La fortuna de Matilda Turpin (23 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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Por otra parte hubo en la decisión de Matilda una circunstancia exterior, única en su género: la presencia tutelar de los banqueros-scholars amigos de sir Kenneth, que se carteaban en latín. Estas demoníacas personas no tuvieron jamás la menor duda: la joven la maravillosamente guasona y ágil Matilda, que jugaba al póker con su padre y con todos ellos, iba —casada y todo— a irrumpir en bolsa como un asteroide inesperado. No hablaban de otra cosa. Eran los altos directores de la Banca inglesa, que habían hecho Clásicas
(Greats)
o Historia en Cambridge y en Oxford, y que consideraban que nada preparaba tanto para una eficaz gestión financiera como haber descifrado a Esquilo en la juventud o recitar a Virgilio de memoria. Eran personajes brillantes y velados, como mandarines de las complejas dinastías imperiales chinas, que no aparecían en los periódicos o sólo raras veces y que formaban parte de las asesorías financieras de la Corona británica. Matilda los trató a todos desde muy joven y cuando, de pronto anunció que se casaba con el hijo de un médico español se sintieron todos humorísticamente descorazonados. Así que cuando, tras la muerte de sir Kenneth, anunció Matilda que iba a montar una gestoría financiera para inversores en bolsa y que iba a utilizar su propio primer apellido Turpin reminiscente del célebre Dick Turpin para designar su compañía les pareció a todos que por fin Matilda había llegado a ser la que era desde siempre. Matilda tuvo que reconocer, hablándolo con Juan, que la calurosa acogida que su proyecto tuvo entre los banqueros fue determinante, si no de la decisión misma, sí de ciertos aspectos estilísticos de la decisión: sería una financiera de nueva planta. A finales de los ochenta, muy pocas mujeres españolas o anglosajonas estaban en condiciones de emprender un proyecto tan ambicioso como el de Matilda y casi ninguna de obtener el asesoramiento y el apoyo efectivo que un proyecto así necesitaba. Matilda sería la primera, o una de las primeras, innovadoras: una mujer casada, con tres hijos, con energía y gracia suficiente para, sin descuidar su vida matrimonial y su familia, sacar adelante un complejo proyecto financiero. La perspectiva de discutir con sus viejos amigos los nuevos y vigorosos asuntos de la Bolsa Internacional comunicó un suplemento de energía al corazón de Matilda. Por absurdo que parezca, fue por este lado —el más externo a la decisión misma— donde aparecieron las primeras quiebras de la confianza de Juan Campos. Sintió que su mujer se enamoraba —metafóricamente, sin duda— de un nuevo estilo de intelectual: el intelectual-hombre de acción. Porque lo interesante para Matilda era que los banqueros escoceses e ingleses que la apoyaban eran de verdad intelectuales humanistas en una línea muy del XVIII, con un cierto aire de déspotas ilustrados, de benevolencia distante y aristocrática, que resultaba cautivadora, pero también, al menos para Juan Campos, en parte difícil de asimilar, en parte hiriente. Y aunque Matilda aseguraba que él mismo, Juan Campos, era su único scholar verdadero, otra se le quedaba dentro a Juan, un endurecimiento mínimo y, al parecer, inextirpable. De la misma manera que Matilda no tuvo nunca remordimiento de conciencia por ser rica y disfrutar austeramente de la fortuna de su padre, no tuvo remordimiento tampoco a la hora de dejar a los hijos en casa con Juan y con Antonio y llevarse a Emilia de asistente personal. En la calcificación del endurecimiento minúsculo, pero inextirpable, de Juan, este factor de la falta de sentimiento de culpa por parte de Matilda tuvo una importancia considerable. Si Matilda hubiera, de algún modo, sido vergonzante exigido con violencia su derecho a realizar su propio proyecto profesional, a costa incluso de abandonar la educación de sus hijos, si Matilda hubiera sido una mujer más vulgar, la calcificación tal vez no se hubiera producido. Una mujer más vulgar hubiera tratado de persuadir a su marido de que tenía razón, de que tenía derecho, de que era legítimo tratar de compaginar sus intereses profesionales con su vida familiar. Y en la posible virulencia de este debate, hubiera sido posible detectar —Juan lo hubiera detectado de inmediato— un sentimiento de culpabilidad. Y ese sentimiento hubiera servido para lubricar el severo desapego de Matilda a los cuarenta y tantos —porque desapego fue, sin duda, y repentino sin dejar de ser por ello a la vez paradójicamente una reafirmación de su amor por Juan y su familia—. En lugar de justificarse Matilda organizó las cosas, la vida de los hijos y la vida de la familia, con gran exactitud. Al irse Matilda, llevándose consigo a Emilia, no fue con Juan con quien deliberó durante largas horas acerca del programa de actividades escolares y extraescolares de los niños, sino con Antonio Vega. Juan asistió a este compacto curso de pedagogía doméstica con un sentimiento de perplejidad y una punta de guasa, sólo para descubrir que ni perplejidad ni sentido del ridículo embargaban en modo alguno a su mujer o a su amigo. Desde un principio Antonio Vega tomó completamente en serio su encomienda —que en lo esencial sólo era una prolongación de las tareas de tutoría y supervisión que llevaba ya realizando muchos años—. Le parecía a Juan, con todo, sorprendente que Antonio no reprochase a Matilda o a Juan o a la propia Emilia el que, con motivo del proyecto profesional de Matilda, fuese a quedar él mismo separado de Emilia durante largos períodos de tiempo. Juan llegó a plantear este asunto a Antonio en una ocasión, aunque evitó referirse directamente a la situación de Emilia y Antonio. Lo planteó como cosa más bien suya:

