una marioneta en manos del ingeniero Luparello, quien de verdad es, mejor dicho, era todo. Muerto Luparello, Cusumano no es nadie; es una pura mierda.

—Entonces, ¿qué?

—Entonces nada.

Se encaminaron hacia Vigàta, pero, a los pocos pasos, Pino detuvo a Saro.

—Rizzo —dijo.

—Yo a ese no lo llamo, me da miedo, no lo conozco.

—Yo tampoco, pero lo llamaré de todos modos.

Pino consiguió el número a través del servicio de información. Eran casi las ocho menos cuarto, pero Rizzo contestó al primer tono.

—¿El abogado Rizzo?

—Sí, soy yo.

—Perdone que lo moleste a estas horas, señor abogado... Hemos encontrado al ingeniero Luparello..., nos parece que está muerto.

Hubo una pausa. Luego, Rizzo habló.

—¿Y por qué me lo cuenta a mí?

Pino se sorprendió. Esperaba cualquier cosa menos aquella respuesta.

—Pero ¿cómo? ¿Acaso no es usted... su mejor amigo? Nos hemos sentido en la obligación...

—Se lo agradezco. Pero ante todo es necesario que cumplan ustedes con su deber. Buenos días.

Saro había escuchado la conversación con la mejilla pegada a la de Pino. Ambos se miraron, perplejos. Era como si le hubieran dicho a Rizzo que habían encontrado un cadáver anónimo.

—Pero ¿qué coño es esto?, era amigo suyo, ¿no? —dijo repentinamente Saro.

—Vete tú a saber. A lo mejor, últimamente estaban peleados —replicó Pino.

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Vamos a cumplir con nuestro deber, como ha dicho el abogado —contestó Pino.

Se dirigieron a la comisaría del pueblo. La idea de acudir a los carabineros ni se les pasó por la antesala del cerebro, pues los mandaba un teniente milanés. En cambio, el comisario era de Catania, se llamaba Salvo Montalbano y, cuando quería entender una cosa, la entendía.

Dos

—Otra vez.

—No —dijo Livia, sin dejar de mirarlo, con los ojos iluminados por la tensión amorosa.

—Por favor.

—No, he dicho que no.

«Me gusta que me fuercen un poquito», recordó que ella le había susurrado una vez al oído; entonces, presa de la excitación, trató de introducirle una rodilla entre los apretados muslos mientras le sujetaba fuertemente las muñecas y le abría los brazos como si estuviera crucificada.

Se miraron un momento con afanosa respiración y ella cedió de repente.

—Sí —dijo—. Sí. Ahora.

Justo en aquel momento, sonó el teléfono. Sin abrir tan siquiera los ojos, Montalbano alargó el brazo, pero no para coger el teléfono, sino más bien para asir los bordes fluctuantes del sueño que inexorablemente se estaba desvaneciendo.

—¡Diga!

Estaba furioso con el inoportuno comunicante.

—Señor comisario, tenemos un cliente.

Reconoció la voz del sargento Fazio. El otro de igual graduación, Tortorella, aún estaba en el hospital por una grave herida en el vientre causada por la bala que le había disparado uno que quería hacerse pasar por mafioso, pero que, en realidad, era un cabrón de tres al cuarto. En su jerga, un cliente significaba un muerto del que se tenían que encargar.

—¿Quién es?

—Aún no lo sabemos.

—¿Cómo lo han matado?

—No lo sabemos. Es más, ni siquiera sabemos si lo han matado.

—No lo entiendo, sargento. ¿Me despiertas sin saber una mierda?

Respiró hondo para que se le pasara aquel enfado que el otro aguantaba con más paciencia que un santo.

—¿Quién lo ha encontrado?

—Dos basureros en el aprisco, en el interior de un coche.

—Voy enseguida. Entretanto, llama a Montelusa, que vengan los de la Policía Científica, y avisa al juez Lo Bianco.

Mientras se duchaba, llegó a la conclusión de que el muerto tenía necesariamente que pertenecer a la
cosca
, la familia mafiosa, de los Cuffaro de Vigàta. Ocho meses atrás, probablemente como consecuencia de repartos territoriales, había estallado una encarnizada guerra entre los Cuffaro y los Sinagra de Fela; un muerto al mes, de manera alterna y sistemática: uno en Vigàta y otro en Fela. El último de ellos, un tal Mario Salino, había sido tiroteado en Fela por los vigateses, por lo que estaba claro que, esta vez, le había tocado a uno de los Cuffaro.

