La gente como nosotros no tiene miedo (30 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Cuando soñaba despierta, como solía ocurrirle en clase de historia, siempre era una profesora de matemáticas quien se la llevaba y la recluía. La mujer siempre parecía un poco distinta: alta, rubia, morena. En la realidad todos sus profesores de matemáticas eran hombres que no la veían. Después de ver
Chicas malas
en el instituto, la imagen de la profesora de matemáticas se fijó. Era siempre Tina Fey, o la profesora de matemáticas que fingía ser en aquella película.
Qué estúpida era entonces,
pensó Yael.
Qué estúpida sigo siendo.

Pero luego siguió pensando. Y abrió los ojos.

—Chicas malas —dijo Yael, todavía estirada.

—No hablemos a menos que tenga sentido. Tengo la voz cansada —dijo Avishag.

—Esto tiene sentido. ¿Os acordáis de que las chicas de esa película siempre dicen lo contrario de lo que piensan? —preguntó Yael. Se incorporó.

—Los norteamericanos siempre dicen lo contrario de lo que piensan. Solo hay que ver las películas que hacen. Todos héroes. Porque en la realidad no los tienen —dijo Lea. Ron les tenía bastante odio a los norteamericanos después de haber hecho algunos negocios con ellos, y Lea lo había adoptado.

—Exacto —dijo Yael—. Habremos de ser un poco norteamericanas. Habremos de ser lo contrario de lo que somos. Eso desmontará a los chicos. Avishag, deja de pedir perdón por todo. No vuelvas a decir «lo siento» ni «gracias». Solo repite una y otra vez, «no merezco esto, soy una buena persona». Y tú, Lea, haz lo contrario. Pide disculpas. Da las gracias. Sonríe —dijo Yael.

—¿No tendrás el síndrome de Estocolmo? —dijo Lea—. Solo es una pregunta —dijo—. Todo esto me parece muy interesante.

—No —dijo Yael, tranquila—. Precisamente intento provocar lo contrario. Que a los chicos les entre el síndrome de Lima. Deben aprender a querernos, un poco.

—Pero si actuamos al revés de como somos, no nos querrán a nosotras —dijo Avishag.

—Y tanto que sí. Querrán lo que somos capaces de ser. Y somos capaces de ser lo que queramos —dijo Yael.

—Ya vuelves a hablar como el canal nacional infantil —dijo Lea.

—Y por eso me quieres —dijo Yael, y miró a Lea.

—Y por eso te quiere —dijo Avishag.

 

* * *

 

Los chicos no aparecieron hasta la tarde. Un poco antes de que llegaran, Yael se echó a llorar.

—A ver, ¿por qué vosotras no me habéis preguntado cómo he de actuar yo a partir de ahora? —preguntó. Sollozaba y se tiraba del pelo. Avishag y Lea no dijeron nada—. No tengo que emitir ningún sonido. Hacer lo contrario de emitir sonidos —dijo Yael.

—Vale —dijo Lea.

—Y entonces ¿por qué lloras tan fuerte? —preguntó Avishag.

—Y quizá pronto me convierta en una canción —dijo Yael. Y gimió todo su conocimiento en los oídos de las otras dos.

El barracón tenía cinco pasos de ancho y siete de largo y un techo por encima de las tres chicas tendidas en los colchones.

 

Los chicos llegaron y los chicos conquistaron y los chicos llegaron y las mujeres fueron lo que no eran. Fue muy difícil.

 

Murió gente después de la guerra: 6.442 civiles y combatientes en Siria el mes siguiente.

 

La cuestión es que la idea de Yael funcionó. Los chicos no volvieron más, después.

Avishag abrió los ojos en mitad de la noche del cuarto día. Y se levantó del colchón. Y abrió la puerta del barracón. Y fue a oscuras hasta la bandera. Y fue a oscuras a la sala de operaciones militares. Primero un paso, luego otro, y otro. Y encontró una linterna. Y funcionaba. Y fue hasta la zona de los chicos. Y alrededor. En un momento creyó ver otra luz y le entró miedo porque ¿quién la oiría?, ¿quién la ayudaría?, pero al final solo era el reflejo de su propia luz en una pegatina fosforescente que había en una pared. Sintió una punzada en el estómago y recordó la decisión del bebé diminuto.

Por alguna razón, los guardias de la unidad de artillería no aparecieron.

