La fortuna de Matilda Turpin (18 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—¿Y eso a qué viene? —Antonio hizo esta pregunta sonriendo. Fernando recuerda todavía cómo estaban sentados los dos, uno junto al otro, en un sofá destripado de dos plazas instalado frente a la salamandra. Antonio tenía las piernas estiradas apoyadas en un taburete de madera. Fernandito, al hacer la pregunta, recogió las piernas y se enderezó en su asiento. Este movimiento rápido del chico hizo que Antonio se volviera a mirarle. Hubo una pausa. Antonio vio al adolescente crecido transformado ya en un chico mayor tan delgado. Había heredado los rasgos nórdicos de su madre: los ojos claros, la estructura ósea del rostro y el pelo negro paterno. Era muy atractivo. Lo que más sorprendió a Antonio aquella tarde fue el aspecto contraído, tirante, del rostro aviejado. Antonio prosiguió entonces temiendo haber empleado un tono demasiado casual—: Quiero decir, que no entiendo tu pregunta. Está claro que tus padres se casaron enamorados y así han seguido. ¿Por qué preguntas eso?

—Es que no se parecen nada... —titubeando, repitió—:

no se parecen.

—Claro que no! Por eso se complementaban bien, porque no se parecían. Sigo sin entenderte: parece como si quisieras decir que puesto que no se parecían no podían enamorarse uno de otro, eso sería una bobada.

—Supongo que sí.

—¿Entonces?

—Fui a hablar con mi padre como tú querías. No sirvió de nada. Estaba como dormido.

—Pero, ¿qué hablasteis?

—No hablamos de nada, estaba como dormido —repitió Fernandito

Era el momento de contar lo de
maricón.
Fernando decidió no contarlo. Sintió de nuevo que entrarle a su padre de aquel modo no tenía la menor importancia, de pronto vio claramente que gracias a aquella ocurrencia agresiva había dado en el clavo: había puesto al descubierto lo que Su padre no era o, quizá, lo que ninguno de los dos era, tampoco su madre: no se amaban: no amaban a sus hijos tampoco. Estaban todos, hijos y padres, en aquella casa fuera de juego, accidentalmente ligados entre sí por un plan de vida carente de significación. Fernandito sintió frío entonces y deseó no haber iniciado esta conversación con Antonio Vega, quien, a todas luces, no sabía por dónde andaba el chico.

—Si te fijas, Antonio, no tiene nada de raro. En esta casa nunca hablamos, como mucho hablamos tú y yo. Hablamos por parejas. Tú y yo, mi madre y yo, Emilia y tú...

—Tu padre y tu madre —sugirió Antonio.

—Es de suponer que hablarán entre ellos. La cosa es cuándo. Y de qué, ¿de qué hablan?

—Vamos a ver, Fernando. Estás poniéndote borde, ¡yo qué sé de qué hablan! No hace falta saberlo, además. Hablarán de tonterías como todos, ¿de qué crees que hablamos Emilia y yo?

—Vosotros os queréis.

—¡Hombre, sí!

—Entonces no hace falta hablar.

