—Tenía una navaja. Le vi utilizarla.
—¿Observaba siempre al teniente Scott mientras éste se preparaba la comida?
—No.
—De modo que no sabe si alguna vez utilizó este cuchillo de fabricación casera.
—No.
Tommy se acercó a la mesa de la defensa sosteniendo el cuchillo. Hugh se agachó, tomó un paquete que tenía a sus pies y se lo entregó a Tommy. Este dejó el cuchillo en la mesa, cogió el paquete y se aproximó al testigo.
—Usted es experto en carnes, teniente, dado que su familia posee una empresa de envasado de productos cárnicos. Lo cual es una suerte para usted. Sería trágico que tuviera que depender de su intelecto para abrirse camino en la vida…
—¡Protesto! —gritó Townsend—. ¡El teniente Hart está ofendiendo al testigo!
—Se lo advierto, teniente —dijo el coronel MacNamara con frialdad—. No persista por ese camino.
—De acuerdo, coronel —se apresuró a responder Tommy—. No quisiera ofender a nadie…
Miró con desdén al teniente Murphy, el cual le observó con evidente inquina.
—Haga el favor de identificar este objeto, teniente.
Murphy tomó a regañadientes el paquete de manos de Tommy Hart y lo abrió.
—Es una morcilla alemana —dijo con una mueca—. Todos la hemos visto. Es lo que suelen darnos de comer.
—¿Quién la come?
—Nadie que yo conozca. Todos prefieren morirse de hambre antes que probarla.
—¿La comería usted, que es un experto en productos cárnicos?
—No.
—¿De qué está hecha, teniente?
Murphy volvió a torcer el gesto.
—Es difícil de precisar. La morcilla que nosotros elaboramos en Estados Unidos es gruesa, sólida y está preparada con los ingredientes adecuados y plenas garantías higiénicas. Nadie se pone enfermo por comer nuestras morcillas. ¡Vaya usted a saber lo que contiene esta morcilla! Una gran cantidad de sangre de cerdo y demás desechos, embutidos en tripa. Más vale no saber de qué está hecha.
La morcilla tenía una consistencia gelatinosa. Su color marrón oscuro estaba teñido de rojo.
Emanaba un olor pestilente.
Tommy la sacó del paquete y la sostuvo en alto para mostrarla al público. Algunos asistentes rieron no demasiado tranquilos al contemplarla.
Tommy volvió a la mesa de la defensa, tomó el cuchillo de fabricación casera y algunas de sus preciadas hojas de papel. Antes de que la acusación pudiera reaccionar, envolvió el asa del cuchillo con el papel, cubriendo el trapo manchado de sangre. Luego alzó el cuchillo con un gesto teatral, al tiempo que Walker Townsend se levantaba de un salto y protestaba por enésima vez. Tommy hizo caso omiso de la protesta, así como de los golpes del martillo que sonaron en la mesa del tribunal.
Empuñando el cuchillo, lo clavó de pronto en el centro de la morcilla, partiéndola en dos. Luego la partió en otros dos trozos, asegurándose de que el asa envuelta con las hojas de papel embebiera la sangre que desprendía aquella inmundicia. Por la sala se extendió un intenso hedor a podrido y los
kriegies
que se hallaban cerca de la mesa de la defensa emitieron una exclamación de repugnancia.
Tommy pasó por alto las reiteradas protestas del fiscal y se plantó delante del teniente Murphy.
Alzó la voz y silenció a los presentes con su pregunta.
—¿Qué ha observado usted en el papel, teniente? —dijo—. Me refiero al papel con que he envuelto el asa del cuchillo.
Murphy hizo una pausa antes de responder.
—Parece sangre —contestó encogiéndose de hombros—, gotas de sangre.
—¡Aproximadamente la misma cantidad de sangre que manchó el trapo y que la acusación afirma, sin prueba alguna, que pertenece a Trader Vic!
Tommy se alejó unos pasos de la silla del testigo y gritó:
—¡No haré más preguntas!
Tomó el cuchillo, retiró el papel del asa y lo sostuvo en alto para que todos los presentes pudieran contemplar las manchas de sangre. Acto seguido se acercó a Townsend para entregarle el papel, pero el fiscal no quiso saber nada. Entonces Tommy clavó el cuchillo en la mesa y lo dejó vibrando como un diapasón en medio de la sala del tribunal, que había vuelto a enmudecer.
A la mañana siguiente, durante el
Appell
, Tommy observó a Fritz Número Uno mientras éste contaba a los hombres que componían la formación contigua. Durante todo el recuento no quitó la vista del enjuto hurón, sin hacer caso de la llovizna que caía del cielo encapotado, manchando el cuero marrón de su cazadora con franjas oscuras. El comandante Clark saludó al
Oberst
Von Reiter, recibiendo la acostumbrada inclinación de cabeza del coronel MacNamara, tras lo cual dio media vuelta y gritó a los hombres que rompieran filas. Tommy se abrió paso apresuradamente a través de la multitud de pilotos y se dirigió hacia el campo de ejercicios, junto al cual se hallaba Fritz y otros hurones, fumando y comentando las tareas de la jornada. Cuando Tommy se acercó, el alemán alzó la vista, frunció el ceño y se apartó con rapidez del resto.
