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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (3 page)

BOOK: La gesta del marrano
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Este conflicto tuvo repercusión en el vínculo de los hombres con las fuerzas sobrenaturales. En efecto, la ciudad había sido fundada bajo la protección del arcángel Miguel y su espada. Pero estaba visto que el arcángel no enfrentó a los calchaquíes. Su negligencia produjo mucha decepción. Los sacerdotes y el pueblo decidieron conseguirse otro amparo más confiable. Un cura soñó con los santos Judas y Simón. El mensaje era claro: fueron Judas y Simón quienes intervinieron realmente para salvar a Ibatín. Habría que designarlos patronos, entonces, en lugar del ineficiente Miguel. Pero, ¿cómo desplazar al arcángel sin que se ofendiera? El mismo cura propuso la solución: designar a Simón y Judas vicepatronos. La ocurrencia obtuvo una aprobación jubilosa y en pocas semanas se erigió la ermita de los dos nuevos protectores. Se la construyó primorosamente en el acceso norte, por donde ingresaban los viajeros del Perú, así se enteraban en seguida de su presencia. Por allí solían pasar Francisco, su hermano Diego y su amigo Lucas cuando iban de pesca.

Una empalizada de troncos rodeaba al pueblo. Cada vecino estaba obligado a tener armas en su vivienda y por lo menos un caballo. Se vivía en pie de guerra. Los guardianes circulaban permanentemente por la ancha ronda de extramuros. También don Diego lo hacía cada dos o tres meses. Pero como era el único médico, las autoridades preferían que no participara tanto de las rondas y estuviese disponible para su tarea específica. A Francisco le enorgullecía ver a su padre alistarse como soldado. Lo miraba revisar el arcabuz, contar las municiones y ponerse el morrión sobre la cobriza cabellera.

La plaza mayor de Ibatín estaba flanqueada por las calles reales que empalmaban con los caminos a Chile y Perú (en el Norte) y las planicies pampeanas (en el Sur). El bullicio no cesaba: al tránsito de carretas se sumaban las tropillas de mulas, el mugido de los bueyes, los relinchos de los caballos y el regateo apasionado de los comerciantes. En el centro de ese movimiento de hombres, bestias y vehículos se erguía la picota: la llamaban «árbol de la justicia». Era el rústico eje de la ciudad: testimonio de su fundación y vigía de su crecimiento. Con su sólida fijación a la tierra —«en el nombre del Rey»—legitimaba la presencia y la acción de los colonos. En la picota se azotaba y ejecutaba. Los reos llegaban a su severa instancia con la soga al cuello, escoltados por guardias. El pregonero informaba sobre su delito; el verdugo procedía a colgado con eficiencia; la picota lo exhibía con orgullo macabro; los vecinos miraban morbosamente el cuerpo que pendía de la cuerda y se balanceaba ligeramente como si transmitiese saludos del infierno. A veces era necesario retirar el cadáver antes de que cumpliese su didáctica función de escarmiento porque se celebraba una fiesta. Fiesta por el nacimiento de un príncipe, la coronación de un nuevo rey o la designación de otras autoridades. Era imprescindible que los domingos y días de guardar, así como la celebración de los santos favoritos, nunca se contaminasen con una ejecución. No porque la ejecución en sí careciera de elementos festivos, sino porque
Eclessia abhorret a sanguini
y atañe al buen cristiano dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

La plaza era, pues, un espectáculo perpetuo. Si no colgaba un ahorcado —al que rápidamente visitaban las moscas—, había jolgorio secular. Si no se realizaba una corrida de toros, circulaba una procesión (contra la próxima creciente del río, contra una epidemia, por falta de lluvia, por exceso de lluvia, contra la renovada amenaza de los calchaquíes o en acción de gracias por la buena cosecha). Durante las procesiones desfilaban las cuatro órdenes religiosas principales con sus distintivos: dominicos, mercedarios, franciscanos y jesuitas. El energúmeno de fray Antonio Luque solía dirigir las letanías e imprecaciones porque su voz era estentórea y porque así recordaba a los ocultos herejes su temible poder de familiar. Marchaba al frente de la imagen mirando el polvo del camino porque «polvo fuimos y polvo seremos» y de cuando en cuando clavaba sus pupilas con acierto intuitivo en quien olvidaba la gravedad del momento. Después se realizaba una carrera de caballos y una de sortijas; incluso elementales representaciones teatrales sobre temas sagrados y concursos de poesía en los que una vez participó Diego Núñez da Silva. Al oscurecer se encendían los fuegos artificiales. Diego se quemó una mano por querer ayudar; quedó una cicatriz en la palma.