De esta conversación se acuerdan los dos. Éste es un pasado que cada uno de los dos, Fernando y Antonio, han retenido y repetido en su memoria, alterándolo quizá pero en lo esencial preservándolo, con conciencia de su importancia y, sin embargo, sin poder decir por qué fue en su día importante. Esta conversación en el cobertizo tuvo para Fernando y Antonio la misma clase de consistencia insumergible —como un corcho que flota en el agua— que tuvo para Fernando la escena del exabrupto con su padre. En ambos casos, la sensación de que algo importante sucedía se combinó con la sensación de que el significado mismo, la importancia, no se clarificaba. Ambos tuvieron la impresión de que en sus vidas aquello había de contar más tarde, aun cuando el recuento diese, al suceder y también mucho después, una cifra borrosa. La conversación tuvo una prolongación que nítidamente interfirió con el sentido de lo importante para cada uno de los dos: para Antonio aquella pregunta de Fernando acerca de si sus padres se amaban fue una sorpresa: no se había dado cuenta hasta aquel momento de que su fidelidad y respeto por Juan y Matilda excluía casi por completo la crítica: dar por supuesto que se amaban, formaba parte integrante de la identidad afectiva, colectiva, en el interior de la cual Antonio había vivido todos aquellos años. No pudo responder a Fernando adecuadamente en el cobertizo en aquella ocasión, porque para hacerlo hubiera tenido que, en un abrir y cerrar de ojos, reexaminar todo el pasado común vivido en aquella familia. Y esto hubiera incluido un replanteamiento incluso de su relación con Emilia y de la relación de Emilia con Matilda. Era demasiada cantidad de memoria para reinterpretarla toda entera en un solo instante. Para Fernando, en cambio, la respuesta bienintencionada pero vaga de Antonio Vega supuso una confirmación del quebranto interior de su vida familiar que ya tenía decidido de antemano. El interés de Fernando Campos por su familia, por sus padres, aquella firme voluntad de no salir fuera y de examinar con lupa el interior de su interior, tenía, como a priori, la imagen de un quebranto: sus padres no se amaban y no amaban a sus hijos. Naturalmente, esta situación iba, a ojos de Fernandito, encarrilada por el estilo rebajado, frío e irónico de la familia: no era una tragedia estrepitosa, era un drama secreto y larvario. Y esta interpretación le complacía —no obstante su obvia terribilidad— porque venía a ser Como una ocurrencia brillante: haber presupuesto el desamor familiar le complacía como nos complace descubrir Una verdad o leer un poema certero. La satisfacción de dar Con la verdad o con la expresión acertada es autosuficiente: paladeamos como estetas, lo terrible, en esa suspensión de las consecuencias de lo terrible que es propia de la experiencia estética. De aquella conversación sacó Fernando Campos una confirmación que también llevaba tiempo haciendo: se dio cuenta de la sinceridad del afecto que Antonio sentía por todos ellos, incluidos sus padres. Fue la percepción de esa sinceridad y de ese afecto lo que —por analogía con sus reservas al hablar con Emeterio— le impidió contar lo que de verdad había sucedido en la conversación con su padre. A toda costa, Antonio y Emeterio tenían que ser salvados del hundimiento de la familia Campos. Porque aquel Fernandito de veinte años era en gran parte todavía un crío que acababa de leer sobrecogido los relatos de Edgar Allan Poe y se vivía a sí mismo —al menos intermitentemente— como un enfermo y pálido héroe romántico encerrado en la mansión del desamor y la crueldad. La alegría estaba fuera de la casa, alegría era la vida en la facultad, era Emeterio y también la charla con Antonio. Y, curiosamente, alegría era también la relación con su madre, férreamente entresacada, eso sí, de la vida familiar. Lo bueno de Matilda a ojos de su hijo menor era que se prestaba, sin darse cuenta quizá, a un juego que el propio Fernandito denominaba amatorio: era como una novia agreste que iba y que venía, que aparecía y desaparecía, que le tomaba el pelo y que le hacía reír. Para Fernando Campos, la enfermedad de Matilda fue lo incomprensible mismo: un terror que superaba todos los terrores de los cuentos de terror de Edgar Allan Poe o de Bécquer. Todos los relatos anglosajones almacenados en su dormitorio, repletos de historias extrañas y ambiguas. La enfermedad de Matilda fue un disolvente espiritual puro que parecía no ir a dejar, una vez consumada, identidad ninguna para ninguno de ellos. De aquí que el extremado duelo de Emilia por Matilda (que Fernando Campos había comprendido con toda viveza a los pocos días de llegar al Asubio y acerca del cual tenía intención de hablar con Antonio) le pareciera más limpio y consolador, más próximo a la vigorosa personalidad de su difunta madre que aquella presencia retrotraída, acomodada, de Juan Campos.

