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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (26 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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Dos horas más tarde y sin haber captado la atención de una joven y seductora morena de ojos azules, ni caído en las garras de dos rubias veteranas que lo miraban sin disimulo, Ludwig se volvió solo y frustrado a su hotel.

—¿Profesor Mazowiecki? —preguntó Ludwig en alemán cuando entró en la sala.

Se encontraba en el conservatorio donde tenía concertada la entrevista con el experto en violines. Había dormido toda la mañana, almorzado en un café y asistido a un concierto de jazz en otro café hasta la hora convenida. Al preguntar por el profesor en la entrada, le habían dicho que lo esperaban en el despacho número tres, segundo piso.

—¿Doctor Dreifuss? —preguntó a su vez una cabeza rubia sin levantar la mirada de un violín que estaba encordando sobre una estantería.

—¿Es usted Mazowiecki? —volvió a preguntar Ludwig con un tono un poco sorprendido.

En esa ocasión la corta melena rubia dejó lugar a un bello rostro, cuando su propietaria levantó la cabeza. Pómulos altos, piel blanca y los ojos grisazulados más pálidos que Ludwig hubiese visto nunca. El esbelto cuerpo, de largos miembros, le hacía parecer aún más alta. Iba vestida con un jersey verde de punto grueso, con el cuello vuelto, que se ajustaba en torno a dos pequeños y redondos pechos, unos vaqueros ajados y unas botas parecidas a las de Ludwig, de color amarillo.

—Sí, soy yo —contestó con tono seco la profesora—. ¿Hay algún problema?

—En absoluto —repuso con rapidez Ludwig—. Sólo que me habían dado a entender que iba a entrevistarme con un profesor.

—Si quiere puedo buscarle uno. ¿Le parece bien uno mayor, gordo, un poco calvo, de barba poblada y chaqueta de lana apolillada?

—No, no es necesario —dijo Ludwig poniéndose nervioso por las maneras autoritarias que mostraba la profesora—. No tengo nada en contra de que usted sea mujer. Más bien es al revés.

—¿Al revés? —preguntó la profesora, alzando las cejas—. ¿Qué espera usted de esta entrevista, doctor?

Ludwig se estaba poniendo cada vez más nervioso e irritado. Era la primera ocasión en que una mujer era capaz de descolocarlo.

—Disculpe —contestó cortante—. Lamento si la estoy molestando o haciendo perder el tiempo.

—La verdad es que sí que me está haciendo perder el tiempo —repuso sin inmutarse la profesora y volvió a centrarse en el violín.

Ludwig se quedó sin saber qué hacer. No había previsto la respuesta. Su orgullo le ordenaba salir de la estancia con un portazo, pero a la vez le pedía que resolviera de inmediato aquella situación vejatoria. En ese momento, había olvidado el motivo que lo había traído hasta allí.

—¿Aún sigue aquí?

—Sigo aquí. Me temo que no esperaba un recibimiento tan desagradable.

—¿Ah, no? ¿Y qué esperaba entonces? ¿Un profesor olvidadizo y bien educado que le aclarara sus dudas? —dijo la joven maestra, volviendo a levantar la mirada—. Mire, doctor Dreifuss, la verdad es que estoy muy ocupada. Deberían haberme consultado sobre la posibilidad de concertar una cita con usted, pero no lo han hecho y ahora aquí está usted. Sé que no es su culpa, pero tampoco lo es mía. Lo siento.

—Me han dicho que es usted una de las mayores expertas en violines stradivarius y necesito hacerle unas preguntas.

—El mayor experto del mundo es mi padre. Por desgracia, es muy mayor y no le gustan las visitas. Creo que he heredado su carácter —dijo la profesora, dejando los pequeños alicates encima del instrumento—. ¿Son muchas esas preguntas?

—En realidad no lo sé —contestó Ludwig, que no quería desaprovechar la pequeña tregua—. Verá, un tío mío ha sido asesinado de una forma bastante desagradable, casi con toda seguridad con el único motivo de robarle un violín stradivarius.

La profesora Mazowiecki sufrió un pequeño sobresalto del que se recuperó de inmediato. Entornando los ojos con interés preguntó:

—¿Qué violín?

—¿Cómo?

—Le pregunto que qué violín.

—Se llama el Diamante rojo —respondió Ludwig confuso—. Es un stradivarius de 1732.

—Varios instrumentos fabricados por Stradivarius han llevado ese nombre. Pero sé de cuál me habla. Siéntese, por favor.

El aula, estrecha y alargada, carecía de mesa. Un piano adosado a la pared, un par de espejos de cuerpo entero para ensayar frente a ellos, unas estanterías metálicas y una pizarra pentagramada con emborronadas anotaciones hechas con rotulador negro componían, además de las dos sillas plegables en las que se sentaron uno frente al otro, el único mobiliario.

—Así que su tío tenía el Diamante rojo. Y lo han matado para robárselo —dijo la profesora, cruzando una pierna sobre la otra y cogiéndosela por la rodilla con las manos entrelazadas—. Sabrá que el violín no le pertenecía, ¿verdad?