Tommy se detuvo a unos pasos del hurón y le indicó que se acercara moviendo el índice en un ademán exagerado, como un maestro estricto e impaciente al observar que uno de sus alumnos se ha quedado rezagado. Intranquilo, Fritz Número Uno miró a su alrededor y luego se dirigió veloz hacia Tommy.
—¿Qué ocurre, señor Hart? —preguntó—. Tengo mucho que hacer esta mañana.
—Seguro que sí —replicó Tommy—. ¿Quizá tenga que inspeccionar algún lugar por millonésima vez? ¿Tiene que ir a fisgonear con urgencia en algún barracón? Vamos, Fritz, sabe tan bien como yo que lo único importante es el juicio de Scott.
—Pero yo tengo mis deberes, señor Hart, a pesar del juicio.
Tommy se encogió de hombros, con expresión incrédula.
—De acuerdo —dijo—. Sólo le robaré un par de minutos de su valioso tiempo. Un par de preguntas, y luego puede ir a cumplir esa tarea importante que le aguarda. —Tommy sonrió, se detuvo unos segundos y habló en voz lo bastante alta para que le oyeran los otros hurones que se hallaban cerca—. Mire, Fritz —dijo—, quiero saber de dónde sacó el cuchillo y cuándo se lo entregó a Vic a cambio de otra cosa. Ya sabe a qué me refiero, al arma del asesinato.
Fritz Número Uno palideció y asió a Tommy del brazo. Sacudiendo la cabeza, arrastró al aviador americano hasta la esquina de uno de los barracones, donde respondió con tono enfadado pero muy inseguro, según detectó Tommy.
—¡No puede preguntarme esto, teniente Hart! No tengo ni remota idea de lo que está hablando…
Tommy interrumpió la quejumbrosa respuesta con brusquedad.
—No se haga el tonto, Fritz. Sabe perfectamente a qué me refiero. Un puñal ceremonial alemán, como el que utilizan los SS. Largo, delgado, con una calavera en la empuñadura. Muy parecido al que luce Von Reiter cuando se viste de gala. Trader Vic deseaba uno y usted se lo consiguió poco antes de que muriera asesinado. Un par de días antes, a lo sumo. Quiero saber todos los detalles.
Quiero saber palabra por palabra lo que le dijo Vic cuando usted le entregó ese cuchillo, lo que pensaba hacer con él y a quién iba destinado. ¿O prefiere que se lo pregunte al
Hauptmann
Visser?
Seguro que le interesará conocer esos detalles.
El alemán retrocedió estupefacto, como si le hubieran golpeado, y se apoyó en el muro del barracón. Parecía sentirse indispuesto.
Tommy respiró hondo.
—Me apuesto una cajetilla de Lucky —añadió—, a que las órdenes de la Luftwaffe prohíben entregar un arma a un prisionero de guerra a cambio de algún favor. En especial uno de esos vistosos puñales nazis que conceden a cambio de un importante servicio a la patria.
Fritz Número Uno se volvió, mirando sobre el hombro de Tommy, para cerciorarse de que por los alrededores no rondaba nadie que pudiera oír la conversación. Fritz se puso rígido cuando Tommy pronunció el nombre de Visser.
—No, no, no —repuso el alemán meneando la cabeza con vehemencia—. ¡Usted no sabe lo peligroso que es esto, teniente!
—Bien —contestó Tommy con tono melifluo e indiferente—, dígamelo usted.
La voz de Fritz Número Uno temblaba tanto como sus manos al tiempo que gesticulaba.
—El
Hauptmann
Visser me haría fusilar —murmuró—, o me enviaría al frente ruso, que viene a ser lo mismo, excepto que no es tan rápido y es seguramente peor. ¡Dar un arma a un aviador aliado a cambio de un favor está prohibido!
—Pero usted lo hizo, ¿no es así?
—Trader Vic insistió mucho. Al principio yo me negué, pero él no dejaba de atosigarme. Me prometió que lo quería simplemente como recuerdo. Me dijo que tenía un cliente especial que estaba dispuesto a pagar mucho por él. Lo necesitaba cuanto antes. Ese mismo día, inmediatamente.
Me explicó que tenía gran valor. Más que cualquier otro objeto con el que hubiera negociado.
Tommy imaginó la sangre fría del tipo que había jugado a Trader Vic la peor pasada de su vida, haciendo que el hábil negociante del campo le consiguiera el arma con la que acabaría por asesinarlo. Se le secó la boca de pensarlo.
—¿Quién quería el cuchillo? ¿Para quién hacía Trader Vic de tapadera?
—¿De tapadera? No entiendo…
—¿Con quién había hecho el trato?
—Se lo pregunté —respondió el alemán—. Se lo pregunté más de una vez, pero no quiso decírmelo.
Sólo me aclaró que se trataba de un gran negocio.
Tommy arrugó el ceño. No creía del todo al hurón, pero tampoco dudaba por completo de sus palabras. Desde luego no había sido un gran negocio para Vic.