Lea no creyó que hubiese funcionado. Al principio pensó que aunque hubiera funcionado daba igual. No cambiaría nada. Ellas tres eran las únicas que lo sabían.

Aquella noche en el barracón, Avishag volvió. Vio con sus propios ojos que los chicos se habían ido, pero al principio no supo qué significaba.

Yael tuvo que convencerlas.

Antes que nada decidió que no volverían a casa aquella misma noche. Que iban a salvar aquella noche juntas. Y luego estuvo dispuesta a contestar preguntas.

Hablaron durante horas en los colchones. Sobre si lo que les había pasado era o no interesante, sobre si importaba o no que hicieran algo. Sobre si a ellas les importaba o no. Cuando todavía estaba oscuro las luces volvieron a encenderse, y siguieron hablando.

—De todos modos nadie más que nosotras sabrá nada de esto —dijo Avishag.

—Sí lo sabrán. Lea lo escribirá. Y al final la gente lo creerá. Porque esto ha pasado de verdad, y nos ha pasado a nosotras —dijo Yael.

 

Al final, sin embargo, no fue Lea quien contó la historia. Nadie sabe quién lo hizo, o si lo hizo, o cómo. La verdad es que la presencia de las mujeres en el barracón iluminado aquella noche era tan poderosa que las paredes contemplaron la idea de la muerte.

—Estoy muy cansada —dijo Yael.

—Avishag, ¿quieres que dejemos las luces encendidas esta noche? —preguntó Lea.

—No —dijo Avishag—. No, Lea. No quiero volver a tener miedo.

Todas las luces se apagaron de pronto.

Siete meses después Lea tuvo el bebé.

Operación Visión Nocturna

 

Cuando tenía dieciocho años, mamá me despertó dándome golpecitos con dos dedos en la mejilla.

—Yael, despierta —dijo.

Cuando mamá tenía dieciocho años, los aviones la llamaban por radio. Pasó tres años esperando las llamadas por radio de los aviones. Cuando llamaban, mi madre daba permiso a los aviones de las fuerzas aéreas para aterrizar. Aterrizaban para repostar. Mi madre estaba en una base de combustible. Era controladora de tráfico aéreo. Esperaban a oír su voz, que empezaba a endurecérsele con los primeros cigarrillos y el empeño por ocultar la juventud. Sin su permiso, los aviones no podían aterrizar. La necesitaban cuando estaban en el cielo, mientras ella en la torre de control se dibujaba con un bolígrafo en el brazo caras y pensaba chistes guarros que les contaría a los chicos de la base al acabar el turno.

Una vez secuestraron un avión israelí que hizo escala en Atenas y, aunque no fue mi madre quien rescató a los rehenes (era una chica), de no haber sido por ella los rehenes no hubieran tenido sándwiches cuando el avión rescatado paró a repostar en el viaje de vuelta. Mi madre decía que no hizo nada importante en el ejército, pero yo creo que sí. Un avión sin combustible puede dar vueltas en el cielo durante un tiempo limitado. Mi madre, teóricamente, podría haber dicho que no alguna vez. Siempre podría haber dicho que no, pero nunca lo hizo; nunca en su vida dijo que no. Podría haber muerto mucha gente por su culpa. Mi madre tenía dieciocho años cuando llegó a aquella playa.

 

Me desperté cuando mamá me dio unos golpecitos con dos dedos en la mejilla.

Yo tenía dieciocho años y dormía en su cama porque me daba miedo el futuro. No había pensado demasiado en el servicio militar, salvo para asegurarme de que tenía la ropa interior adecuada y un reloj nuevo, pero entonces vi una noticia sobre un soldado en un control de carretera al que un terrorista suicida hizo estallar como una sorpresa, y me entró el miedo.

No mucho después de ver la imagen del soldado reventado empecé a chasquear los dedos a todas horas debajo de la mandíbula, para ahuyentar los temores. No era la primera vez, pero hacía años que no me pasaba. Papá estaba cansado de dormir en mi cama. Decía que sus piernas eran demasiado largas, y que no era justo. Mamá decía que era justo porque yo era su hija mayor, y ella me había gestado, y de repente tenía dieciocho años y pronto me iría al ejército. Entonces papá se rindió, porque la quería, a todas horas. Era un problema.

