La guerra de Hart (31 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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Tommy cayó sobre la fría tierra y sintió que Scott le arrastraba hacia una pequeña hendedura junto al barracón. Se deslizó hacia atrás, como un cangrejo.

—Agache la cabeza —murmuró Scott en tono apremiante.

En el preciso momento en que Tommy sepultó la cara en la tierra, el reflector pasó sobre el edificio junto al que se habían refugiado. Tommy cerró los ojos con fuerza, esperando oír los silbatos y gritos de los gorilas de la torre de vigilancia que manejaban el reflector. Durante unos instantes creyó percibir el sonido inconfundible de un guardia cargando su ametralladora. Pero se hizo el silencio.

Alzó la cabeza con cautela, sintiendo en sus labios el sabor acre de la tierra. Vio que el haz de luz se había alejado, posándose sobre el tejado de un edificio próximo, explorando la distancia, como si persiguiera a una nueva presa. Tommy emitió un sonoro suspiro. Luego oyó a Scott junto a él, hablando con suavidad y con voz decididamente risueña:

—¡Joder, nos hemos escapado por los pelos!

Tommy se volvió con rapidez y vislumbró la silueta del aviador negro agazapado en el suelo junto a él.

—Hay que moverse con más rapidez cuando un problema se te echa encima —musitó Scott—.

Menos mal que no voló en un caza, Hart. Siga con los sólidos y seguros bombarderos. En un bombardero no es preciso reaccionar con tanta rapidez. Le aconsejo que cuando regrese a Estados Unidos se dedique a deportes que no entrañen un contacto personal. No le conviene ni el rugby ni el boxeo, prefiera el golf o la pesca. O más bien, lea, lea mucho.

Tommy arrugó el ceño, sintiendo de pronto un intenso afán competitivo. En la escuela había sido un excelente jugador de tenis. Puesto que se había criado en Vermont, había logrado ser un experto esquiador. Quería hacer un comentario sobre la capacidad de detenerse en el borde de una colina coronada de nieve, azotado por un gélido vendaval que te traspasa la ropa de lana, contemplando una abrupta pendiente, y luego la sensación de abandono que te impulsa a lanzarte por ella. Pensó que eso requería otro tipo de temeridad y valor. Pero sabía que no era lo mismo que subirse a un ring y enfrentarse a otro hombre empeñado en machacarte, como había hecho Lincoln Scott. No estaba seguro de poder hacerlo, era demasiado primitivo para él.

De pronto pensó que había muchas preguntas sobre sí mismo que precisaban una respuesta y que él se había resistido a formularlas.

—¿Está bien, Hart? —preguntó Scott de sopetón.

—Sí, muy bien —contestó Tommy, apartando dichas preguntas de su imaginación—. Un poco asustado. Nada más.

Scott dudó unos segundos, mirándole con aire divertido.

—De acuerdo, abogado. Muéstreme el camino. En apretada formación. Ala con ala.

Tommy se puso en pie, tratando de recobrar la compostura. Aspiró una profunda bocanada del aire nocturno, como si inhalara vapores negros, y reparó en que hacía casi dos años que no había salido del barracón por la noche. Un campo de prisioneros de guerra se regía por una rutina muy sencilla: luces apagadas al anochecer, acostarse, dormir, ahuyentar las pesadillas y los terrores del sueño, despertarse al alba, levantarse, presentarse para el recuento, y así sucesivamente.

En los meses que Tommy llevaba en el Stalag Luft 13, se habían registrado una docena de bombardeos nocturnos lo bastante próximos al campo para que sonaran las sirenas, pero los alemanes no habían procurado a los hombres refugios antiaéreos en el recinto del campo, ni les habían permitido construirlos, de forma que los prisioneros no podían abandonar los barracones durante la noche para protegerse de las bombas que arrojaban sus compatriotas. Por el contrario, al sonar la primera alarma, los alemanes enviaban a los hurones a la carrera a través del campo para que cerraran a cal y canto las puertas de cada barracón. Temían que los
kriegies
utilizaran la confusión provocada por los ataques aéreos para escapar, cosa en laque probablemente acertaban.

Algunos prisioneros estaban dispuestos a arriesgarlo todo en un momento dado con tal de huir. La esperanza de fugarse constituía un potente narcótico. Los hombres adictos eran capaces de aprovecharse de cualquier ventaja a su alcance, incluso a sabiendas de que nadie había logrado jamás escapar del Stalag Luft 13. Los alemanes lo sabían, y cuando sonaban las sirenas cerraban las puertas con llave. De modo que los aviadores aguardaban dentro de sus barracones a que concluyera el ataque, aterrorizados y en silencio, escuchando el intenso fragor de las bombas, sabiendo que cualquier bomba en los arsenales que ellos mismos habían transportado a través del aire podía atravesar las toscas casuchas de madera en las que se alojaban, matándolos a todos.