Antes de salir de casa —vivía solo en un pequeño chalet en la playa, al otro lado del aprisco—, sintió el deseo de llamar a Livia a Génova. Ella contestó de inmediato, medio adormilada.

—Perdona, quería oír tu voz.

—Estaba soñando contigo —le dijo ella—. Estabas conmigo.

Montalbano iba a decirle que él también había soñado con ella, pero se lo impidió un absurdo pudor. En su lugar, preguntó:

—¿Qué hacíamos?

—Lo que no hacemos desde hace demasiado tiempo —contestó ella.

En la comisaría, aparte del sargento, encontró sólo a tres agentes. Los demás estaban con el propietario de una tienda de ropa que le había pegado un tiro a su hermana a causa de una herencia y después se había largado. Abrió la puerta de la sala de seguridad. Los dos basureros estaban sentados en el banco muy pegados el uno al otro y con el semblante pálido a pesar del sofocante calor.

—Esperadme, vuelvo enseguida —les dijo Montalbano.

Le miraron resignados, sin molestarse en contestar. Era bien sabido que, cuando alguien se topaba con la ley por la razón que fuera, la cosa siempre iba para largo.

—¿Alguno de vosotros ha avisado a los periodistas? —preguntó el comisario a sus hombres.

Los agentes negaron con la cabeza.

—Mucho ojo, no quiero que estén a todas horas tocándome los cojones.

Galluzzo se adelantó tímidamente y levantó dos dedos como si pidiera permiso para ir al retrete.

—¿Ni siquiera a mi cuñado?

El cuñado de Galluzzo era el periodista de Televigata que llevaba la sección de sucesos, y Montalbano se imaginaba la trifulca familiar si Galluzzo no le decía nada. De hecho, Galluzzo lo miraba con expresión suplicante y desesperada.

—Bueno. Que vaya cuando se haya levantado el cadáver. Y sin fotógrafos.

Se fueron en el automóvil de servicio, dejando a Giallombardo de guardia. Conducía Gallo, quien, junto con Galluzzo, era aficionado a cuchufletas del tipo «Comisario, ¿qué se cuenta en el gallinero?», y Montalbano, que lo conocía muy bien, le advirtió:

—No hace falta que corras.

Pero, al llegar a la curva de la iglesia del Carmen, Peppe Gallo no pudo más, aceleró y derrapó. Sintieron un golpe seco, como un pistoletazo, y el coche patinó. Bajaron. El neumático posterior derecho colgaba reventado; habían estado trabajándolo un buen rato con una hoja muy afilada y los cortes se veían con toda claridad.

—¡Cabrones, hijos de la gran puta! —estalló el sargento.

Montalbano se enfadó en serio.

—¡Pero si ya sabéis que una vez cada quince días nos rajan los neumáticos! ¡Maldita sea! Y eso que cada mañana os lo digo: ¡echadles un vistazo antes de salir! ¡Y a vosotros, en cambio, os importa una mierda, capullos! ¡Hasta que alguien se rompa la crisma!

Entre una cosa y otra, fueron necesarios diez minutos largos para cambiar la rueda y, cuando llegaron al aprisco, los de la Científica de Montelusa ya se encontraban en el lugar de los hechos. Estaban en la fase meditativa, como la llamaba Montalbano: es decir, cinco o seis agentes dando vueltas alrededor del coche, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos o en la espalda. Parecían filósofos enfrascados en profundos pensamientos, pero en realidad caminaban con los ojos muy abiertos, buscando en el suelo un indicio, un rastro, una huella. En cuanto Jacomuzzi, el jefe de la Científica, lo vio, corrió a su encuentro.

—¿Cómo es posible que no haya periodistas?

—Yo no he querido.

—Esta vez te van a pegar un tiro por hacerles perder una noticia de semejante calibre. —Jacomuzzi estaba visiblemente alterado—. ¿Sabes quién es el muerto?

—No. Dímelo tú.

—Es el ingeniero Silvio Luparello.

—¡Coño! —fue el comentario de Montalbano.

—¿Y sabes cómo ha muerto?

—No. Y tampoco quiero que me lo digas. Lo veré con mis propios ojos.

