La gente como nosotros no tiene miedo (26 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Fue extraño. Después de que retirara la mano despacio para coger un cuchillo de untar, Ron aún sentía sus dedos en la nuca.

 

* * *

 

Mucha gente piensa que para ser un as de los negocios hay que tener la cabeza fría y observar, pero el negocio de Ron salió directamente de su corazón, sincero y cálido. Tel Aviv estaba lleno de gente cansada, solitaria, gente que al trasladarse a la ciudad sabía lo que quería, pero que enseguida se hartaba de correr, de tener que conseguir siempre todo por su cuenta, de despertar en sus apartamentos diminutos, una mañana tras otra, desnudos, sudorosos y con miedo. Para Ron toda esa gente era igual, y no resultaba difícil entenderla. Lo que toda esa gente quería es que alguien les diera exactamente lo que ellos mismos darían si no estuvieran tan cansados. Alguien que nunca juzgase.

El principio era simple. Cada cliente podía pedir lo que quisiera en su sándwich y que se lo prepararan como quisiera, hasta el último detalle. Ninguna explicación o exigencia era demasiado larga o difícil. ¿Un sándwich de falafel sin falafel? ¿Pan de centeno y pavo espolvoreado con tres cucharaditas de azúcar? ¿Una porción de pizza dentro de un pan de pita con mayonesa? ¿Zumo de naranja calentado doce segundos en el microondas? ¡Ningún problema! Si el cliente quería un ingrediente que no tenían en el quiosco, podía pagar diez sándwiches por adelantado y comprarse una tarjeta rosa y verde lima de la que se los irían descontando, y asegurarse así de que el ingrediente estuviera disponible a partir del día siguiente durante cuatro meses. No se trataba de una treta publicitaria: era una solución.

 

Lea caminaba delante de Ron por las calles de la ciudad. Cada vez que la alcanzaba, Lea apretaba el paso, hasta que entendió que de alguna manera era lo que quería, que así era como le gustaba. Aceptó, aceptar era parte de su negocio, y siguió caminando a unos pasos de ella. Las calles estaban llenas de gente, de juguetes, de ropa, de folletos tirados. En la ciudad nunca nada acababa de encajar del todo. Incluso a esa hora, las dos de la madrugada, vieron a una niña caminando sola, aunque no parecía pobre (llevaba una sudadera Gap) ni daba la impresión de que se hubiera perdido. Iba tarareando. En un banco, un chaval flaco y un hombre de mediana edad con un acordeón miraban arrimados la sección de deportes del periódico. Las tiendas no seguían una línea recta, a cada momento invadían la acera más de la cuenta. Un tienda de equipos de escalada junto a un bazar judaico; nada tenía sentido. Con Lea caminando delante de él, todo resultaba extraño pero no menos familiar.

En el club LimaLima, después de varias copas, cuando Lea desapareció para pedirse una más, Ron seguía pensando en las calles de la ciudad, y cada vez se le ocurrían ideas más raras. Había algo que no encajaba, o quizá solo fuera que no estaba acostumbrado a beber tanto. Recordó que un amigo de su padre le dijo una vez que al construir la ciudad fueron tan idiotas que trazaron las calles paralelas al mar, de manera que, fueras a donde fueras, siempre veías el porche de alguna casa en lugar de ver el mar. El club estaba a reventar, la música era tan ensordecedora que le retumbaba en la cavidad torácica. En la oscuridad tan solo se veían lenguas. Olía el aliento de las bocas resecas y el sudor y la laca del pelo; pasaban brazos rozándole el estómago, el culo; contempló la posibilidad de que la ciudad fuera la idea de alguien a quien le faltaba un hervor, igual que la sandwichería era idea suya, que nada era lo que se suponía, que quizá la ciudad nunca debió existir sobre la faz de la tierra, pero un raro problema técnico en el cosmos...

Lea le echó los brazos al cuello, con cuidado de no derramar su vodka con Red Bull.

—¡Es el quinto que te tomas! —le gritó Ron al oído. Se recordó que él también estaba borracho, aunque solo se había tomado tres copas.

Cuando Lea le metió la lengua en la boca, Ron seguía apartando la idea persistente de que algo no encajaba, la empujó una y otra vez para apartarla de su mente. Atrajo el cuerpo de Lea hacia el suyo y se dijo que pensaba demasiado, que ser tan pragmático a todas horas tenía sus inconvenientes.

En la pista de baile, Lea le deslizó los dedos por debajo de la camisa. Sintió que lo arañaba con las uñas.

—No soy la niña buena que tú te crees —le gritó Lea al oído—. He hecho cosas bastante malas —gritaba con el volumen perfecto, justo para que oyera todo lo que le decía.

—Sea lo que sea, no me importa —contestó él a voces. La atrajo y le dio un abrazo, la clase de abrazo que se le da a un niño. Su cerebro decidió que Lea era insuperable, un concepto brillante, la única buena idea que a nadie se le había ocurrido, la única cosa que encajaba de verdad.

