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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (47 page)

BOOK: La guerra de Hart
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El problema, según comprendió Tommy, era que llamar «negrata» a un hombre no era un delito.

Como tampoco lo era llamar «negrata» a un hombre que había arriesgado repetidamente su vida para salvar a tripulaciones de aviadores blancos, aunque debiera serlo. El verdadero delito, era el asesinato, y durante todo el día, el tribunal, los observadores alemanes y todos los
kriegies
del Stalag Luft 13 congregados en la sala no oyeron por parte de los testigos llamados a declarar otra cosa que lo que todos consideraban un motivo absolutamente razonable para cometer aquel acto desesperado.

En cierto aspecto macabro, no dejaba de tener sentido: Trader Vic era un cabrón racista y cruel, y Scott no podía por menos de ser consciente de ello. Ni alejarse de él. Por consiguiente habría matado al sureño antes de que Bedford aprovechara la oportunidad de hacer que su odio se concretara en una acción violenta y Scott debía morir por habérsele adelantado.

Tommy se preguntó si ésta no sería una variante de una historia que se había repetido en docenas de remotas salas de tribunales rurales desde Florida hasta Alabama, pasando por Georgia, las dos Carolinas, Tennessee, Arkansas y Misisipí. En cualquier lugar donde siguieran ondeando las Barras y Estrellas.

El que tuviera lugar en un bosque de Baviera se le antojaba tan tremendo como inexplicable.

Sentado ante la mesa de la defensa, escuchó mientras otro testigo atravesaba la sala atestada de hombres y ocupaba su lugar en el estrado.

El juicio se había prolongado hasta última hora de la tarde. Tommy escribió unas notas en una de sus preciosas hojas de papel, tratando de preparar las preguntas que formularía al testigo cuando le tocara el turno, pensando en lo sólido que resultaba el caso de la acusación. Scott se hallaba atrapado en un círculo vicioso: por inaceptable que fuera el trato que Trader Vic había dispensado al aviador de Tuskegee, esto no justificaba su asesinato. Por el contrario, la situación incidía en el más sutil de los temores que experimentaban muchos de los miembros blancos de las fuerzas aéreas: que Lincoln Scott representaba una amenaza para todos ellos, una amenaza para sus futuros y sus vidas, por el mero hecho de ostentar con orgullo un color de piel distinto. Lincoln Scott, con su inteligencia, sus dotes atléticas y su arrogancia se había convertido en un enemigo más peligroso que los guardias alemanes apostados en las torres de vigilancia. Tommy creía que esta transformación constituía el meollo del caso presentado por la acusación, y por más vueltas que le daba no sabía cómo explotarla. Sabía que tenía que presentar a Scott como un simple
kriegie
, un prisionero de guerra. Un hombre que padecía como todos, que experimentaba los mismos temores, que se sentía solo y deprimido y se preguntaba si algún día regresaría a casa.

El problema, comprendió, era que cuando hiciera subir a Scott al estrado, el aviador negro aparecería inevitablemente tal como era: inteligente, fuerte, enérgico, intransigente y rudo. Era tan improbable que Lincoln Scott apareciera como un hombre tan vulnerable como el resto de los prisioneros, que como un espía capturado por la Gestapo. Tommy dedujo que tampoco era probable que los hombres que estaban pendientes de cada palabra que se decía en el estrado comprendieran que en el Stalag Luft 13 todos eran, con las lógicas diferencias, iguales. Ni mejores ni peores que sus compañeros.

Había conseguido algunos pequeños triunfos. Había conseguido que cada testigo declarara que no había sido Scott quien había iniciado la tensión entre él y Vic. También había puesto de relieve, a través de todos los hombres que habían subido al estrado, que Scott no obtenía nada especial. Ni más comida ni privilegios adicionales. Nada que hiciera su vida más agradable, y sí mucho, en cambio, gracias a Vincent Bedford, que hiciera su vida más ingrata.

Pero aunque el poner estas cosas de manifiesto había ayudado, la esencia del caso se mantenía incólume. La compasión no era duda, y Tommy lo sabía. La compasión tampoco constituía una línea de defensa, sobre todo para un inocente. Es más, en cierto modo, empeoraba las cosas. Cada
kriegie
se había preguntado, en algún momento, dónde residía su propio límite. En qué punto los temores y las privaciones a los que se enfrentaban a diario desbordarían el control que tenía sobre sus emociones. Todos habían visto a hombres enloquecidos por el síndrome de la alambrada al tratar de fugarse, para acabar, con suerte, en la celda de castigo, y si no tenían suerte, en la fosa común que había detrás del barracón 113. Lo que la acusación pretendía era avanzar lenta pero de forma sistemática hasta poner al descubierto el límite de Scott.

El coronel MacNamara, sentado frente a él, tomaba juramento a un testigo. El hombre alzó la mano y juró decir la verdad, al igual que ante un tribunal normal. MacNamara, pensó Tommy, cuidaba al máximo todos los detalles con el fin de dar un mayor aire de autenticidad al asunto.