Esta ceñida descripción sería incompleta si no recordáramos que a un costado de la plaza se erigía el Cabildo —la autoridad secular—, compuesto por varias habitaciones que rodeaban al infaltable patio. Sus muros enjabelgados relucían como la nieve de las altas cumbres. En el centro del patio instalaron un aljibe con hermoso brocal de azulejos. Enfrentando al Cabildo se elevaba la Iglesia Mayor —la autoridad eclesial—. Ahí estaban, pues, los dos poderes que se disputaban el dominio de Ibatín, la Gobernación del Tucumán y el continente entero. De un lado el poder terrenal, del otro el poder celestial. Y así como el primero se extendía hasta la implacable picota, el segundo se extendía hacia otras iglesias y conventos. En la picota mandaba el César (incluso los condenados por la religión debían ser entregados al brazo seglar) y en los templos mandaba Dios. Pero ambos se extralimitaban siempre porque Dios está en todas partes y el César no se resigna a ser menos que Dios.

Por las calles vecinas a la plaza se edificaron las otras iglesias con sus respectivos conventos. Los franciscanos, con rubor, levantaron una iglesia más alta que la de los mercedarios y le anexaron una hermosa capilla. Se expusieron a las críticas y a la culpa por el mucho dinero invertido. Los jesuitas, en cambio, no se intimidaron por las eventuales críticas: construyeron una nave con crucero de cuarenta metros de largo, atrio amplio, paredes de ladrillo y almohadillado exterior; embaldosaron el piso con cerámica, revistieron las paredes con yeso y cubrieron el techo con tejas; instalaron un altar grandioso y dotaron al templo de un púlpito admirablemente decorado. Los jesuitas asumían frontalmente la belicosidad de su Compañía.

Corre la tranca de hierro. Apenas entreabre la puerta, varias manos empujan desde el exterior. Suponen que Francisco, asustado, volvería a cerrar. Pero Francisco no se mueve. Los soldados tienen que frenar su ímpetu: ante ellos, en la penumbra, se yergue un hombre macizo al que la lámpara pincela de oro y añil. Miran perplejos. Casi olvidan lo que tenían que decir.

Uno de los esbirros le acerca la lámpara a los ojos y pregunta
:

—¿Es usted Francisco Maldonado da Silva?

—Sí.

—Yo soy Juan Minaya, teniente receptor del Santo Oficio —le adhiere la lámpara a la nariz, como si deseara quemarlo—. Identifíquese.

Francisco, casi enceguecido, se anima a preguntar
:

—¿No acaba de nombrarme?

—¡Identifíquese! —gruñe con despecho burocrático.

—Soy Francisco Maldonado da Silva.

El teniente baja parsimoniosamente la lámpara, que ilumina desde abajo trozos flotantes de los rostros espectrales.

—Queda arrestado en nombre del Santo Oficio —sentencia.

Los otros hombres le aferran los brazos con rudeza. Se apropian de su cuerpo.

5

Isidro Miranda solía llevar al pequeño Francisco hasta la ermita de los vicepatronos Simón y Judas. Era un paseo agradable para ambos: el anciano se divertía con las ocurrencias del pequeño y éste le sacaba información al religioso. A salvo de la solemnidad que le imponían los semejantes, el niño era como un nieto que le permitía jugar de abuelo transgresor. Mientras recorrían las calles de casas toscas —que contrastaban su piel de adobe con el verde de los cedros— Francisco le hacía reiteradas preguntas sobre los otros sitios donde había vivido antes de radicarse en Ibatín, especialmente la vecina Santiago del Estero. Allí pasó años junto al desopilante Francisco de Vitoria, que había sido el primer obispo de la Gobernación. Vitoria fue un hombre excepcional que interrumpió abruptamente su gestión pastoral cuando más lo necesitaban.

—Lo persiguieron sus propios pecados o la envidia de los otros —fray Isidro no lograba ponerse de acuerdo: unas veces acentuaba lo primero y otras lo segundo—. Pero insistía— Francisco de Vitoria dejó un recuerdo imborrable. Eso sí: imborrable.

—Me hubiera gustado conocerlo —decía Francisquito.

—Sí —coincidió el fraile—. Y te habría causado una fuerte impresión.

—¿Le gustaban los niños?

—A veces.

—¿Cómo a veces?

—Cuando le divertían. Fíjate. Uno de sus hijos, que le dio una negra angoleña, era extremadamente tímido.

—¿Hijo suyo y de una negra angoleña? —se extrañó el pequeño.

Isidro no hizo caso de la interferencia y continuó:

—Le enfurecía que fuese tímido. Tanto insistió para que el mulatito fuera más travieso, que festejó la rotura de la imagen de un santo. Lo alzó, besó y bailó con él en torno a los sagrados añicos. Después le aplicó una penitencia. El mulatito lloró confundido: ¿hizo bien?, ¿hizo mal?

—Y usted, ¿qué opina?

—Aguarda. Francisco de Vitoria organizó una procesión para desagraviar al santo, como correspondía, y preguntó al mulatito si estaba arrepentido. El niño no sabía que contestarle y dijo con mucha gracia que aún le dolía la paliza. ¿No estás arrepentido?, insistió su padre. Me duele, repetía. ¡Contesta lo que pregunto! Me duele. Y así otra vez. El obispo interpretó esta evasiva como una saludable rebelión.

—¿Saludable rebelión?

—«Saludable»... —dudó el fraile—. Sí, dije saludable rebelión. Un absurdo, claro. Pero Francisco de Vitoria era absurdo. En definitiva: celebraba la rebelión. Raro, ¿no?

