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Authors: Andrea Camilleri

La forma del agua (10 page)

BOOK: La forma del agua
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—Saro, por supuesto que no estás haciendo nada ilegal. Pero quiero estar seguro de muchas cosas, y tú tienes que confiar en mí y hacer sólo lo que yo te diga.

—Muy bien, puede que usía lo haya olvidado, pero ¿qué vamos a hacer en Bélgica si el dinero que tenemos sólo nos alcanza para el viaje de vuelta? ¿Una excursión?

—El dinero que hace falta lo vais a tener. Mañana por la mañana uno de mis agentes os entregará un talón por valor de diez millones de liras.

—¿Diez millones? ¿Y por qué? —preguntó Saro casi sin resuello.

—Te corresponden legalmente. Es el porcentaje del valor del collar que encontraste y que me entregaste. El dinero os lo podréis gastar tranquilamente y sin problemas. En cuanto recibas el cheque, corres a cobrado y os vais.

—¿De quién es el cheque?

—Del abogado Rizzo.

—Ah —dijo Saro, palideciendo.

—No tengas miedo, todo es legal y está en mis manos. Pero es mejor tomar precauciones. No quisiera que Rizzo hiciera como algunos cabrones que se lo piensan mejor y se hacen los olvidadizos. Diez millones son diez millones.

Giallombardo le hizo saber que el sargento había ido a recoger la llave de la vieja fábrica, pero que aún tardaría en regresar por lo menos dos horas. El vigilante, que no estaba muy bien de salud, vivía en casa de un hijo suyo en Montedoro. El agente le comunicó también que el juez Lo Bianco le había telefoneado y quería que lo llamara antes de las diez.

—Ah, comisario, menos mal, estaba a punto de salir, voy a la catedral para el funeral. Sé que me asaltarán, me asaltarán literalmente, personajes muy cualificados, y que todos me harán la misma pregunta. ¿Sabe usted cuál?

—Por qué no se ha cerrado el caso Luparello.

—Lo ha adivinado, comisario, y no lo podemos tomar a broma. No quisiera utilizar palabras más gruesas, no quisiera en modo alguno ser malinterpretado... Pero, bueno, si tiene algo concreto entre manos, siga adelante, de lo contrario, cierre el caso. Por otra parte, permítame que se lo diga..., pero es que no lo entiendo: ¿qué quiere descubrir? El ingeniero falleció de muerte natural. Y a mí me ha parecido entender que usted se empeña en seguir sólo porque el ingeniero fue a morir precisamente en el aprisco. Tengo una curiosidad: si Luparello hubiera sido encontrado en la cuneta de una carretera, ¿usted habría tenido algo que objetar? Responda.

—No.

—Pues entonces, ¿adónde quiere ir a parar? El caso se tiene que cerrar dentro del plazo. Mañana, ¿lo ha entendido?

—No se enfade, señor juez.

—Pues me enfado, pero conmigo mismo. Usted me está haciendo utilizar una palabra, «caso», que en modo alguno viene a cuento utilizar. Dentro del plazo de mañana, ¿entendido?

—¿Podemos alargarlo hasta el sábado inclusive?

—Parece que estemos regateando en el mercado. De acuerdo. Pero si lo alarga, aunque sólo sea una hora, yo daré parte a sus superiores.

Zito cumplió su palabra. La secretaria de redacción de Retelibera le entregó el fax de Palermo, que leyó mientras se dirigía al aprisco:

El señorito Giacomo es el clásico hijo de papá, y se ajusta perfectamente al modelo sin el menor asomo de fantasía. El padre es un reconocido caballero, exceptuando un defecto del que te hablaré a continuación, justo lo contrario del difunto Luparello. Giacomino vive con su segunda esposa, Ingrid Sjostrom —cuyas cualidades ya te he descrito de palabra—, en el primer piso del palacio de su padre. Te voy a hacer la lista de sus méritos, por lo menos de los que yo recuerdo. Ignorante hasta la médula, jamás quiso estudiar ni entregarse a otra cosa que no fuera el precoz análisis del coño y, sin embargo, siempre aprobó con las más altas calificaciones gracias a la intervención del Padre Eterno (o mejor dicho, de su padre). Nunca fue a la universidad, a pesar de que se matriculó en Medicina (tanto mejor para la salud pública). A los dieciséis años, cuando conducía el potente automóvil de su progenitor sin carnet de conducir, arrolló y mató a un niño de ocho años. Giacomino prácticamente no pagó por ello; quien sí pagó, y mucho, por cierto, fue su padre a la familia del niño. Al llegar a la edad adulta, crea una empresa de servicios que quiebra a los dos años. Cardamone no pierde ni una lira, pero su socio casi se pega un tiro, y un oficial de la policía judicial que pretendía aclarar lo ocurrido fue trasladado de inmediato a Bolzano. En la actualidad, comercializa productos farmacéuticos (¡Imagínate! ¡El padre le proporciona toda la infraestructura!), y sus gastos superan en gran medida los probables ingresos.