Quería que el juicio pareciera real y no una burda farsa montada en un campo de prisioneros y con un jurado manipulado.

—Diga su nombre para que conste en acta —tronó MacNamara como si existieran actas oficiales, mientras el testigo se sentaba rígidamente en la silla y Walker Townsend se aproximaba a él. El testigo era uno de los compañeros de cuarto. Murphy, el teniente de Springfield, Massachusetts, que se había encarado con Tommy en el pasillo, uno de los hombres que habían provocado más conflictos durante la semana pasada. Era bajo y delgado, no llegaba a los treinta años y tenía las mejillas salpicadas por unas pocas pecas que le quedaban de la infancia. Era pelirrojo y le faltaba un diente, cosa que trataba de ocultar cuando sonreía.

Tommy miró sus notas. El teniente Murphy figuraba hacia la mitad de la lista de testigos que le había proporcionado Townsend, pero le habían llamado a declarar en primer término. Amenazas y antipatía entre el difunto y el acusado. No se podían ver ni en pintura. Eso fue lo que Tommy vio en sus notas. Asimismo, sabía que Murphy era uno de los hombres que le había visto con la tabla manchada de sangre. Pero sospechaba que si le interrogaba al respecto, mentiría.

—Es el último testigo que declarará hoy —les informó MacNamara—. ¿No es así, capitán?

Walker Townsend asintió con la cabeza.

—Sí, señor —respondió. En sus labios se dibujaba una sonrisa. Tras unos instantes de vacilación, el fiscal pidió a Murphy que describiera las circunstancias de su llegada al Stalag Luft 13. También pidió al teniente que les ofreciera unos breves datos sobre su persona, combinando ambas cosas, de forma que todos los hombres que estaban presentes en la sala pensaran que la historia de Murphy era análoga a la suya.

Cuando el testigo comenzó a declarar, Tommy no prestó mucha atención. Estaba obsesionado con la idea de que se hallaba más próximo a la verdad sobre el asesinato de Trader Vic, aunque el motivo se le escapaba. El problema era obtener esta versión alternativa de uno de los testigos, pues, por más vueltas que le daba, no sabía cómo conseguirlo. Scott era quien le había acompañado en la visita nocturna al lugar donde él creía que se había cometido el asesinato. Pero Scott era la persona menos indicada para relatar esta historia desde el estrado. Parecería una historia fantástica destinada a apoyar su inocencia. Daría la impresión de que Scott trataba de protegerse. Sin la tabla manchada de sangre para respaldar su versión, todo tendría la apariencia de una burda mentira.

Tommy sintió náuseas. La verdad es transparente, las mentiras tienen sustancia.

Respiró hondo, mientras Walker Townsend seguía formulando a Murphy las acostumbradas preguntas sobre sus orígenes, que el teniente respondía rápida y solícitamente.

«Estoy perdiendo», pensó.

Peor aún. Con cada minuto que pasa, un hombre inocente se halla más próximo al pelotón de fusilamiento.

Tommy miró a Scott de reojo. Sabía que el aviador negro era consciente de esto. Pero su rostro seguía siendo el de una máscara imperturbable. Lucía la habitual expresión de ira profunda y contenida.

—Bien, teniente —dijo Townsend alzando la voz y haciendo un ademán al hombre que ocupaba la silla de los testigos. Hizo luego una pausa, como para impartir mayor peso a su pregunta—: Es usted de Massachusetts, ¿no es cierto?

Tommy, preocupado por los diversos pensamientos que se agolpaban en su mente, seguía sin prestar mucha atención. Townsend formulaba sus preguntas con un talante lánguido, parsimonioso, empleando un estilo distendido y amable que inducía un estado de distraída placidez en la defensa.

A los fiscales, pensó Tommy, les gustaba el peso del testimonio tanto como la espectacularidad.

Diez personas repitiendo lo mismo una y otra vez era preferible a una persona recitándolo con tono enfático.

Pero la siguiente pregunta llamó la atención de Tommy.

—Massachusetts es un estado cuyo clima progresista y civilizado en materia racial es bien conocido en toda la Unión, ¿no es así, teniente?

—Sí, capitán.

—¿No fue uno de los primeros en crear un regimiento compuesto enteramente por negros en la guerra de Secesión? ¿Un valeroso grupo dirigido por un insigne comandante blanco?

—En efecto, señor…

Tommy se levantó.

—Protesto. ¿A qué viene esta lección de historia, coronel?

—Le concederé cierto margen de tolerancia —respondió MacNamara haciendo un gesto ambiguo con la mano—, siempre que el fiscal procure ir al grano.

—Gracias —contestó Townsend—. Me apresuraré. Usted, teniente Murphy, es de Springfield. Ha residido toda su vida en esa hermosa ciudad de ese estado, famosa por ser el lugar natal de nuestra revolución. Bunker Hill, Lexington, Concord…, esos importantes lugares están cerca de Springfield, ¿no es cierto?

