Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
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Carcelero, encargado de las prisiones del Santo Oficio.
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El Santo Oficio de la Inquisición.
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Los cuatro calificadores que escogió el Tribunal eran joyas del Virreinato. El jesuita Andrés Hernández fue autor de un
Tratado de Teología
en cuatro volúmenes. Andrés de Bilbao «fue uno de los mayores hombres que en su tiempo gozó el Perú», aseguraba el cronista de la orden dominicana. El doctor Pedro Ortega fue rector de la Universidad y autor del
Teatro histórico de la Iglesia de Arequipa
. Alonso Briceño ganó la cátedra de filosofía y enseñó con tanto brillo que se lo llamaba «el segundo Escoto»; años más tarde fue despachado a Roma con plenos poderes para gestionar la canonización de San Francisco Solano.
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La enemistad de Andrés Juan Gaitán y Juan Mañozca se remontaba al principio de su encuentro, cuando Mañozca había llegado como visitador e informó que en el Perú «todo estaba muy mal». Gaitán, que era el inquisidor más antiguo, se negó a recibir a Mañozca y también a ofrecerle alojamiento. Tanta era su tirria que criticó al virrey y otras personalidades por acoger al visitador y su séquito. Mañozca denunció a Gaitán ante la Suprema de Sevilla. La Suprema nombró a Antonio Castro del Castillo y, a partir de entonces, se estableció cierto balance entre los tres jueces. Pero las brasas de antiguas heridas continuaban ardiendo.
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El Tribunal le concedió una enésima, décima y undécima disputa ante la perspectiva de que por fin iba a ceder. Ocurrieron con mucha distancia entre sí, porque los jueces sentían un indisimulable fastidio al escucharlo. Según la documentación enviada a la Suprema de Sevilla, las disputas tuvieron lugar el 17 de diciembre de 1631, el 14 de octubre de 1632 y 21 de enero de 1633.
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Los consultores eran ministros no asalariados del Santo Oficio de reconocida ilustración. Intervenían en las causas de fe y estaban autorizados a votar por la detención de una persona, someterlo o no a las torturas y también condenarlo en la sentencia definitiva. Podían ser requeridos por el Tribunal cuando no había acuerdo entre los inquisidores mismos y para ayudar en los conflictos de jurisdicción del Santo Oficio con el poder civil o eclesiástico.
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El alcaide Bartolomé de Pradeda logró convencer al Tribunal y, en recompensa a su buen comportamiento anterior a las recientes faltas, se le dio licencia para convalecer en su hacienda. De esta forma no «causará mayor daño», registra el informe. Ocupó el puesto vacante su ayudante Diego de Vargas.
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A la sinagoga de los hermanos judíos que están en Roma.
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En la relación del año 1639 que los tres inquisidores elevaron a la Suprema informaron textualmente: «…habiendo pasado el reo una larga enfermedad, de que estuvo en lo último de su vida, por un ayuno que hizo de ochenta días, en los cuales pasando muchos sin comer, cuando lo hacía eran unas mazamorras de harina y agua, con que se debilitó de manera que no se podía rodar en la cama, quedándole sólo los huesos y el pellejo, y éste muy llagado.»
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El conde de Chinchón, virrey del Perú, escribió al soberano por correo aparte el 13 de mayo de 1636. Informaba que brindó asistencia al Santo Oficio para arrestar muchos portugueses, recomendaba que el Consejo de Indias y la Suprema agradecieran el recelo del Tribunal limeño, y pedía mayor vigilancia en el pasaje de portugueses a América. Pero enfatizaba que los inquisidores debían restituir al fisco real una alta suma por la voraz apropiación de bienes que estaban efectuando. Era éste el nudo del conflicto y el monarca no echaría en saco roto semejante veta.
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Dice el informe: «Después de lo susodicho (el ayuno), fue juntando el reo mucha cantidad de hojas de choclo s de maíz que pedía le diesen de ración en lugar de pan, y de ellas hizo una soga, con la cual salió por la ventana que estaba cerca del techo de su cárcel; y fue a las cárceles circunvecinas que están dentro de la primera muralla, y entró en ellas y a los que estaban presos les persuadió a que siguiesen su ley; y habiéndose entendido, se recibió información sobre el caso, y lo declararon cuatro testigos presos, que estaban dos en cada cárcel. Se tuvo con el reo audiencia y lo confesó todo de plano, y que el celo de su ley le había movido a ello.»
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El arzobispo Arias de Ugarte protegió a su capellán hasta la muerte, tras lo cual Diego López de Lisboa —en 1644— escribió la emotiva biografía de su valiente benefactor.
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En una carta del 18 de mayo de 1639 dice: «Con la ocasión de las haciendas que se han embargado por la Inquisición, ha quedado tan enflaquecido el comercio que apenas pueden llevarse las cargas ordinarias.»
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En su informe, los inquisidores aseguran que los negros «eran ladinos en favor de los portugueses. Como los traían de Guinea, sabían sus lenguas y esto ayudó mucho para sus comunicaciones internas, como el uso del limón y el abecedario de golpes, cosa notable: la primera letra era un golpe, la segunda dos, la tercera tres. Con estas cifras y caracteres se entendían: claro indicio de su complicidad».
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«…y en las manos cruces verdes, menos el licenciado Silva —reza el informe oficial—, que no la quiso llevar por ir rebelde: todos los demás llevaban velas verdes.»
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«... su cuñado Sebastián Duarte que, yendo a la gradilla a oír su sentencia, al pasar muy cerca de aquél (Manuel Bautista Pérez), enternecidos se besaron al modo judío, sin que sus guardias los pudiesen estorbar.»