—Eso me han dicho —contestó Ludwig molesto.

—Ese violín fue robado hace años y comprado en una subasta clandestina. La vida de ese instrumento ha sido un tanto agitada, ¿sabe? Su propietario era un tal Sascha Jacobsen, de la Filarmónica de los Ángeles. En 1953, cuando viajaba en su coche, fue sorprendido por un aguacero tan fuerte que el agua se llevó el vehículo, con el violín dentro, sin que Jacobsen pudiera evitarlo. Al día siguiente un paseante caminaba por la playa y se encontró el estuche de un violín medio enterrado. La funda estaba llena de arena y agua, y el violín, roto. El hombre resultó ser amigo del director de la orquesta y lo llamó. De esta manera Jacobsen recuperó el violín, que mandó restaurar a Han Weisshaar, un
luthier
sobresaliente. De vuelta en sus manos, Jacobsen decía que sonaba mejor que nunca.

—Y después lo robaron —añadió Ludwig, que no lograba retirar la mirada de aquellos fríos ojos aguados.

—Sí. Se lo robaron a su heredero hace unos diez años. Desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de él. Dígame, doctor, ¿por qué le interesa el violín? ¿Apreciaba mucho a su tío?

—Llámame Ludwig. ¿Puedo tutearte?

—Ya lo estás haciendo. Mi nombre es Martha.

—En realidad no lo llegué a conocer —continuó explicando Ludwig—. Me enteré de su existencia cuando me llamaron desde España para comunicarme que era el único heredero de su fortuna.

—La cual tiene que ser respetable, si se ha podido permitir comprar un stradivarius —apuntó Martha.

—Sí, lo es. El caso es que la policía no encontró nada que pudiera indicar quiénes fueron los asesinos ni por qué lo habían matado. Fue un viejo rabino el que nos puso sobre la pista del violín.

—¿Un viejo rabino? —preguntó la profesora.

Ludwig le contó cuanto sabía del extraño personaje, lo cual se reducía a lo que le había dicho el inspector de policía Herrero. Durante un buen rato, y ante el completo silencio de la profesora, Ludwig le fue explicando la teoría del judío.

—¿Qué te parece? —preguntó cuando hubo terminado.

—Una completa sandez —contestó Martha, justo antes de que se oyeran unos golpecitos en la puerta y apareciera un niño de unos diez años con un estuche de violín tan mojado como su ropa de abrigo.

—Buenas tardes, Bruno —saludó la profesora—. Entra. Mira, Bruno, éste es el señor Dreifuss. Se va a quedar mientras damos la clase. —Al decir esto, Martha levantó las cejas en un gesto de interrogación hacia Ludwig, que, sin darse cuenta, asintió.

Durante una hora, Ludwig fue transparente. El niño y la profesora, centrados en su ensayo, no parecían acordarse de su presencia. La clase había comenzado con un ensayo de escalas y arpegios. Bruno, pese a su corta edad, dominaba bastante bien el instrumento. Sin embargo, Martha le cortaba de vez en cuando y le hacía repetir, mostrándole con su propio violín cómo debía hacerse.

—¿Has preparado Vivaldi? —preguntó Martha, colocando una partitura sobre el atril—. Bien. Vamos a empezar desde aquí.

A Ludwig le pareció que la profesora era muy exigente. Su relación con el niño aparentaba ser distante, muy profesional, lo que corroboraba la idea que se había hecho de ella.

—El acento más marcado. Como si fuese una campanada, mira.

Y lo repetía ella, exagerando el movimiento. Ludwig, al que la clase le estaba aburriendo, no pudo dejar de apreciar la intensidad con la que Martha vivía la música. Con la cabeza inclinada sobre el violín y golpeando en el suelo con el pie para marcar el ritmo, se mostraba ajena a todo cuanto no fuera la melodía que expresaba su instrumento.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Martha cuando terminó la clase y el niño se hubo marchado, algo aliviado según le pareció a Ludwig.

—Muy interesante.

—¿Ah, sí? Me ha dado la impresión de que te has aburrido mortalmente. Te he visto contener un par de bostezos.

El médico se puso rojo y carraspeó, nervioso.

—A mí también me aburre dar clases. En realidad nunca lo hago pero me han pedido que sustituyera hoy a un profesor que se ha puesto enfermo.

—Tenía entendido que dabas clases en este conservatorio.

—Soy profesora de violín pero no ejerzo —dijo Martha sin dar más detalles—. Tengo el resto de la tarde libre. ¿Te apetece ir a tomar algo?

—Esa historia absurda que me has contado, ¿la crees? —preguntó Martha mientras sostenía la jarra de cerveza de la que había echado un buen trago, que le había dejado un bigote blanco que no se preocupó en limpiar enseguida.

—No, claro —repuso a la defensiva Ludwig, sin poder retirar la mirada de aquellos ojos hipnóticos—. Pero no me negarás que es curiosa.

—Sí, está bien para una novela de suspense, pero es una patraña. ¿La policía le ha dado alguna credibilidad?

