La guerra de Hart (27 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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Hugh vio a un hurón husmeando por el barracón 105, clavando su artilugio de metal en la tierra de un pequeño huerto junto al barracón. El hurón le pidió tres cigarrillos a cambio de acompañar a los dos hombres de regreso al recinto británico, donde iban a informar a Phillip Pryce sobre la sesión de la mañana. Tommy negoció con él y le convenció para que aceptara sólo dos pitillos, tras lo cual los tres hombres atravesaron rápidamente el campo de ejercicios hacia la puerta principal. Se estaba disputando un partido de béisbol, y unos hombres hacían gimnasia en un lado del campo, contando en voz alta y al unísono. Ambos grupos aminoraron el ritmo cuando pasaron los otros, como si tomaran nota. Tommy se preparó para encajar un ataque verbal, pero nadie dijo nada, no se oyeron abucheos, ni obscenidades, ni improperios.

Tommy interpretó eso como un signo positivo. Si habían logrado sembrar la duda entre los
kriegies
con la fuerza de la declaración de inocencia de Lincoln Scott, ya tenían mucho ganado.

Quizá los tres jueces habían comenzado a plantearse también esos interrogantes.

Tommy deseaba conocer más datos sobre los dos oficiales que se habían sentado junto a MacNamara en el tribunal. Había tomado nota de averiguar quiénes eran, de dónde venían y cómo habían llegado al Stalag Luft 13. Pensó que acaso las circunstancias de la captura de cada
kriegie
podrían arrojar luz sobre quiénes eran, o en quiénes se podían convertir, y decidió comentárselo a Phillip Pryce. También pensó que debía tratar de comprender mejor al coronel, puesto que, en última instancia, no era probable que los dos hombres sentados junto a él en el tribunal votaran en su contra. Recordó lo que Phillip Pryce había dicho el primer día, «todas las fuerzas implicadas», y comprendió que debía afanarse en responder a esa cuestión.

Tommy caminaba a paso rápido, como un caballo a medio trote, espoleado por la importancia de las cosas que debía hacer. Dedujo que Hugh también se sentía azuzado por sus pensamientos sobre el caso, porque el canadiense le seguía sin rechistar ni preguntarle a qué venía tanta prisa. Pero el hurón alemán les seguía arrastrando los pies, con pereza, y en más de una ocasión los dos aviadores le indicaron que se apresurara.

—Tommy —dijo Hugh en voz baja—, debemos hallar el lugar del crimen. Con cada hora que pasa el asunto se enfría más. El hombre que buscamos ha tenido más que suficientes oportunidades de cubrir sus huellas. Es más, tengo mis dudas de que logremos descubrirlo.

Tommy asintió con la cabeza. No obstante, agregó:

—Tengo una idea, pero debo esperar un poco.

Hugh dio un bufido y meneó la cabeza.

—Jamás lo hallaremos —repitió.

El guardia les abrió la puerta. Tommy tomó nota de que los gorilas que la custodiaban empezaban a acostumbrarse a sus idas y venidas con Hugh, lo cual podía resultarles muy útil, aunque no sabía exactamente en qué sentido. Atravesaron la zona entre ambos recintos y oyeron cantar hombres en el edificio de las duchas. Renaday empezó a tararear la melodía al reconocer la letra de
Mademoiselle from Armentières
, entonada, como de costumbre, a pleno pulmón.

… Mademoiselle from Armentières, parlez-vous? Mademoiselle from Armentières, parlez-vous? A Mademoiselle from Armentières no le han echado un polvo en cuarenta años, hinky-stinky parlez-vous…

Como muchas de las canciones británicas, ésta databa de la Primera Guerra Mundial y su letra se hacía cada vez más obscena.

Tommy estaba distraído mirando el edificio de las duchas cuando de pronto oyó a su espalda una orden emitida con la característica brusquedad alemana, la cual sofocó los ecos de la canción.


Halt!

El hurón se quitó con rapidez el cigarrillo de los labios y se puso firme. Hugh y Tommy se volvieron hacia el lugar del que procedía la voz. Vieron a un ayudante en mangas de camisa bajar casi a la carrera los peldaños del edificio de administración y cruzar el polvoriento camino hacia ellos. Era algo insólito. A los oficiales alemanes no les gustaba que los
kriegies
les vieran sin su uniforme, ni dar la impresión de que llevaban prisa, a menos que un oficial de mayor graduación hubiera emitido una orden perentoria.

El ayudante se acercó apresuradamente a ellos. Aunque sólo chapurreaba el inglés, consiguió hacerse entender:

—Hart, por favor, venir conmigo. Usted, Renaday, volver a casa…

El ayudante señaló el recinto británico.

—¿Qué ocurre? —inquirió Tommy.

—Venir conmigo, por favor —repitió el ayudante, agitando los brazos para subrayar la premura de la situación—. No deber hacer esperar, por favor…

—Pero quiero saber qué ocurre —insistió Tommy.

El rostro del alemán se contrajo en una mueca y propinó una patada al suelo, levantando una polvorienta nube de tierra.