Tommy ignoraba por qué los alemanes no les encerraban con llave en los barracones fueran cuales fuesen las circunstancias. Quizá no lo hacían porque habrían tenido que cerrar también todas las ventanas, lo cual les hubiera llevado varias horas. Por lo demás, los
kriegies
habrían podido construir unas puertas falsas y unas trampas por las que huir amparados por la oscuridad de la noche. El caso es que durante un ataque aéreo las puertas quedaban cerradas y las ventanas abiertas, lo cual no tenía ningún sentido. Tommy suponía que si empezaban a caer bombas en el campo era imposible predecir lo que habrían hecho los
kriegies
, por lo que el hecho de cerrar las puertas le parecía inútil. No obstante, los alemanes persistían en cerrarlas y en no dar explicaciones. Tommy dedujo que se limitaban a obedecer una rígida norma de la Luftwaffe, sin entrar a desentrañar su sentido.

Sus ojos se adaptaron poco a poco a la noche. Las formas y distancias que de día le resultaban familiares asumieron perezosamente forma y sustancia. Un negro silencio le envolvió, sólo interrumpido por la respiración acompasada de Scott.

—Sigamos adelante —murmuró el aviador de Tuskegee con tono quedo pero conminatorio.

Tommy asintió con la cabeza, no sin antes echar una prolongada ojeada al cielo. La luna, casi llena, arrojaba un oportuno haz de luz tenue sobre el camino, pero él buscaba las estrellas. Contó las constelaciones, reconociendo algunas formas en las disposiciones de las mismas, animado al contemplar el inmenso y vaporoso trazo blanco de la Vía Láctea. Era como ver a un viejo amigo aproximándose a lo lejos, pensó, y alzó a medias una mano en un gesto de saludo. Pensó que hacía meses que no se hallaba fuera en el silencio de la noche, interpretando las posiciones de las estrellas que brillaban en el firmamento. Recordó que era un navegante, y tras dirigir un último vistazo a las parpadeantes motas de luz allá en lo alto, echó a andar a toda prisa hacia
el Abort
.

Ambos hombres caminaron en zigzag de sombra en sombra, moviéndose rápidos hacia los característicos olores de cal viva y aguas residuales que emanaban del
Abort
. Aquel hedor acre y familiar que en sus vidas anteriores habría abrumado y repugnado a los prisioneros del campo, para los
kriegies
era tan habitual como el olor a panceta frita a la hora del desayuno en tiempos de paz.

Sus pies emitían un sonido sofocado sobre la tierra húmeda. No dijeron una palabra hasta alcanzar la entrada del
Abort
, donde Tommy vaciló unos segundos, arrodillándose en un lugar muy oscuro, dejando que sus ojos escrutaran la oscuridad que les circundaba en busca del siguiente paso.

—¿Qué hacemos ahora, abogado? —preguntó Scott en voz baja—. ¿Qué es lo que busca?

Tommy entrecerró los párpados, tratando de concentrarse. Al cabo de unos momentos, se volvió hacia Scott y murmuró:

—Usted es el hombre fuerte. Pues bien, imagine que tiene que transportar el cadáver de Vincent Bedford. Sobre el hombro izquierdo, al estilo de los bomberos. ¿Cuánto debía de pesar? ¿Treinta y cinco kilos? ¿Cuarenta?

—Cincuenta a lo sumo. Estaba muy flaco ese cabrón. Pero comía mejor que el resto de nosotros.

Un peso gallo.

—De acuerdo, digamos cincuenta kilos. Pero era un peso muerto. ¿Hasta dónde podría usted transportar esa carga, Scott? Sobre el hombro izquierdo, recuerde.

—Yo no utilizaría mi hombro izquierdo…

—Lo sé.

En la oscuridad, Tommy vio al aviador asentir con la cabeza en señal de que había comprendido.

—No muy lejos. Es probable que más lejos de lo que usted imagina, porque la sangre estaría circulando con furia por las venas del asesino. Pero no muy lejos. No es como transportar a un compañero a quien intentas salvar. Quizás unos cien metros. Poco más o menos, según lo nervioso que estuviera.

Tommy empezó a calcular utilizando la distancia, teniendo en cuenta la trayectoria de los reflectores y la proximidad de los barracones. Había un lugar lo bastante cercano para hacer que el asesino eligiera precisamente este
Abort
y no otro. Y un trayecto hasta
el Abort
que le procurara cierta protección.

Tommy asintió, pero pensó que el motivo del asesinato se le seguía resistiendo.

—Tiene que evitar el reflector y a los gorilas junto a la alambrada y no hacer un sonido que pueda despertar a un
kriegie
, y aquí es donde viene a parar. Así que, ¿dónde vamos ahora, teniente? —preguntó Tommy—. Deme su opinión.

Scott dudó unos segundos al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro, escudriñando la oscuridad que se extendía frente a ellos.

—Sígame —murmuró. Sin esperar una respuesta por parte de Tommy, el aviador negro se apresuró a través del callejón entre los dos barracones, pasando frente a la entrada del
Abort
. Avanzó lentamente, pegado al muro del barracón 102, hasta llegar al extremo del edificio. Tommy se afanó en seguirle.