—¿Puede un obispo tener hijos?

El fraile carraspeó y desvió la cabeza.

—¿Usted tiene hijos?

Aferró con sus manos la cruz que le colgaba sobre el pecho.

—Los sacerdotes hacemos voto de castidad y practicamos el celibato.

—¿Qué es el celibato?

—No contraer matrimonio.

—Pero se puede tener hijos.

—Se puede, pero no se debe.

—El obispo Francisco de Vitoria...

—Lo juzgará Dios.

Hacia el Norte se extendía la cadena montañosa tapizada por jungla. En lo alto brillaban las cumbres nevadas. A medida que se aproximaban al cerco de Ibatín crecía el número de carretas y animales. Ingresaron en una explanada donde confluían policromía y estruendo. Allí se renovaban cabalgaduras y bueyes, se vendían tropillas de mulas, se amontonaban los fardos olorosos, los esclavos cargaban bultos. Era el sitio donde rápidamente se encontraba al talabartero que arreglaba una montura y a los carpinteros que reponían el eje de la carreta.

—¿El obispo de Vitoria era bueno con los rebeldes, entonces? —a Francisco le quedó rondando el asombro.

—Sólo con los niños rebeldes.

—¿Por qué?

—No lo amenazaban. Era celoso de su poder, de su fuerza. A los adultos que osaban insubordinarse los aplastaba sin misericordia, con mano pesada. Fíjate que llegó a excomulgar al gobernador.

—¿Al gobernador?

—Exactamente. ¡Y no una, sino cuatro veces!

—¿Excomulgó cuatro veces al gobernador?

—Tal como lo oyes: cuatro.

—¡Pobre! Andará pensando en el infierno.

Junto a la empalizada y cerca del pórtico se destacaba la lactescente ermita de los vicepatronos. La construyeron en ese sitio por razones prácticas: así podían controlar mejor las amenazas del tío, de la selva y de los impenitentes calchaquíes. Entraron en la acogedora penumbra. San Judas y San Simón fueron esculpidos en imágenes impresionantes. Los limbos de plata resaltaban sobre sus retintos cabellos. Vestían hábitos verdes, como correspondía al color dominante de Ibatín, y los envolvía una túnica morada sobre la que refulgían estrellas de oro.

Se arrodillaron sobre la alfombra de lana y rezaron.

Al salir, Fray Isidro repetía siempre:

—Nunca vayas a confundir San Judas Tadeo con Judas Iscariote.

Apoyándose en los refuerzos de la empalizada se extendía un ancho mesón cuyas paredes estaban cubiertas por cáscaras de pintura roja. Allí se hospedaban los viajeros. El gobernador del Tucumán había ordenado con sensatez que toda ciudad del territorio debía contar con un mesón por lo menos, «para remediar el daño de que todas las casas lo sean».

A unos treinta pasos funcionaba la pulpería cuyo techo de cañas y paja era sombreado por un algarrobo. El fraile tironeó la mano de Francisquito para alejado de esa tentación. Era un edificio muy concurrido y alegre. La primera vez que el niño se interesó por el lugar, el fraile dijo que era una «porquería», que «pulpería» significaba eso: «porquería».

—Pero ahí no se crían puercos.

—Algo peor.

—¿Qué?

—Pecadores.

—¿Por qué? ¿Qué hacen?

—Pecan.

—¿Qué pecados?

—Se emborrachan. Y juegan por dinero, por tierras, por mulas, por ropa. Es un antro de Satanás. Los naipes, los dados y la perinola los enloquecen. Algunos salen desesperados porque se han empobrecido y otros desesperados porque se han enriquecido. Habría que voltearla.

—¿Por qué no la voltean?

Fray Isidro elevaba sus protuberantes ojos al cielo para transferirle la pregunta.

—¿Por qué? —insistía el pequeño.

El fraile, impotente, hizo otra transferencia más próxima: habría que preguntarle a fray Antonio Luque. Es juez de la Santa Cruzada, que vela por las buenas costumbres. Y es familiar de la Inquisición. Tiene suficiente autoridad para exigir a los jugadores que empeñen su palabra de que no volverán a pecar y también castigarlos si violasen el juramento.

— ¡Pero no lo hace!

—No.

El pequeño meneó la cabeza. Al rato insistía:

—¿Hay pulperías en Santiago del Estero?

—Hay.

—¿Ya había cuando estaba el obispo Francisco de Vitoria?

—Sí, había. Se instalaron antes de que él llegase.

—¿No las destruyó con su mano pesada?

—No.

—¿Por qué?

—¡Por qué!, ¡por qué! No tengo todas las respuestas.

A Francisquito le gustaba irritarlo: el achicharrado fraile se tornaba más joven.

—Sé por qué —murmuró al rato con una mueca; pero tardó en decirlo.

—¿Por qué?

—Les sacaba dinero. El obispo les sacaba mucho dinero como multa por sus vicios. La pulpería se convirtió en una importante fuente de recursos para su obra pastoral. Eso me dijo una vez. Es un secreto.

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