—Oye, Yael —dijo mi madre cuando estábamos en la cama—. Imagina que vas al ejército del aire.

—No quiero ir al ejército del aire —susurré—. Mamá, no quiero ser soldado de ningún ejército. Creo que me están volviendo los miedos.

—Pongamos que quisieras ser controladora aérea.

—Pero si ya sé que voy a estar en infantería. Era lo que decía la carta de reclutamiento. No puedes ser controlador aéreo en infantería. Ahí no hay control aéreo.

Mi madre no me escuchaba. Nunca sabía si creía de verdad lo que decía.

—Pongamos que quieres ser controladora aérea en Sharm el-Sheij. En el Sinaí, pongamos.

—Pero mamá, no puedo ser controladora aérea. Me pondría de los nervios, todo el día sentada, esperando.

—Deberías pedir un puesto de controladora aérea en Sharm el-Sheij. Allí no hay ninguna base militar. Toda aquella zona se la devolvimos a Egipto.

Mi madre me pasó el dedo por el caballete de la nariz, y luego repitió el gesto.

—Sí. Lo devolvimos antes de que tú nacieras —dijo.

Decía cosas que sabía imposibles como si pensara que no lo eran.

 

El día en que la reclutaron, mi madre entró directa en el despacho del oficial de alistamiento y pidió que le dieran un puesto de controladora aérea. El oficial de alistamiento se echó a reír. Porque mi madre era morena y tenía un apellido yemenita y la nariz rota. Creció con la nariz rota, como un desastre o el dibujo de colores de un crío que empieza a andar. Se la rompió de pequeña, al caerse una noche de la camioneta de reparto del lechero.

Aquel día no se daba cuenta de que lo que pedía era imposible. Le había preguntado a su hermana mayor qué debía decirle al oficial de alistamiento para que le diera el destino que quería, y su hermana se había echado a reír, porque sabía que el oficial no le haría caso. La hermana mayor se había quedado con ganas de reírse aún más. No era precisamente de las que se reían. Trabajaba de secretaria en el ejército. Así que le había aconsejado a mi madre que pidiera un puesto de controladora aérea.

En aquellos tiempos las bases del ejército del aire eran el no va más y se decía que tenían teatros y boleras dentro del recinto. Sitios que mi madre no había visto en la vida. A las fuerzas aéreas iban las hijas de los políticos y los militares. Las controladoras aéreas eran las hijas de los pilotos de combate que más tarde se convertían en políticos. El padre de mi madre compraba un boleto de lotería cada semana y le prometía a mi abuela que haría de ella una reina, pero entretanto trabajó cuarenta años como mensajero de la única compañía de autobuses de Israel. No era más que un hombre que aparecía cuando se le esperaba y tenía las aspiraciones que cabía esperar. Murió el año que yo nací, después de enterarse por el periódico de que había perdido todos sus ahorros en la bolsa. No sé si lo hizo él mismo o tuvo un ataque al corazón; en cualquier caso murió como era de esperar.

La reacción del oficial de alistamiento ante la petición de mi madre fue completamente inesperada. Rió una vez. Rió dos. Ella le preguntó por qué se reía y él volvió a reírse.

—¿Quieres ser controladora aérea? —preguntó.

—Sí —dijo mi madre. Por lo visto no tenía muchas luces—. Eso es lo que quiero.

He oído demasiadas versiones del rumbo que tomó la conversación a partir de ahí, y no me apetece contar ninguna. A veces, cuando cuentas una historia que has oído toda la vida, recuerdas todas las veces que la has oído y piensas que quizá no sea muy real, y acabas pensando que quizá tú tampoco seas del todo real. Quizá seas hija de otra mujer. Lo importante es que mamá acabó siendo controladora aérea. Nadie se lo creía, aparte de ella. En la base del ejército del aire donde la destinaron no había teatro, ni bolera, ni piscina. Estaba en una playa. A mi madre le pareció la playa más bonita del mundo. No solo de Israel, dijo. Del mundo. Una vez vimos en una revista la fotografía de una playa desierta en Zanzíbar. Mi madre dijo que la playa del Sinaí donde hizo el servicio militar era así, pero más. Quise saber a qué se refería con más, pero solo me dijo que era más de todo.