Gran aficionado a los coches de carreras y a los caballos, ha fundado (¡en Montelusa!) un Club de Polo donde jamás se ha visto un partido de este noble deporte, pero, en compensación, se esnifa que da gusto.

Si tuviera que expresar mi sincera opinión acerca del personaje, diría que se trata de un espléndido ejemplar de gilipollas, de esos que se dan donde haya un padre rico y poderoso. A la edad de veintidós años, contrajo matrimonio (se dice así, ¿verdad?) con Albamarina Collatino (Baba para los amigos), de la alta burguesía empresarial de Palermo. A los dos años, Baba presenta una petición de anulación del vínculo en el Tribunal de la Sacra Rota, basándose en la manifiesta
impotentia generandi
del cónyuge. Lo había olvidado: a los dieciocho años, es decir, cuatro años antes de casarse, Giacomino había dejado preñada a la hija de una de las doncellas y el lamentable incidente había sido acallado, como de costumbre, por el Omnipotente. Por consiguiente, una de dos: o mentía Baba, o había mentido la hija de la doncella. Según la indiscutible opinión de los altos prelados romanos, había mentido la doncella (¡faltaría más!), y Giacomo no estaba en condiciones de engendrar (por lo cual hubiera tenido que dar gracias al Altísimo). Una vez obtenida la anulación, Baba se comprometió en matrimonio con un primo con quien ya había mantenido relaciones y Giacomo se dirigió a los brumosos países del Norte para olvidar.

En Suecia, asiste casualmente a una especie de rally asesino: un recorrido entre lagos, precipicios y montañas. La vencedora es una pértiga rubia, mecánica de profesión, llamada precisamente Ingrid Sjostrom. ¿Qué podría decirte, amigo mío, para no caer en la telenovela? Flechazo y boda. Ya llevan cinco años juntos. De vez en cuando, Ingrid regresa a su patria y hace unas cuantas carreritas automovilísticas. Le pone los cuernos a su marido con sueca sencillez y naturalidad. El otro día, cinco caballeros (es un decir) participaron en un juego de sociedad en el Club de Polo. Entre otras, se planteó la siguiente cuestión: el que no se haya tirado a Ingrid, que se levante. Los cinco permanecieron sentados. Se rieron mucho, sobre todo Giacomo, que estaba presente, pero no tomaba parte en el juego. Corren rumores, absolutamente incomprobables, de que el austero profesor Cardamone padre también ha follado con la nuera. Y éste sería el defecto que te mencioné al principio. No se me ocurre nada más. Confío en haber sido todo lo chismoso que tú querías.

Hasta luego,

Nicolò

Llegó al aprisco sobre las dos, y no había ni un alma. La puerta de hierro tenía la cerradura con sal y herrumbre incrustadas, pero ya lo había previsto y llevaba un aerosol de aceite lubrificante para armas de fuego. Mientras esperaba a que hiciera efecto el aceite, regresó al coche y encendió la radio.

El funeral —decía el comentarista de la emisora local— había alcanzado tales niveles de emoción que, en determinado momento, la viuda estuvo a punto de desmayarse y la tuvieron que sacar en brazos del templo. Para los discursos fúnebres, se había seguido el siguiente orden: el obispo, el subsecretario nacional del partido, el secretario regional y, a título personal, el ministro Pellicano, amigo del difunto. En el exterior de la catedral, una muchedumbre de por lo menos dos mil personas esperaba la salida del féretro para prorrumpir en un cálido y conmovido aplauso.

«Lo de cálido me parece muy bien, pero ¿cómo se conmueve un aplauso?», se preguntó Montalbano. Apagó la radio y fue a probar la llave. Giraba en la cerradura, pero parecía que la puerta estuviera anclada en el suelo. La empujó con un hombro y, finalmente, consiguió abrir un resquicio por el que pudo pasar con dificultad. La puerta estaba obstruida por cascotes, trozos de hierro y arena. Era evidente que el vigilante llevaba años sin aparecer por allí. Observó que los muros del perímetro eran dos: el de protección, con la puerta de entrada, y una vieja cerca semiderruida que debía de rodear toda la fábrica cuando ésta aún funcionaba. A través de los huecos del segundo muro se veían maquinarias oxidadas, gruesos tubos rectos o en espiral, alambiques gigantescos, andamiajes de hierro con grandes desperfectos, armazones suspendidos en absurdos equilibrios, torretas de acero que asomaban con ilógicas inclinaciones... Y, por todas partes, pavimentos destrozados, techos reventados, anchos espacios otrora cubiertos por estructuras de hierro que ahora se veían rotas a intervalos y a punto de desmoronarse sobre el suelo, donde ya no había nada, excepto una capa de maltrecho cemento por cuyas grietas asomaban unas amarillentas hierbas. Inmóvil en la crujía formada por los dos muros, Montalbano contempló el espectáculo como hechizado. Si ya le gustaba la fábrica por fuera, vista por dentro le entusiasmaba, y lamentó no haber llevado consigo la cámara fotográfica. Le llamó la atención un apagado y constante sonido, una especie de vibración sonora que parecía surgir del interior de la fábrica.