—Yo me siento un poquito abandonado, Antonio. Echo de menos a Matilda como tú, supongo, echarás de menos a Emilia. ¿No te sientes tú como dejado atrás un poco, al otro lado de la puerta, desactivado?

—No me siento así, no —contestó Antonio Vega—, porque no estamos desactivados ni tú ni yo, ni tampoco estamos solos. Están los niños, estás tú, están Emilia y Matilda que nos llamarán por teléfono y que pasarán con nosotros varias veces al mes unos días. Mi padre trabajó en la mina en Asturias muchos años y no venía por Letona más que una vez al mes, o menos, y nunca nos sentimos abandonados. Era natural que nos dejara en casa y se fuera a ganarlo donde había de qué...

—Pero Matilda no tenía obligación de salir de casa para ganarlo, ya lo tenía aquí. Matilda, a diferencia de tu padre, que era pobre, es rica. Y el papel de Matilda en esta casa es el papel que desempeñó muy bien tu madre. Y no el que desempeñaré yo ahora haciendo las veces de Matilda, o tú, haciendo a la vez de padre y madre sin tener por qué.

Algo así vino a ser la conversación. Juan Campos recuerda esta conversación aún, aunque no recuerda en qué acabó aquello. Tiene esta noche la impresión Juan de que no consiguió comunicar su inquietud a Antonio, y que Antonio, con la misma naturalidad de Matilda o de Emilia, daba por sentado que todos estaban haciendo todo bien. Juan tiene idea de que Antonio añadió algo así:

—Ahora no es como antes ya, más vale así. Ahora todo está cambiando, pero todo seguirá igual, mejorará, si no nos empeñamos en ver tres pies al gato.

Una respuesta insatisfactoria ésta en opinión de Juan. Quizá no fue exactamente eso lo que dijo Antonio, sino sólo lo que Juan recuerda.

Hubo bien mirado, más años de vida conyugal —unos dieciocho— que de vida profesional para Matilda —unos trece—. En ambos casos, Matilda estuvo siempre claramente expuesta. No hubo nunca equívocos: Matilda nunca declaró que su ideal fuese la vida de mujer casada entregada a la maternidad y a las tareas caseras. A medida que los niños iban haciéndose mayores, Matilda fue pensando que lo suyo estaba en los negocios. Y nunca lo ocultó. De tal manera que Juan no pudo llamarse a engaño cuando, tras la repentina muerte de sir Kenneth, tras la testamentaría ylos obligados viajes entre Londres y Madrid, fue obvio que Matilda se ocuparía de la fortuna familiar y que aprovecharía la oportunidad de activar una posibilidad de sí misma mil veces imaginada pero nunca puesta en práctica. Y fue fascinante que (aun habiendo declarado Matilda con frecuencia que ésa era su intención) Juan nunca la tomara en serio. Así que cuando Matilda alquiló un local en Madrid —unas oficinas— y rehabilitó la oficina de su padre en la City londinense, Juan se quedó asombrado. Pronunció una frase absurda:

—Esto viene a ser como la muerte.
In media vita in morte summus.
Y la muerte no esclarece la vida, simplemente la interrumpe, la vuelve absurda.