Desde la sombra en que se hallaban, los dos hombres podían ver la alambrada, situada a treinta metros, que se prolongaba en torno al campo, dibujando un ángulo para cercar las zonas de ejercicios y de revista. En la oscuridad se alzaba una torre de vigilancia, distante otros cincuenta metros. Tommy sabía que la torre de vigilancia contenía un reflector, que en esos momentos estaba desconectado, y una ametralladora del calibre 30. Se estremeció. Abrió la boca para hablar cuando Lincoln Scott pronunció las mismas palabras que él iba a decir, susurrando.

—Por aquí no. Es demasiado arriesgado con esos guardias ahí arriba.

En éstas oyeron ladrar el perro de un
Hundführer
, al que su cuidador silenció. Los dos americanos se apretaron más contra el muro.

—Por el otro lado —propuso Tommy—. Es más largo, pero…

—… es más seguro —completó Scott.

De inmediato echaron a andar hacia el punto de partida. Avanzando con sigilo, los dos hombres tardaron un minuto en alcanzar la fachada del barracón 102. A su izquierda, al otro lado del recinto, estaban los escalones de acceso al barracón 101, del que habían salido hacía un rato.

Lincoln Scott dio un paso hacia los escalones de acceso al barracón 102, pero retrocedió en seguida. Ese gesto hizo que Tommy Hart se apretara contra el muro. Al cabo de unos segundos comprendió la razón. El reflector que les había perseguido desde el comienzo de su expedición seguía recorriendo el campo, iluminando la esquina de otro barracón situado a poca distancia.

«El mismo maldito problema en el otro extremo», pensó Tommy. Notó que respiraba de forma entrecortada, trabajosa. El reflector significaba la muerte. Quizá no una muerte segura, pero posible, y lo odió con una rabia súbita y total.

Se arrodilló sin dejar de observar el haz de luz que se movía a lo lejos, cortando la oscuridad como un sable.

Scott hizo lo propio junto a Tommy.

—Dudo que el asesino pasara por aquí si iba cargado con el cadáver —dijo.

Tommy se volvió a inedias, contemplando el pasillo negro que conducía al
Abort
.

—No creo que lo asesinaran cerca de aquí. Habrían hecho demasiado ruido. Está muy cerca de todas las ventanas. Si Vic hubiera gritado, siquiera una vez, alguien le habría oído. El problema es que no me explico cómo pudo el asesino rodear ninguno de los dos extremos del edificio cargado con el cadáver. ¿Cómo diablos llegó hasta allí?

—Quizá no tuviera que rodear el edificio —repuso Scott en voz baja—. Es un problema que se les plantea a todos los miembros del comité de fuga y a los hombres que cavan un túnel, a cualquier hombre del barracón 101 que tenga que salir y hallarse en un determinado lugar por la noche, ¿no es así?

—Sí —respondió Tommy reflexionando.

—Lo cual significa que existe otra ruta. Una ruta que sólo conocen unos pocos —afirmó Scott—.

Aquellos que necesitan utilizarla.

Scott volvió la cabeza y fijó la vista en un punto situado más allá de Tommy. Luego levantó la mano y señaló el barracón 102.

—Allí hay un espacio por el que puede arrastrarse un hombre —dijo sin alzar la voz—. Tiene que haberlo. Un camino para pasar por debajo de este barracón y salir al otro lado del mismo…

Scott no continuó, sino que comenzó a retroceder a gatas frente al barracón, mirando debajo del borde del edificio. Al llegar a la cuarta ventana, cuyos postigos estaban cerrados, se agachó de repente y murmuró con tono enérgico:

—Sígame, Hart.

El aviador negro se metió de pronto debajo del borde del barracón; sus piernas y sus pies desaparecieron como si se los hubiera tragado la Tierra.

Tommy se arrodilló sobre el duro suelo y se agachó para mirar debajo del barracón 102. Durante unos instantes detectó una leve sensación de movimiento en la absoluta oscuridad que reinaba debajo del edificio y dedujo que era Scott deslizándose debajo de las tablas. El oscuro y estrecho espacio le producía agobio. Tommy respiró hondo y retrocedió un paso, casi como si temiera que aquel espacio vacío tratara de atraparlo. Su corazón empezó a latir con violencia y sintió un repentino calor en la frente. Boqueó de nuevo, casi como si le costara respirar, y se dijo: «No puedes meterte ahí.»

No quería reconocer que sentía pánico. Era una sensación profunda, arraigada en lo más profundo de su corazón, que se extendía hasta la boca del estómago, y después le retorcía las tripas.

Sacudió la cabeza. Se dijo que le era imposible meterse allí debajo.

No sin esfuerzo, Tommy volvió a contemplar el reducido espacio y comprobó que Scott había atravesado todo lo ancho del barracón y había salido por el otro lado. El resplandor de la luna permitió a Tommy distinguir la distante salida. Un estrecho pasadizo en el que, a menos que uno andara buscándolo, nadie habría reparado. El barracón no medía más de diez metros de lado a lado, pero a Tommy se le antojaba un camino interminable. Meneó de nuevo la cabeza, pero el apremiante susurro de Scott se impuso a la voz interior que se negaba a seguir al aviador negro:

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