Jacomuzzi volvió junto a sus hombres, ofendido. El fotógrafo de la Científica ya había terminado y ahora le tocaba el turno al doctor Pasquano. Montalbano observó que el médico se veía obligado a trabajar en una postura incómoda, con medio cuerpo en el interior del vehículo, tratando de alcanzar el asiento del copiloto, en el que se entreveía una oscura silueta. Fazio y los agentes de Vigàta estaban echando una mano a sus compañeros de Montelusa. El comisario encendió un cigarrillo y se volvió para contemplar la fábrica de productos químicos. Aquellas ruinas lo fascinaban. Decidió volver un día, hacer unas fotos y enviárselas a Livia para explicarle, por medio de aquellas imágenes, ciertas cosas de sí mismo y de su tierra que ella todavía no lograba comprender.

Vio acercarse el coche del juez Lo Bianco, que descendió del vehículo muy alterado.

—¿De veras el muerto es el ingeniero Luparello? Por lo visto Jacomuzzi no había perdido el tiempo.

—Parece ser que sí.

El juez se reunió con el grupo de la Científica y se puso a conversar nerviosamente con Jacomuzzi y el doctor Pasquano, el cual había sacado de su maletín un frasco de alcohol y se estaba desinfectando las manos. Al cabo de un rato, suficiente como para que el sol achicharrara a Montalbano, los de la Científica subieron a su automóvil y se fueron. Al pasar por su lado, Jacomuzzi no lo saludó. Montalbano oyó apagarse a su espalda la sirena de una ambulancia. Ahora le correspondía el turno a él. Tenía que decir y hacer, no podría evitarlo. Se sacudió de encima el entumecimiento en el que se estaba cociendo a fuego lento y se encaminó hacia el coche del muerto. A medio camino, el juez le cortó el paso.

—Ya se puede levantar el cadáver. Dada la notoriedad del pobre ingeniero, cuanta más prisa nos demos, mejor. De todos modos, téngame diariamente al corriente de la marcha de la investigación. —Hizo una pausa para suavizar el carácter perentorio de las palabras que acababa de pronunciar, y añadió—: Llámeme cuando lo considere oportuno. —Otra pausa, y a continuación—: Siempre en horas de oficina, claro.

Se alejó. Llamarle a su despacho y no a casa. En casa, todo el mundo lo sabía, el juez Lo Bianco se dedicaba a la redacción de una voluminosa obra:
Vida y obra de Rinaldo y Antonio Lo Bianco, maestros jurados de la Universidad de Girgenti en tiempos del rey Martín el Joven (1402-1409)
, a quienes él consideraba antepasados suyos, aunque muy lejanos.

—¿Cómo ha muerto? —le preguntó al médico.

—Véalo usted mismo —contestó Pasquano, apartándose a un lado.

Montalbano introdujo la cabeza en el vehículo, que parecía un horno (en aquel caso en concreto, crematorio); contempló por primera vez el cadáver y pensó de inmediato en el jefe superior de policía.

Pensó en él no porque soliera pensar en su superior jerárquico al comienzo de cada investigación, sino porque hacía diez días había hablado con el viejo jefe superior Burlando —que era amigo suyo— de un libro de Aries, «Historia de la muerte en Occidente», que ambos habían leído. El jefe de policía había afirmado que todas las muertes, incluso las más humillantes, conservaban siempre cierto carácter sagrado. Montalbano le había replicado con toda sinceridad que en ninguna muerte, ni siquiera en la de un Papa, conseguía ver nada que fuera sagrado.

Ahora habría querido tener a su lado al señor jefe de policía para que viera lo que él estaba viendo. El ingeniero había sido siempre un personaje elegante y extremadamente meticuloso en todo lo referente al cuidado de su aspecto, y ahora, en cambio, iba sin corbata y llevaba la camisa arrugada, las gafas de través, el cuello de la chaqueta incongruentemente medio levantado, y los calcetines tan caídos y aflojados que le cubrían los mocasines. Sin embargo, lo que más le llamó la atención al comisario fue la contemplación de los pantalones bajados hasta las rodillas, los blancos calzoncillos visibles bajo los pantalones, y la camisa enrollada junto con la camiseta hasta la mitad del pecho.

Y el sexo obscena e indecentemente al aire, grueso, velludo y en total contraste con los delicados rasgos del resto del cuerpo.

—Pero ¿cómo ha muerto? —volvió a preguntarle al médico, mientras se apartaba del coche.

—Me parece evidente, ¿no? —contestó groseramente Pasquano, y añadió—: ¿Sabía usted que el ingeniero había sido operado del corazón por un prestigioso especialista de Londres?

—Pues la verdad es que no. Lo vi el miércoles pasado en la televisión, y me pareció que gozaba de perfecta salud.

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