—Es una orden. Ver al comandante Von Reiter.

Renaday arqueó las cejas.

—Qué interesante —comentó en voz baja. Se volvió hacia el hurón, que no había movido un músculo, y dijo—: De acuerdo, Adolf, vamos. Te esperaré con Phillip, Tommy. Una orden muy curiosa, en verdad —añadió.

El oficial alemán, que parecía sentirse aliviado desde que Tommy había accedido a acompañarlo, sostuvo la puerta abierta para que el americano entrara en el edificio de administración. Cuando entró, algunos de los oficinistas sentados ante sus mesas alzaron la vista, pero al ver al oficial que le seguía volvieron a bajarla y la fijaron en los documentos que tenían ante sí. La burocracia militar alemana era constante y minuciosa; a veces daba la impresión de que odiaba el ingenio y la creatividad de sus prisioneros. El oficial empujó a Tommy hacia el despacho del comandante, lo cual hizo que éste se parara en seco, diera media vuelta y mirara irritado al ayudante. Cuando el oficial retrocedió, retirando las manos, Tommy volvió a girarse, echó a andar deprisa hacia el despacho de Von Reiter y abrió la puerta.

El comandante estaba sentado detrás de su mesa, esperando. Frente a sí había una sola silla, de apariencia incómoda, dispuesta para que la ocupara Hart, cosa que éste hizo cuando Von Reiter le indicó que se sentara. Pero tan pronto como Tommy se hubo sentado, el alemán se levantó como si pretendiera intimidarlo con su imponente presencia. Von Reiter iba también en mangas de camisa; su camisa blanca y hecha a medida relucía bajo el sol que penetraba a raudales por el ventanal que daba a ambos recintos. El cuello almidonado oprimía el recio cuello del oficial. La Cruz de Hierro que lucía en torno al cuello, negra como el azabache, resplandecía sobre la inmaculada pechera. Su oscura guerrera colgaba de un gancho en la pared, junto a un lustroso cinturón de cuero negro con una Luger enfundada. El comandante se acercó a su guerrera y retiró una imaginaria pelusa de la solapa.

—¿Cómo van sus investigaciones, teniente Hart? —inquirió con voz pausada, volviéndose hacia Tommy.

—Estamos en las primeras fases,
Herr
comandante —respondió Tommy midiendo sus palabras—.

El
Hauptmann
Visser podrá sin duda informarle de cualquier detalle que usted precise.

Von Reiter asintió con la cabeza y se sentó de nuevo en su silla.

—¿Se mantiene en contacto con usted el
Hauptmann
Visser?

—Se toma su trabajo con seriedad. Está pendiente de todo.

Von Reiter movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.

—Lleva usted aquí muchos meses, teniente. Es un veterano, como dicen los americanos. Dígame, señor Hart, ¿la vida en el Stalag Luft 13 le parece… aceptable?

La pregunta asombró a Tommy, pero trató de disimular. Se encogió de hombros de forma exagerada.

—Preferiría estar en casa,
Herr
comandante, pero me alegro de estar vivo.

Von Reiter asintió sonriendo.

—Ésta es una cualidad que comparten todos los soldados, ¿no es así, Hart? Por dura que sea la vida, es preferible disfrutar de ella, porque es fácil encontrar la muerte en una guerra, ¿no le parece?

—Sí,
Herr
comandante.

—¿Cree usted que sobrevivirá a la guerra, Hart?

Tommy inspiró profundamente. Ésta era una pregunta, formulada sin rodeos, que ningún
kriegie
formulaba, ni siquiera en broma, porque abría de inmediato la puerta a todos sus temores más recónditos e incontrolables, aquellos que le hacían despertarse por la noche con sensación de ahogo, los que durante el día le hacían contemplar desesperado la alambrada de espino. Invocaba los nombres y los rostros de todos los hombres que habían muerto en el aire a su alrededor y de todos los hombres que seguían vivos, pero que estaban destinados a morir dentro de más o menos tiempo.

Tommy suspiró y respondió de forma ambigua, esforzándose en la terrible pregunta.

—Hoy estoy vivo,
Herr
comandante. Espero seguir así mañana.

Von Reiter le clavó sus ojos penetrantes. Tommy pensó que su rigidez ocultaba a un hombre de notable capacidad intelectual y estricta formalidad: una mezcla realmente peligrosa.

—Sin duda, el capitán Bedford pensó lo mismo el último día de su vida.

—No sé qué pensaría —mintió Tommy.

El alemán siguió mirándolo de hito en hito. Al cabo de un momento, prosiguió con sus preguntas:

—Dígame, Hart, ¿por qué odian los americanos a los negros?

—No todos los americanos los odian.

—Pero muchos, ¿no es cierto?

Tommy asintió.

—¿Por qué?

—Es complicado —repuso Tommy meneando la cabeza—. No lo sé bien.

—¿Usted no odia al teniente Scott?

—No.

—Es inferior a usted, ¿no?