Matilda protestó. Negó que su dedicación explícita a los negocios fuera equivalente a esa interrupción de la vida que es la muerte. Y Juan fingió reconocer su exageración y retiró la expresión. Los primeros viajes de Matilda e, incluso, sus primeras jornadas laborales en Madrid para montar la oficina hicieron sentirse a Juan muy solo.

—No sé qué hacer sin ti en casa —_declaró Juan.

—Es sólo al principio es un cambio de rutinas, nada esencial cambia entre nosotros.

Y era verdad. Hubo escenas cómicas: Juan reprochó en broma a Matilda que le abandonara en plena abundancia:

—Me dejas en la abundancia, en una vida de lujo y bienestar.

—Bueno, mejor, eso es bueno, ¿no?

—No, no es bueno. Es lo peor de todo. No tengo derecho a quejarme. Me dejas perfectamente instalado. Hasta un buen servicio doméstico en la casa, cosa que nadie tiene ya hoy en día. Pero nosotros sí. Vivo como un rey.

—Pues eso es bueno —repitió Matilda.

—Pues no, no es bueno. Es lo peor de todo.

—Preferirías que te dejara arruinado? —llegó a preguntar Matilda, riéndose.

—Francamente, casi sí. Me has convertido en un rentista. Si me jubilara esta misma tarde con cuarenta y tantos, no pasaría nada en absoluto.

—Pero hombre, Juan, una persona como tú no se jubila ahora, ni con cuarenta ni con cien: mientras tengas energía intelectual, mientras estés activo, intelectualmente despierto, no hay ninguna diferencia entre tú y yo. ¿Querrías que me quedara aquí? Di la verdad. Si tú me dices ahora mismo que pare todo, que lo deje todo y que sigamos como estamos, yo...

—Nadie está hablando de que pares nada. Lo único que digo es que no me dejas decir nada. No tengo nada que añadir. Has dejado todo tan bien organizado que mi obligación es estar contento con la presente situación. No tengo ni derecho al pataleo.

—Bueno, pues no. No lo tienes.