Fernando recuerda estas cosas ahora con gran viveza, como si acabaran de suceder, no obstante haber tenido lugar varios años atrás y recuerda también cómo el contenido de este recuerdo se desplazó hacia abajo para hacer sitio a la voluminosa enfermedad y desaparición de su madre. Ahora, instalado en el Asubio —con lo que está cobrando la alargada figura de una provisionalidad extraña—, los recuerdos emergen de nuevo, en distintos grados de intensidad, lesividad, felicidad e infelicidad. Como si, involuntariamente, el propio Fernandito, al querer a toda costa permanecer en el Asubio cuando ya la excusa de la gripe tiene que haber dejado de ser verosímil en la oficina de Madrid, reinyectara presencialidad en los hundidos datos mnemónicos, como un buceador que rozando el fondo despierta los pecios sumidos en el sopor bituminoso y limoso del fondo y todo a la vez en su desfigurada presencia —ausencia— se deja ver de nuevo, incomprensible. De hecho, Fernando Campos ha tenido que telefonear ya un par de veces a su enlace en la oficina. No ha dado grandes explicaciones, está dispuesto a perder ese empleo si hace falta. Más aún, la posibilidad de perder el empleo al no justificar su ausencia durante un tiempo tan prolongado añade vigor a su presencia en la casa paterna. Y constituye, de paso, un exabrupto más, un acto real, como pegar una patada o un grito de pronto, que tendría que llamar la atención Paterna, si aún existiera en la viscosidad muda de Juan Campos algún resorte ejecutivo. Por eso los recuerdos de Fernando Campos se agrupan y reagrupan velozmente ahora, como adherencias súbitas, extractadas del fondo, líquenes pseudópodos que acompañan al buceador, al alzarse de nuevo, de un vigoroso talonazo, al aire celeste de la superficie.

Antonio Vega, en cambio, que conserva la situación del cobertizo en la memoria relativamente intacta, no la vive ahora como una experiencia mnemónica directa (sino

sólo como parte de su profundo afecto por Fernandito) porque todo el espacio de su conciencia, todo el malestar y toda la memoria lo está ocupando Emilia.

XIX

Angélica ha pensado mucho todos estos días. La sensación de pensar y estar teniendo una experiencia es tan fuerte como un vendaval que no moviera, no obstante su desmesurada virulencia, ni una hoja. El Asubio está enteramente sumido en su norteña inexpresibilidad. El verde del jardín, los lentos árboles, la piedra de la casona, las rutinas de Bonifacio y Balbanuz allá abajo en su casita de guardeses o Emilia y sus ayudantas de cocina, confieren a todo el conjunto un aire semoviente de normalidad altoburguesa. Hay un vendaval dentro de Angélica que sulfura a la propia interesada haciéndola sentir y resentir y presentir mucho más de la cuenta o —quién sabe— quizá mucho menos de la cuenta porque la inmersión hermenéutica de Angélica en el Asubio ha traído consigo al mismo tiempo que un tornado una inmensa calma chicha. No sólo no ha pasado nada,

sino que a fuerza de esperar que sucediera algo gordo de un momento a otro, ha acabado Angélica cansándose muchísimo y poniéndose por fin sentimental. Se siente, una vez más, dejada a un lado, sólo que ahora ni siquiera hay la inminente muerte de un gran personaje en la familia para justificar la agitación, la depresión o el sentimentalismo.