—¿Qué es lo que está funcionando ahí dentro? —se preguntó con recelo.

Creyó conveniente salir, ir al coche y coger la pistola que había dejado en la guantera. Casi nunca la llevaba encima, pues le molestaba el peso del arma, que, además, le deformaba los pantalones y las chaquetas. Cuando entró de nuevo en la fábrica, volvió a escuchar el sonido y se dirigió cautelosamente hacia el lado contrario por el que había entrado. El dibujo que le había hecho Saro era extremadamente detallado y le servía de guía. El sonido era como el zumbido que a veces emiten los cables de alta tensión afectados por la humedad, sólo que éste parecía más variado y musical, y a ratos cesaba para volver poco después con otra modulación. Avanzaba tenso, vigilando para no tropezar con las piedras y los escombros que cubrían el pavimento del estrecho pasillo entre los dos muros, cuando por el rabillo del ojo vio, a través de una abertura, a un hombre que se movía en el interior de la fábrica, en sentido paralelo a él. Se echó hacia atrás, con la absoluta certeza de que el otro lo había visto. No había tiempo que perder, el hombre debía de tener cómplices. Pegó un salto hacia delante empuñando el arma, y gritó:

—¡Alto! ¡Policía!

En una fracción de segundo, comprendió que el otro esperaba que él actuara de aquella manera, pues estaba ligeramente inclinado hacia delante con una pistola en la mano. Realizó un disparo y se arrojó al suelo, pero, antes de tocarlo, consiguió disparar otras dos veces. En lugar de oír lo que esperaba —un disparo en respuesta a los suyos, un lamento y pasos apresurados—, oyó un fragoroso estallido y el tintineo de un ventanal roto. De repente lo comprendió todo, y soltó una carcajada tan espasmódica que no pudo levantarse. Había disparado contra sí mismo, contra su imagen reflejada en una gran vidriera que sobrevivía sucia y empañada.

«Esto no puedo contárselo a nadie —se dijo—. Me obligarían a dimitir y me echarían de la policía a patadas.»

De pronto, el arma que sostenía en la mano se le antojó ridícula y la puso en el cinto de los pantalones. Los disparos y su prolongado eco y el estruendo de la vidriera hecha añicos habían ahogado por completo el sonido que ahora volvía a escucharse con más variaciones que al principio. Entonces, lo comprendió. Era el viento, que durante el día, incluso en verano, azotaba aquella franja de playa, y por la noche amainaba como si no quisiera perturbar los negocios de Gegè. El viento, que se colaba entre los armazones metálicos, entre los cables, algunos flojos, otros muy tensos, y por las chimeneas, reventadas a intervalos como los agujeros de un caramillo, interpretaba su música en la fábrica muerta. El comisario se detuvo a escuchar, embelesado.

Para llegar al punto que Saro le había señalado, tardó casi media hora y, en determinados lugares, tuvo que encaramarse a pequeñas montañas de escombros. Al final, comprendió que se encontraba exactamente a la altura del lugar donde, al otro lado del muro, Saro había encontrado el collar. Miró serenamente a su alrededor. Periódicos y trozos de papel amarillentos por efecto del sol, malas hierbas, botellines de Coca-Cola (las latas eran demasiado livianas para poder superar la altura del muro), botellas de vino, una carretilla metálica desfondada, neumáticos de automóvil, fragmentos de hierro, un objeto indefinible, una viga podrida...y, al lado de la viga, un bolso bandolera de piel, elegante, muy nuevo y de firma. Desentonaba en medio de la podredumbre que lo rodeaba. Montalbano lo abrió. En su interior había dos piedras bastante grandes que alguien debía de haber introducido para que sirvieran de lastre y le permitieran describir la parábola apropiada desde la parte exterior del muro a la interior. No había nada más. Estudió un poco mejor el bolso. Las iniciales de la propietaria en metal habían sido arrancadas, pero el cuero conservaba la huella, una «I» y una «S»: Ingrid Sjostrom.

«Me la están sirviendo en bandeja de plata», pensó Montalbano.

Diez

La idea de aceptar esa bandeja amablemente ofrecida, con todo lo que pudiera haber dentro, le vino a la mente mientras saboreaba con fruición una generosa ración de pimientos asados que Adelina le había dejado en el frigorífico. Buscó en la guía el número de Giacomo Cardamone. La hora era la más indicada para encontrar a la sueca en casa.

—¿Quién ser tú que habla?

—Soy Giovanni, ¿está Ingrid?

—Ahora yo mira, tú espera.

Trató de adivinar de qué parte del mundo habría caído aquella criada, pero no lo consiguió.

—Hola, picha larga, ¿cómo estás?

La voz era grave y ronca, muy en consonancia con la descripción que le había hecho Zito, pero las palabras no ejercieron en él el menor efecto erótico. Al contrario, más bien lo inquietaron: entre todos los nombres del universo, había ido a elegir precisamente el de alguien de quien Ingrid conocía incluso las medidas anatómicas.

—¿Estás ahí? ¿O es que te has quedado dormido de pie? ¿Cuánto has follado esta noche, grandísimo guarro?

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