—Sí señor. En la parte oriental del Estado.

—Y durante su infancia, no era raro que tratara con negros, ¿cierto?

—Cierto. Tuve a muchos compañeros negros en la escuela y en el trabajo.

—De modo, teniente, que no se le puede calificar de racista.

Tommy volvió a levantarse.

—¡Protesto! El testigo no puede llegar a esa conclusión sobre su persona.

—Capitán Townsend —intervino MacNamara—, le ruego que vaya al grano.

Townsend volvió a asentir.

—Sí señor. Lo que me propongo, señor, es demostrar a este tribunal que aquí no existe una conspiración sureña contra el teniente Scott. No sólo hemos escuchado la declaración de hombres provenientes de estados que se separaron de la Unión. Los llamados «estados eslavistas». Me propongo, señoría, demostrar que hombres procedentes de estados con una larga tradición de coexistencia armoniosa de razas están dispuestos, miento, están ansiosos de declarar contra el teniente Scott, ya que presenciaron unos actos que la acusación considera cruciales en la secuencia de hechos que desembocó en un detestable asesinato…

—¡Protesto! —gritó Tommy poniéndose en pie—. El discurso del capitán está destinado a inflamar los ánimos del tribunal.

MacNamara miró a Tommy.

—Tiene razón, teniente. Se acepta la protesta. Basta de discursos, capitán. Prosiga con las preguntas.

—Deseo resaltar que el mero hecho de que alguien provenga de una determinada parte de Estados Unidos no le hace más o menos acreedor a la verdad, coronel…

—Ahora es usted quien nos está dando un discurso, señor Hart. El tribunal es muy capaz de juzgar la integridad de los testigos sin su ayuda. ¡Siéntese!

Tommy se sentó a regañadientes, y Lincoln Scott se inclinó hacia delante y murmuró:

—¡Menuda armonía racial! Murphy empleaba la palabra «negrata» con tanta frecuencia como Vic. Pero la pronunciaba con un acento distinto, eso es todo.

—Ya me acuerdo —repuso Tommy—. En el pasillo. Cuando le interrogue se lo recordaré.

Townsend se dirigió a la mesa de la acusación. El comandante Clark extrajo de debajo de la misma la sartén oscura de metal que Scott había fabricado para prepararse la comida. El comandante se la entregó a Townsend, quien se volvió y se acercó al testigo.

—Ahora, teniente, voy a mostrarle un objeto que hemos introducido como prueba. ¿Reconoce esto, señor?

—Sí, capitán —respondió Murphy.

—¿Por qué lo reconoce?

—Porque observé al teniente Scott construir esa sartén, señor. Scott estaba en un rincón del cuarto del barracón 101 que compartíamos. Fabricó la sartén con un pedazo de metal proveniente de uno de los recipientes de desechos de los alemanes, señor. He visto a otros
kriegies
hacer lo mismo, pero pensé que Scott parecía tener cierta experiencia en el trabajo del metal, porque ésta era la mejor versión de una sartén que yo había visto en todos los meses que llevo aquí, señor.

—¿Y qué observó a continuación?

—Vi que le había quedado un fragmento de metal con el que había empezado a formar otro objeto. Utilizó un trozo de madera como martillo para alisar los bultos y las combaduras, señor.

—Haga el favor de contar al tribunal qué más vio.

—Me ausenté un breve instante de la habitación, señor, pero cuando regresé vi al teniente Scott envolviendo el asa de este fragmento de metal que le sobraba con un viejo trapo.

—¿Qué le pareció que había construido?

—Un cuchillo, señor.

Tommy se levantó de un salto.

—¡Protesto! El fiscal pide al testigo que saque conclusiones.

—¡Protesta denegada! —bramó MacNamara—. Continúe, teniente.

—Sí, señor —repuso Murphy—. Recuerdo que pregunté a Scott, allí mismo, para qué diablos necesitaba eso. Era casi tan grande como una espada…

—¡Protesto!

—¿Por qué motivo?

—Es hablar de oídas, coronel.

—No lo es. Prosiga, por favor.

—Quiero decir —insistió Murphy— que nunca había visto a nadie en este campo fabricar nada semejante…

Townsend volvió a acercarse a la mesa de la acusación. El comandante Clark le entregó el cuchillo. El fiscal lo sostuvo en alto ante sí, casi como lady Macbeth, y lo blandió varias veces.

—¡Protesto! —gritó nuevamente Tommy—. Estos gestos teatrales…

MacNamara asintió con la cabeza.

El sureño sonrió.

—Por supuesto, señoría. Bien, teniente Murphy, ¿es éste el artilugio que vio usted fabricar al teniente Scott?

—Sí —contestó Murphy.

—¿Le vio utilizar alguna vez este cuchillo para preparar la comida?

—No señor. Al igual que muchos de nosotros, tenía una pequeña navaja plegable que resultaba más eficaz.

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