—No da esa impresión.

—¿Y cree en su inocencia?

—Sí.

—Si ha sido acusado falsamente, como afirma, tendremos muchos problemas. Muchos. Tanto su comandante como yo mismo.

—La verdad es que no me he planteado esta cuestión,
Herr
comandante. Es posible.

—Sí, en eso lleva razón. Quizá no convenga que examine el problema, teniente. Por otra parte, puede que Scott sea culpable, en cuyo caso usted sólo se limita a cumplir con su deber. A los americanos les gusta demostrar al mundo lo justos y nobles que son. Hablan sobre derechos y leyes, sobre los padres fundadores de la patria y sobre sus documentos: Thomas Jefferson, George Washington y la Declaración de Derechos, pero creo que olvidan el orden y la disciplina. Aquí, en Alemania, tenemos orden…

—Sí. Ya lo he visto.

—Y el Stalag Luft 13 no es la excepción.

—Supongo.

Von Reiter hizo otra pausa. Tommy se movió nervioso, impaciente por salir de allí. No sabía qué buscaba el comandante, lo cual le hacía sentirse incómodo y temeroso de ofrecerle de forma involuntaria alguna información importante.

El alemán emitió una sonora carcajada.

—A veces, teniente, creo que con respecto a la justicia a los americanos les importa más la fachada que la verdad. ¿No está de acuerdo conmigo?

—No he pensado en ello.

—¿De veras? —Von Reiter miró a Tommy perplejo—. ¿Y es un estudioso de las leyes de su país?

Tommy no respondió. Von Reiter volvió a sonreír.

—Dígame, teniente Hart, tengo una curiosidad: ¿qué es más peligroso, que Scott sea culpable o que sea inocente?

El americano guardó silencio, absteniéndose de responder a la pregunta. Sintió el sudor que le empapaba las axilas y le pareció que la temperatura de la habitación había aumentado. Deseaba marcharse, pero estaba clavado en la silla. La voz de Von Reiter sonaba áspera y penetrante. En aquel segundo Tommy pensó que el comandante era un hombre que veía secretos dentro de secretos, y se dijo que su uniforme arrugado y su envaramiento eran tan engañosos como las miradas crípticas e inquisitivas del
Hauptmann
Visser.

—¿Peligroso para quién? —respondió con cautela.

—¿Qué resultado costará la vida a más hombres, teniente?

—No lo sé. No tengo por qué saberlo.

Von Reiter se permitió emitir una breve y seca risotada al tiempo que tomaba una hoja de papel de su mesa.

—Usted es de Vermont, ¿no es así?

—Sí.

—Es un estado parecido a esta región. Bosques frondosos e inviernos fríos, según tengo entendido.

—Tiene numerosos y espléndidos bosques y una estación invernal larga y fría, sí —contestó Tommy pausadamente—. Pero no se parece a esto.

Von Reiter suspiró.

—Yo sólo he estado en Nueva York. En una sola ocasión, pero he visitado muchas veces Londres y París. Antes de la guerra, por supuesto.

—Yo no he viajado tanto.

El comandante permaneció unos momentos mirando a través de la ventana.

—Si el teniente Scott es declarado culpable, ¿cree que su coronel exigirá realmente un pelotón de fusilamiento?

—Eso debería preguntárselo a él.

El comandante frunció el ceño.

—Nadie ha escapado del Stalag Luft 13 —dijo con lentitud—. Sólo los muertos, como los desdichados hombres que excavaban el túnel, y, ahora, el capitán Bedford. La situación seguirá sin cambios. ¿No cree, teniente?

—Nunca trato de adivinar el futuro —replicó Tommy.

—¡La situación seguirá sin cambios! —repitió Von Reiter con vehemencia. Se apartó de la ventana y le preguntó—. ¿Tiene usted familia, teniente Hart?

—Sí.

—¿Esposa? ¿Hijos?

—No. Todavía no —repuso Tommy titubeando.

—Pero habrá una mujer, ¿no?

—Sí. Me espera en casa.

—Confío en que viva usted para volver a verla —dijo Von Reiter bruscamente. Agitó la mano indicando a Tommy que podía retirarse. Tommy se levantó y echó a andar hacia la puerta, pero Von Reiter dejó caer otra pregunta como por descuido.

—¿Canta usted, teniente Hart?

—¿Que si canto?

—Como los británicos.

—No,
Herr
comandante.

El alemán volvió a encogerse de hombros sonriendo.

—Pues debería aprender. Como yo. Es posible que después de la guerra escriba un libro que contenga las melodías y las letras de las repugnantes canciones británicas, lo cual me reportará algún dinero para hacer mi vejez más llevadera. —El comandante emitió una sonora carcajada—. A veces debemos aprender a aceptar también lo que odiamos —dijo.

Luego dio la espalda a Tommy y se puso a contemplar los dos recintos a través de la ventana.

Tommy salió raudo del despacho, sin saber muy bien si acababa de recibir una amenaza o una advertencia, pensando que ambas eran quizá la misma cosa.

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