—Creo que no. El caso lo lleva un tal inspector Herrero. Es un policía a la antigua. Un buen tipo, y parece que sabe lo que hace. Está intrigado con esa historia.

—Vamos a ver —dijo la profesora—, imagino que querrás que te explique por qué me parece una sandez esa historia. Hay varios motivos.

»En primer lugar, los instrumentos de cuerda, como el resto de las cosas, envejecen. Un violín fabricado hace tres siglos suena distinto a como lo hacía cuando salió de las manos del
luthier
. La madera es como el buen vino, su sonido se perfecciona con los años. Su estructura interna se va secando, fosilizando, endureciendo y ganando rigidez, lo que le da más calidad, pero altera el tono. Bien, sigamos. Además del cambio a través de los siglos, están las restauraciones, algunas de ellas merecedoras de la pena de muerte para los que las perpetraron. A casi todos, por no decir a todos los stradivarius, al igual que a los instrumentos de otros grandes
luthiers
de aquellos tiempos, se les han hecho transformaciones. Han sido abiertos, vueltos a barnizar, sustituidas algunas de sus piezas, modificado el puente, que antiguamente era plano y ahora es curvo, elevado en arco, a consecuencia de lo cual la presión de las cuerdas, más largas, ha aumentado, siendo necesario aumentar las medidas de la barra armónica. Y así todo.

»Un violín es algo muy complejo. Para que te hagas una idea: cada uno lleva doscientas cincuenta horas de trabajo, está compuesto por unas setenta piezas y lacado con cuarenta manos de barniz. Las partes principales exteriores son: la
tapa
, normalmente dos piezas de abeto pegadas a lo largo de la línea central; el
fondo
, que suele ser de arce o álamo; las
costillas
de arce, que son las piezas curvas laterales que unen la tapa y el fondo, seis en total, tres por cada lado; la
cabeza
, también de arce, que termina en una espiral o voluta, donde va el
clavijero
, donde están las
clavijas
de ébano, para tensar las cuatro cuerdas; el
mástil
, con el
bastidor
de ébano, que es donde el violinista presiona las cuerdas. Esto además de las cuerdas, antiguamente de tripa y hoy de acero o fibra sintética.

»¿Te aburres? Pues eso no es todo. Por dentro, y de vital importancia, tenemos: la
barra armónica
, una pieza de pino que ayuda a aguantar la presión de las cuerdas a través del puente; el
alma
, que como su nombre indica es el alma del instrumento, una pequeña barra de abeto sujeta tan sólo por la presión entre la tapa y el fondo. Su función es transmitir las vibraciones de la tapa al fondo y así hacer resonar todo el interior. Dependiendo de su colocación sonará más agudo, cuanto más cerca esté del puente, o más grave, cuanto más alejada. El más leve cambio en la colocación altera por completo la calidad y el volumen del sonido.

Martha hizo un alto en la explicación para echar otro trago de la jarra sin perder de vista la expresión del abrumado Ludwig.

—¿Te das cuenta? Cualquier alteración, por mínima que sea, en una de estas piezas, y sólo te he nombrado las más importantes, cambiaría el sonido del violín. Como te he dicho todos han sido abiertos y a muchos les han cambiado piezas. También han sido barnizados posteriormente, ya que con el tiempo pierden laca.

—¿Y eso tiene importancia?

—Decisiva. El barniz sella el instrumento e impide la entrada de impurezas y humedad. Pero, y lo que es más importante, influye en la resonancia del instrumento o, lo que es lo mismo, en su sonido. La laca no es, como se podría pensar, una película lisa meramente decorativa. Si observáramos un violín a través de un microscopio electrónico, descubriríamos que la superficie en realidad parece una cadena montañosa. Esos
picos
y
valles
absorben y modifican las vibraciones cuando el instrumento es tocado.

»La calidad de un violín depende de cuatro factores: la madera, el
luthier
que lo fabrique, el diseño y, por supuesto, el barniz. Es determinante. De hecho la leyenda asegura que el secreto de los violines stradivarius viene dado por el barniz que empleaba su fabricante.

Ante el silencio de Ludwig, la profesora continuó:

—Hay quien dice que Stradivarius sumergía la madera que iba a utilizar en agua, para que el poro se abriera. Con esto se conseguirían dos cosas: una, eliminar las impurezas de la madera y dos, que el barniz penetrara luego más adentro. También hay quien afirma que Stradivarius, para ahorrar dinero, utilizaba madera de barcos de guerra hundidos en la costa de Venecia. ¿Curioso, verdad? El caso es que Stradivarius barnizaba sus instrumentos con tonalidades rojizas, lo que no era corriente, los demás artesanos lo hacían con tonos ocres. Sobre esto también hay discrepancias: unos dicen que Stradivarius utilizaba los mismos componentes para el barniz que sus colegas, añadiendo algún colorante vegetal por cuestiones estéticas, y otros aseguran que ese elemento adicional, al que llaman
sangre de dragón
, una resina gomosa roja, obtenida del fruto de una palmera malaya que Marco Polo trajo de Oriente, es lo que le confiere ese sonido casi mágico.

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