—Vale, no sabe el nombre de ese tipo. ¿A quién le robó usted el cuchillo, a Von Reiter?
Fritz Número Uno se apresuró a negar con la cabeza.
—¡No, no, jamás haría eso! ¡El comandante Von Reiter es un gran hombre! Yo ya estaría muerto, combatiendo contra los rusos, si él no me hubiera traído aquí cuando recibió la orden de trasladarse a este campo. Yo era un simple mecánico que formaba parte de su tripulación de vuelo, pero él sabía que tenía facilidad para los idiomas, de modo que permitió que le acompañara. ¡De haberme quedado en Rusia habría muerto! Usted sabe, teniente: frío polar, muerte segura. Eso era lo único que nos aguardaba en Rusia. El comandante Von Reiter me salvó la vida. Y jamás podré pagarle el favor. Aquí procuro servirlo lo mejor que puedo.
—¿Entonces se lo robó a otra persona?
Fritz sacudió de nuevo la cabeza y susurró su respuesta con desesperación; sus palabras sibilantes sonaban como aire al escaparse de un neumático pinchado.
—¡Robar ese objeto a un oficial alemán para dárselo a un aviador aliado a cambio de otro objeto equivaldría a una orden de ejecución, teniente! ¡De ser descubierto, la Gestapo vendría a por mí!
—¿De modo que usted no lo robó?
Fritz volvió a negarlo.
—El
Hauptmann
Visser no sabe nada de ese puñal, teniente Hart. Lo sospecha, pero no lo sabe con certeza. Se lo ruego, no debe saberlo. Me causaría muchos problemas…
Tommy dedujo, al percibir aquel leve titubeo, que Fritz no sería el único que sufriría si se descubría este asunto.
—¿Y quién más tendría problemas? —preguntó de sopetón.
—No puedo decirlo.
Tommy se detuvo. Observó un temblor en la mandíbula de Fritz y creyó adivinar la respuesta.
En realidad, Fritz se lo había dicho. Quizá sólo había un hombre en el campo de prisioneros que pudo haber conseguido ese puñal sin robarlo.
—¿Qué me dice del comandante y de Visser? —inquirió Tommy de improviso—. ¿Acaso ellos…?
—Se odian —le interrumpió Fritz.
—¿De veras?
—Un odio profundo y terrible. Dos hombres que han colaborado estrechamente durante meses.
Pero el uno por el otro no sienten sino desprecio, desprecio y odio. Cada cual se alegraría de que una bomba aliada cayera sobre su adversario.
—¿Por qué?
El hurón se encogió de hombros, suspirando, pero la voz le temblaba casi como la de una anciana.
—Visser es un nazi. Quiere que este campo de prisioneros esté bajo su mando. Es hijo de un policía y de una maestra de provincias. El número de afiliado al partido de su padre es inferior a mil. Visser odia a todos los aliados, sobre todo a los americanos porque en cierta ocasión vivió entre ustedes y a los pilotos de caza británicos porque uno de ellos le arrebató el brazo. Odia que el
Oberst
Von Reiter trate a todos los prisioneros con respeto. El comandante Von Reiter proviene de una familia antigua e importante, que había servido en la Wehrmacht y la Luftwaffe durante muchas generaciones. Ambos hombres se detestan a muerte. Yo no debería contarle estas cosas, teniente Hart.
Tommy asintió. Las palabras de Fritz no le habían sorprendido. Se rascó la mejilla, percatándose de que estaba sin afeitar. Disparó otra pregunta que pilló al hurón por sorpresa.
—¿Qué consiguió usted a cambio del cuchillo, Fritz?
Fritz Número Uno se estremeció, como si de pronto fuera presa de la fiebre. Unas gotas de lluvia (o de sudor) perlaron su frente.
—No conseguí nada —respondió con voz temblorosa y negando con vehemencia.
—¡Eso es absurdo! —protestó Tommy—. ¿Pretende decirme que se trataba de un gran negocio, el más importante que iba a hacer Trader Vic, que tenía a un cliente dispuesto a pagar lo que fuera, y usted no consiguió nada a cambio? ¡Pamplinas! Creo que iré a hablar con Visser. Seguro que tiene varios métodos, a cual más desagradable, para sonsacar información.
—¡Por favor, teniente Hart! —exclamó Fritz Número Uno asiendo a Tommy del brazo—. ¡Se lo suplico! ¡No debe hablar de esto con el
Hauptmann
! ¡Temo que ni siquiera el
Oberst
Von Reiter podría protegerme!
—Entonces dígame qué consiguió a cambio. ¿Cuál era el trato?
Fritz Número Uno alzó la cabeza, fijando los ojos en el cielo, como si le hubiera atacado un repentino dolor. Luego bajó la vista y susurró:
—¡El pago iba a hacerse la noche en que asesinaron al capitán Bedford! —El hurón hablaba en voz tan baja que Tommy tuvo que inclinarse hacia delante para oírle—. Iba a reunirse conmigo aquella noche. Pero no se presentó en el lugar donde habíamos quedado citados.
Tommy inspiró lentamente. Ése era el motivo por el que el hurón se hallara en el recinto después de que hubieran apagado las luces.