Esta versión cómica de la situación alternaba con una no formulada inquietud por parte de Juan y también, quizá, por parte de Matilda. No obstante su entusiasmo por su nuevo proyecto, Matilda sintió, a su manera franca de tratar las cosas, un remordimiento no expresado, una sensación de que faltaba una cierta perfección, la perfección del proyecto común de los dos. ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a los negocios? ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a la práctica y a la teoría filosófica? ¿Hubiera sido preferible que Matilda hiciera un cursillo acelerado acerca de lo bello y lo sublime en Kant, en Schiller y en Schelling? Era una situación cómica y, a ratos, los dos conseguían realmente reírse con ella. Pero la risa no acababa de iluminarlo todo por completo. Fue desesperantemente simple. La opción de Matilda era razonable. Implicaba sin embargo, algunos elementos no convencionales que podían ser declarados objetivamente discutibles: era verdad que los tres chicos estaban ya criados —Fernandito, el más pequeño, tenía trece por aquel entonces—. Era verdad que Juan se quedaba solo: incluso dando por supuesta la buena voluntad de Juan, era imposible combinar las dos actividades profesionales. Y este problema no lo tenía sólo una rica heredera como Matilda, lo tenían ya muchas chicas de la edad de Matilda que a finales de los ochenta dejaban su casa para ir a trabajar. Juan era muy consciente de la situación: que Matilda fuese una rica heredera no añadía nada esencial al problema: lo esencial era que Matilda tenía una ocupación a la que dedicarse con seriedad y que implicaba abandonar su casa. Todas las humildes secretarias tenían el mismo problema. Los aún exiguos sueldos de una auxiliar administrativa de la época (unas setenta mil pesetas de entonces) tenían que dar para pagar a una asistenta que se quedara con los niños desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y salía del sueldo de la chica. Pero salir de casa, irse de casa no era diferente: el problema era el mismo, la única diferencia es que en la clase social de Matilda, y sobre todo en el mundo británico, la educación de la prole la llevaron siempre a cabo los preceptores y los criados. Y así seguía siendo en casa de los Campos, incluso antes del despegue de Matilda. El peso de la educación recaía ya entero o casi entero en Antonio Vega. Así que no tenía Juan Campos argumento ninguno práctico, sino sólo un remusgo que oponer a Matilda. Y dada la relación franca y abierta entre ellos, los remusgos estaban de sobra. Siempre habían dicho los dos: lo que tengas que decir, dilo. Incluso lo que creas que sientes, aunque no estés seguro, dilo... Bien es cierto que era Matilda la que insistía siempre en la transparencia completa, Y Juan, a fuer de filósofo (la claridad es la cortesía del filósofo también en la vida privada) asentía. Pero en aquella ocasión, la claridad estricta le resultaba a Juan imposible de practicar: una voluntad de transparencia ahora le desnudaba de un modo extraño, le ponía en evidencia. No podía decir: siento unos celos que no son celos, pero que sí son celos, de tus banqueros ingleses, los amigachos de tu padre. Ya sé que son vejestorios la mayoría, mucho mayores que tú. Pero presiento que entre tú y ellos dibujáis un círculo en el suelo y os metéis dentro y yo quedo fuera. ¿Cómo no me voy a quedar fuera si apenas sé lo que es una sociedad anónima?... Esto no podía decirlo, porque Matilda hubiera contestado: pues si no lo sabes lo aprendes. ¿No he aprendido yo lo de Schiller y la educación estética del hombre? Pues tú lo mismo. Y era verdad que Matilda se había apasionado especialmente al leer los artículos de Juan y al discutir temas filosóficos. Juan tenía que reconocerlo: se había esforzado no sólo en las sobremesas y tertulias: su inteligencia rápida era muy hipercrítica y amiga del debate intelectual. No le interesaba mucho la literatura (apenas leía novelas o poesías) pero en cambio la apasionaba discutir ideas. Hubiese sido una competente tutora de filosofía de habérselo propuesto. En cambio, lo contrario no era verdad: la inteligencia de Juan Campos era verbosa, pero no rápida: era más bien minuciosa, con una considerable habilidad para poner en conexión entre sí datos aportados por la erudición histórica (tenía buena memoria), pero rara vez alcanzaba una conclusión o una intuición filosófica de un salto: era moroso y premioso. Era un académico anticuado, aficionado a la especulación metafísica, que abandonaba con gusto por el cotilleo con los colegas. Era aficionado a discutir vidas ajenas: los doctorandos, los miembros del claustro, los problemas de la facultad y el decanato... Todo eso lo aborrecía Matilda. Ese claustro vuestro es paleto —decía Matilda—.
Y
la verdad es que cuando se reunían a cenar los matrimonios del claustro, las bromas de Matilda al salir, imitando a las doctas esposas, rebotaban en las fachadas del Madrid nocturno. Decía: he ahí los catedráticos
pot-au-feu,
en compañía de sus señoras ex seminaristas (una malignidad muy de Matilda ésta). ¡Era tan divertida, tan mala! Tan capaz de tomar parte en aquellas cenas de matrimonios académicos, que detestaba, y dar el pego. Juan tenía la impresión, a veces, de que Matilda era casi inconsciente de sí. Como si en su caso único la santidad fuera verdaderamente inconsciencia. Podía ser maliciosa y a la vez santa. Y el efecto que causaba en las cenas de matrimonios era cómico y conmovedor a la vez. Desde el primer día la pareja causó un impacto notable. En aquel tiempo Juan era sólo un profesor auxiliar, que acompañaba al titular y poco menos que le llevaba la cartera. Las primeras cenas fueron increíbles. Iban a cenar gamo al Pardo. Era a finales de los setenta. Aún las esposas de los académicos del departamento de Filosofía tenían un aire retro, años cincuenta, un résped ingenuo, una mirada de reojillo que calibró instantáneamente la absoluta elegancia de Matilda (que no podía haber elegido para las primeras ocasiones trajes más lisos, más sin pretensiones).

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