 

En realidad lo supo antes de que su cerebro lo supiera. Supo que era estupenda. Los tres primeros meses el quiosco de sándwiches Nosotros No Juzgamos había sido una sangría de dinero. Iba un poco mejor que el Japanica, donde cometieron el tremendo error de pagar un alquiler desorbitado por un puesto que solo atraía clientes de noche. Ningún israelí quiere sushi a precio de oro para desayunar, y casi ningún israelí lo quiere para almorzar, cuando el pescado al sol apesta. El sushi a precio de oro es algo que en Israel te pides por la noche, antes de volver a casa a trompicones o cambiar de club nocturno, cuando ya te da igual, cuando quieres darle a la chica que te has ligado lo que le apetezca y quitarte todo de encima de una vez: esa noche estúpida, tu estúpida vida.

La sandwichería abría las veinticuatro horas, y Ron se pasaba allí metido catorce cada día durante los primeros meses. Contrató a dos de sus primas adolescentes para tomar nota de los pedidos y a un sudanés ilegal para prepararlos (y limpiar), pero en agosto ya sabía que tendría que buscar nuevos empleados, porque sus primas empezaban el curso. Era patético ver cuánta gente había en la ciudad desesperada por un trabajo, cualquier clase de trabajo. El teléfono no dejaba de sonar. Modelos, estudiantes de doctorado, actrices de teatro. Por cada docena de entrevistas telefónicas que hacía, concertaba un turno de prueba con una de las chicas en el quiosco. Sabía que con el señuelo del lema no bastaba, que para que el negocio fuera un éxito tendría que contar con el material humano adecuado. Una chica que no juzgara. Una chica a la que te apeteciera comprarle un sándwich. Lea.

En la entrevista, les pedía a todas las candidatas que describieran el sándwich de sus sueños. Les pedía que no inventaran algo solo por ser originales, sino que fueran sinceras, que dijeran la verdad de sí mismas.

Lea dijo que jamás se le ocurriría decirle la verdad, ni sobre el sándwich de sus sueños ni sobre ella misma. Que temía que fuera demasiado para él. Fue la respuesta más soberbia que le habían dado a su pregunta, pero también la que le pareció más honesta.

No la contrató porque quisiera acostarse con ella. La contrató porque era buena para el negocio, así de simple. Que se enamorara de ella desde el momento en que la vio fue solo una coincidencia. O quizá no: ¿qué más podía pedir un cliente que una chica a la que todo el mundo ama le sirva exactamente lo que quiere?

 

En cuanto Ron giró la llave de la puerta de su apartamento, Lea se adelantó y pasó. Entró mientras él se guardaba las llaves en el bolsillo y se quitaba los zapatos. Lea estiró el cuello, como si ni siquiera registrara su presencia. Echó un vistazo al salón, cogió el mando a distancia, volvió a lanzarlo sobre el sofá. Asomó la cabeza a la cocina, encendió la luz e inmediatamente la apagó de nuevo. Recorrió el pasillo corto, abrió la puerta del armario de la escoba y lo cerró, fue y abrió la puerta de su cuarto. Oyó su cuerpo aterrizar en la cama.

—¿Y bien? —la oyó decir, plantado en medio del salón. Y se sintió tremendamente estúpido por no estar ya allí con ella.

Se dio cuenta de que no había llegado a fantasear con que se acostaba con ella. No esperaba que se acostara con él esa noche, aunque todo pareciera planeado de antemano, como si el mundo hubiera tejido redes alrededor de su cerebro durante años y por fin las dejara caer en esos momentos precisos, como la primera vez que ves tu película favorita y ya retienes en la cabeza los recuerdos de todas las veces que la verás en el futuro.

 

Iba borracho, así que solo recordaba que se quedó dormido oyendo su propio gemido. Pero fueron unos gemidos ajenos los que le despertaron. Fuera todavía estaba oscuro.

La encontró en el cuarto de baño, con la cara colorada. Aunque se veía que había estado llorando, en ese momento solo sostenía la toalla junto a la cara con la mirada inmóvil, sentada en los azulejos del suelo.

Ron encendió la luz y el resplandor amarillento lo cegó.

—¿Qué pasa? —preguntó— ¿Te arrepientes de... esto?

—Lo siento —dijo ella—. Soy un desastre.

—Conmigo no tienes que disculparte nunca de nada —dijo, sentándose a su lado en el suelo frío—. Sea lo que sea.

—No sabes con quién tratas —dijo Lea, y sonrió—. Ya te dije que no soy buena persona. He hecho cosas repugnantes.

A pesar de la resaca, de estar adormilado, Ron era un tipo listo. Adivinó de qué iba la cosa.

—¿A la gente en los controles, te refieres? —preguntó.

Lea asintió.

—A todo el mundo que ha estado ahí le pasa lo mismo. No eres tú. Es el puto ejército. Te jode la vida —dijo él.

—No sabes lo que hice —dijo Lea.