Al subir en el autobús desde la base de alistamiento al aeropuerto de Tel Aviv, resultó que el chófer la conocía. Conocía a su padre. Era el precio de que tu padre trabajara para la compañía de autobuses. No podías ir a ninguna parte sin la ayuda de quienes conocían al hombre que te había criado. Nunca podías hacerte pasar por una turista. Pertenecías al país y a sus carreteras.

El chófer le preguntó qué tal estaba su padre y dónde la habían destinado a ella. Se lo preguntó, pero inmediatamente empezó a insultar a una pasajera que le dijo que arrancara de una puta vez. La pasajera también era soldado, pero parecía que llevara mucho más tiempo de servicio que mamá. El uniforme le quedaba a medida.

Mamá no quiso ser maleducada. Se sentó detrás del chófer, mientras el hombre amenazaba a la chica con hacerla bajar del autobús si volvía a insultarlo una sola vez más. Mamá estaba contenta, tan contenta, de poder enseñar el carné militar para subir al autobús, en lugar del carné que había usado toda la vida. El carné naranja donde decía que era hija de un empleado de la empresa. Mamá solo pagó una vez en toda su vida para viajar en autobús, y fue el día en que empecé el servicio militar y no quiso acompañarme en coche por miedo a volver sola conduciendo. Cuando su padre se jubiló, mi madre ya estaba casada con un hombre con coche de empresa, así que nunca más necesitó ir en autobús, gracias al coche de empresa. No un coche de empresa de la compañía de autobuses, sino de una empresa que fabricaba componentes para las máquinas con las que se hacen los aviones.

Pensó que el chófer se había olvidado de ella, pero en cuanto el autobús arrancó oyó sus risas de cascarrabias. Hasta ese momento, las únicas bromas que mamá les había oído decir a los hombres y los chicos eran bromas de cascarrabias. El tendero del mercado soltaba su risa de cascarrabias cuando le compraba su mejor pescado para la cena del sábat. «¡Ay, puñetera! Te llevas mi mejor pescado, ¿qué van a decir los demás clientes? Qué rabia me da... ja, ja, ja.» El lechero que tenía la furgoneta de la que mi madre se cayó y se partió la nariz: «¡Ay, puñetera! ¿Se puede saber qué hacías aquí subida? Ahora siempre que te pregunten cómo te has roto la nariz, les dirás que te caíste de mi camioneta y pensarán que soy un mal conductor. Mira tú qué rabia...» Mi madre tenía cuatro hermanas, ningún hermano, e iba a un colegio religioso de chicas. No porque fuera religiosa, sino porque su hermana no había querido volver a la escuela pública después de que un chico le gastara una broma cascarrabias y luego le escupiera en el pelo. Así que a partir de ahí mandaron a todas las hermanas a un colegio religioso, porque la hermana mayor siempre es la más fuerte. El padre de mamá no hacía bromas, ni siquiera bromas de cascarrabias, porque toda la vida fue un cascarrabias de verdad.

—¿Y qué? Ahora que eres soldado ¿ya no te dignas a contestar las preguntas de tu tío? —preguntó el chófer. Se reía, pero era risa de cascarrabias. No era su tío, pero se hacía llamar así porque conocía a su padre—. ¿Qué tal tu papá? ¿Dónde te han destinado?

Mi madre notaba que el cuello del uniforme caqui le rozaba la piel bajo la mandíbula. Deseaba más que ninguna otra cosa que dejara de rozarle, pero aunque procuraba alisar la tela, no había manera.

—Papá está contento. Soy controladora aérea en Sharm el-Sheij —dijo. En voz alta sonó muy correcto. Eso era lo que era. Allí era a donde iba. Necesitaba coger el autobús para ir hasta allí. La empresa de autobuses estaba a su servicio. Y el chófer también.

Al oírla el chófer se enfadó de verdad. Por el aplomo con que le contestó. O eso pensó ella, porque dejó de reírse y pareció que ya no hablara en broma, que solo quedara la rabia.

—Dile a tu padre que si sigue bebiendo y faltando al trabajo no podremos seguir encubriéndolo, ¿me oyes? —le dijo el chófer a mamá.

Lo había oído. Pensó que debía de tener la barbilla enrojecida, pero no se la tocó.

—Mira que en una casa llena de mujeres no podáis ocuparos de un hombre tan lento como tu padre —dijo el conductor.