Como si el ensimismamiento mórbido de Juan Campos fuese una sustancia pegajosa, una adormidera virtual, todos duermen o aparecen y desaparecen con un aire adormilado equivalente al color gris del cielo intransitivo y el flojo sirimiri. Y en el jardín, en los acantilados por donde Angélica con paso vigoroso luce sus apropiados
outfits
escoceses, hace buena temperatura: una como calidez humectante —el termómetro ha subido varios grados— que no casa con el ahora excesivo calor de la mansión donde todo el mundo sigue encendiendo chimeneas y sentándose en torno a camillas con braseros eléctricos y de alguna manera tiritando a contrapelo de Angélica que con gusto se pasearía por la casa en camisón o en shorts. Angélica, además, está comiendo mucho, casi demasiado. Da la impresión de que el muermo vigente en el Asubio se registra contrapuntísticamente en la cocina, de tal suerte que la comida principal, el almuerzo, es lento y, para los tiempos que corren, copioso. Hay una presencia semanal del cocido montañés y un intercalado de muy ricos y variados arroces con amayuelas o con rape, o las dos cosas, o con pollo, o con costillas adobadas. Casi sólo por cortesía al principio, Angélica se servía siempre una segunda vez. Esto ha ido creando un poco un hábito. Angélica se siente sumamente sorprendida, además: en realidad Angélica está teniendo ahora su primera oportunidad de convivir con los Campos diariamente. De recién casada visitaba el piso de Madrid a la hora del té casi siempre. La gastronomía era distinta entonces, más ligera. Más parecida al mundo de carnes frías y ensaladas de lechuga y tomate y pepino y de maíz que Angélica organiza en su casa de Madrid. ¿Qué puede haber pasado en la cocina? —se pregunta Angélica—. En el Asubio, la cocina estuvo siempre a cargo de Balbanuz con la supervisión remota de Matilda y próxima de Emilia cuando pasaban temporadas en el campo. Tras la muerte de Matilda y la decisión de retirarse al Asubio que tomó Juan Campos, acompañado de Emilia y de Antonio, los arreglos culinarios se limitaron a adaptar las costumbres estivales de toda la vida, con Balbanuz una vez más al frente de la cocina. Balbanuz era una espléndida cocinera de joven y siguió siéndolo una vez casada. Todo el mundo, Matilda la primera, ha elogiado siempre sus asados, su bechamel, sus arroces, su menestra de verduras, sus fritos variados. Emilia, que nunca comió mucho y que ahora apenas come, pero que considera obligación suya organizar eficazmente la casa, se guía por Balbanuz a la hora de confeccionar el menú de cada día. Y Balbanuz opina que, ya que los señores sólo hacen una comida fuerte al día, el almuerzo, hay que procurar que sea un almuerzo sustancioso. Y, en efecto, el punto de Balbanuz complace a todos, a Juan Campos en primer lugar, que es de buen diente, a Antonio y a los chicos cuando están. Este lado gastronómico del Asubio reproduce fases muy anteriores de las casas burguesas de la zona cuando los almuerzos se componían de tres platos como mínimo, aparte el postre. Y el asunto es que Angélica, que de recién casada deseando en lo posible imitar la imagen dinámica y delgada de su suegra se cuidaba mucho, ahora se ha abandonado un poco, especialmente esta temporada en el Asubio que, dada la monotonía de las vidas de toda la familia, y la tendencia de todos ellos a recluirse en sus asuntos o en sus cuartos, el almuerzo en común viene a ser la única distracción. Así que ahora por las tardes Angélica se siente repleta, acalorada y de vacío. Es como si Angélica se viera dividida entre dos mundos: su viejo mundo madrileño dietético con su rúbrica de alimentos crudos y este nuevo mundo tan satisfactorio de alimentos cocinados, de guisos y de salsas, que hacen sentirse a la vez a Angélica muy rellena y muy vacía, porque este segundo mundo de los guisos parece autosubsistente y carente de significación especial. Lo único que ha permanecido invariable es la relación con Andrea, que ha seguido siendo tan cordial como siempre: sólo que está a punto de acabarse porque Andrea, en vista de que no sucede nada en absoluto, lleva ya varios días de telefoneo incesante con su marido y con sus niños, y parece dispuesta a regresar a casa en cualquier momento. Tiene intención de viajar a Madrid en tren. Y así lo hará mañana por la tarde. Parecería natural que Angélica la acompañara, puesto que la idea fue quedarse en el Asubio para acompañar a la hija de la casa. Una curiosa insinuación verbal de Juan Campos, sin embargo, da pie para que Angélica se quede.

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