—Sea lo que sea, no cambiará nada. Si me contaras que tuviste que darle una patada en los huevos a un abuelo no me inmutaría —Ron estaba furioso, asqueado, con aquella ciudad, con aquel país, con las circunstancias que habían hecho llorar así a Lea. No era justo. Esa guerra que duraba ya setenta años nunca había sido justa. No se había dado cuenta hasta ese momento.

—¿Qué pasa? —dijo Lea, riéndose—. ¿Estás diciendo que somos una especie de parejita, o qué?

—Sí —dijo Ron—. Somos una parejita. Volvamos a la cama.

Entonces decidió que lo arreglaría. Arreglaría lo que hubiera detrás de la mirada insondable que vio en ella la primera vez. Trabajaría en ello y lo conseguiría. Pragmatismo en estado puro.

 

Iba muy lejos, muy rápido: no podía evitarlo. El primer mes que supo que la sandwichería finalmente había dejado de tener pérdidas, y más aún, que había empezado a dar beneficios cuando todavía no hacía un año de la inauguración, le dijo a Lea:

—En unos años habrá dinero con el que formar una familia.

Era asombroso lo bien que iba. ¿Qué otros establecimientos de comida se habían afianzado tan pronto en Tel Aviv? Su hermano había dicho que por lo menos se pasaría dos años invirtiendo antes de empezar a recoger ganancias.

—Cuidado, tigre —dijo Lea. Limpió el mostrador. Sonrió. Le sonreía a él.

Después de la avalancha del almuerzo, una chica de grado medio con aparatos dentales le estaba dando la lata a Lea.

—El cartel dice que uno puede pedir lo que quiera en el bocadillo, y yo quiero baguette con brownie de marihuana —dijo la chica de grado medio con exigencia.

—Ojalá pudiera prepararlo, pero ni siquiera tenemos permiso para vender bebidas alcohólicas —Lea trataba de razonar con ella.

—Pues es lo que quiero, y punto —contestó la chica. Parecía empeñada en rehuir las miradas amables de Lea, sus esfuerzos por seguirle la corriente.

—Ya, cariño, lo sé, pero tengo las manos atadas.

Antes de salir juntos, de ser una «parejita», como decía ella, Ron se preguntaba de dónde sacaba Lea aquella paciencia sobrenatural con los clientes. Ahora que ya llevaban varios meses juntos lo sabía. Aun así Lea todavía no le había dejado ir a ver su apartamento, ni siquiera había querido compartir un taxi o decirle dónde vivía.

—Sabes cómo son las cosas en esta ciudad —dijo, recurriendo a un cliché cuando Ron sacaba el tema—. Uno solo es su apartamento.

Aun así. Había ido más allá de la Lea que trabajaba en la sandwichería; conocía a otra Lea. Conocía a dos Leas. Tres, de hecho. Estaba la Lea que para ir a bailar se ponía unos vestidos tan cortos que parecían camisas, que lo arrastraba por las calles de la ciudad de un club a otro: el Cat & Dog, el Oman 17, todos los grandes nombres. Esa era la Lea que podía bailar durante horas, la que conocía a la gente de la barra y la que caía bien y a la que coreaban cuando se terminaba la quinta, luego la sexta copa. La Lea que iba a su cama casi cada noche, riéndose a carcajadas, pitorreándose, actuando con la tontería de una cría, y de repente como toda una mujer.

Luego estaba la otra Lea, la que lo despertaba con sus llantos cerca del amanecer, a la que estrechaba entre los brazos cuando intentaba escapar de la cama, la que apenas tenía palabras.

La tercera Lea, la que seguía siendo su favorita, era la Lea de la sandwichería, la empleada estrella. Se comportaba exactamente como el primer día. Era él quien había cambiado. ¿Cómo no iba a ser otro?

—¿Y si te largas de una puta vez? —le gritó Ron a la niñata de grado medio—. No haces gracia. Ni eres precisamente una monada. Con esos hierros en la boca pareces un rottweiler.

—Lo lamentarás —dijo la chica. Se colgó al hombro la mochila de Manga y se alejó de allí.

—No has debido meterte —dijo Lea—. Lo tenía bajo control —se volvió a pelar berenjenas asadas.

Ron intentaba calmarse. La gente de Tel Aviv lo sacaba de quicio. Esta mierda no pasaría en ningún otro sitio, pero en esa ciudad valía cualquier cosa. Uno no podía ni inventarse un señuelo publicitario. Cuando Domino's anunció que entregaban la pizza a domicilio antes de treinta minutos en cualquier parte de la ciudad, o si no corría de su cuenta, el día que cambiaron la hora cientos de personas llamaron y luego dijeron que el repartidor llegaba una hora tarde, exigiendo a gritos la pizza gratis. Ron incluso había empezado a sospechar que la gente de la ciudad robaba cosas cuando Lea y Vera miraban hacia otra parte. Las cosas tendían a desaparecer —cubiertos, tazas—, ese día ni siquiera encontraba el soplete de butano.

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