Mamá apoyó la cabeza en la ventanilla. Una señora con una papada que le multiplicaba la barbilla miraba al frente, y estiraba tanto el cuello que parecía que fuera ella quien conducía el autobús. Mamá miró fijamente a la señora, como si creyera que por mirarla con la suficiente intensidad nunca acabaría como ella.

Mamá no había ido nunca en avión, y tenía tantas ganas de ver desde arriba las calles de Tel Aviv y las playas llenas de gente y los hoteles, cada vez más pequeños, que creyó que se pasaría todo el vuelo mirando por la ventanilla, pero se quedó dormida. Soñó con su padre. La perseguía, igual que en la vida real cuando ella le hizo un corte tan profundo a su hermana mayor con una cuchilla que no hubo más remedio que llevarla al médico, porque no paraba de empapar las gasas con las que intentaban frenar la sangre. De pequeñas, mamá y sus hermanas a menudo se cortaban unas a otras. Era porque no tenían sacapuntas y usaban cuchillas oxidadas para afilar los lápices de la escuela. Se ponían al lado del cubo de la basura y los afilaban, y se peleaban por las mismas cosas que se pelean todas las hermanas. Porque sentían tan cerca las caras y los olores de las otras, se parecían tanto a los suyos, que se les hacían insoportables. La única diferencia es que cuando se peleaban tenían cuchillas en la mano.

En el sueño su padre la persiguió igual que en la vida real, y estaba borracho, igual que en la vida real. La diferencia era que en el sueño era lento. No dejaba de perseguirla y, aunque ella no quería que la alcanzara, tampoco quería ser una de las cinco mujeres que no podía ocuparse de un hombre lento, así que también ella corría más despacio.

Se despertó cuando las ruedas del avión tocaron el asfalto y le sacudieron la cabeza hacia un lado. Por la ventanilla vio extensiones de arena que parecían intactas y a la vez nítidas, y un mar tan en calma que pensó que había dejado de moverse solo para ella.

 

Mamá llamaba
sulas
a mis problemas más crónicos. En el transcurso de aquellos tres años en la playa, una vez mamá llevó a cabo un acto de compasión tan grande que se convirtió en una costumbre, y fue capaz de vivir el resto de su vida sin desear nunca nada para ella misma. Yo podía contarle problemas para los que ni siquiera había palabras, problemas que jamás podría contarles a mis amigas, ni siquiera a Emuna o Avishag, y ella les ponía palabras para encontrarles una solución. Fue ella la que advirtió mi primera
sula
. Ni siquiera tuve que contarle nada. Fue ella la que me explicó el problema a mí. Me explicó que una
sula
era una mala costumbre, como tocar madera o morderse las uñas. Que era un tipo de costumbre que solo uno mismo conocía y esperaba superar guardándosela dentro, aunque tampoco podía expresarse con palabras a los demás. Su explicación sonó perfecta. Mi madre dijo que era lo peor del mundo.

Había que darse cuenta de que una
sula
era un problema serio. Un problema sin el que no recuerdas haber vivido y sin el que no te imaginas viviendo. Casi como estar embarazada cuando no quieres el bebé o contagiarte de una enfermedad mortal, pero peor, porque nadie sabía nada y porque lo sufrías a cada momento.

Mi primera
sula
tuvo que ver con el cuello. O más bien con la zona inferior de la mandíbula. Cuando tenía cinco años, un día puse una mueca divertida y me dio un tirón en el cuello. A partir de entonces empecé a pensar que lo hacía a todas horas, sin querer, y me miraba en el espejo preocupada por que con tantas muecas me saliera papada. Tenía diez años y me preocupaba que se me viera la cara más gorda, porque había oído decir a mamá que una vez se gana peso da igual que lo pierdas; seguirás teniendo la cara gorda hasta el día que te mueras. La cosa fue a más. No sé por qué, empecé a creer que si chasqueaba los dedos debajo de la barbilla tres veces, notando el chasquido en la piel, anularía el efecto de las muecas. Era algo sin ningún fundamento, pero estaba tan convencida que no podía parar. Chasqueaba los dedos hasta que me dolían y ni podía agarrar un lápiz. En la escuela engullía los sándwiches de mayonesa-mostaza-tomate para tener las manos libres cuanto antes y volver a chasquear los dedos. Fue el día que mamá quiso hacerme una fotografía, en la víspera de la primera nevada, cuando se percató y gritó:

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