La guerra de Hart (62 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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—¿Qué desea preguntarme, capitán?

—¿Estaría usted dispuesto a mentir para salvar la vida?

Tommy se levantó de la silla, pero el coronel MacNamara, adelantándose a su protesta, agitó la mano enérgicamente, haciendo un gesto encaminado a interrumpir a Tommy.

—El acusado responderá a la pregunta —dijo bruscamente.

Tommy hizo una mueca al tiempo que sentía una opresión en la garganta. «Es la peor pregunta», pensó. Se trataba de un viejo truco de los fiscales, que Townsend jamás habría podido emplear en un tribunal normal, pero en el Stalag Luft 13, en esta farsa que pasaba por un juicio, era injustamente permitido. Tommy sabía que era imposible responder a esa pregunta. Si Scott decía sí, haría que todo lo demás que había dicho pareciera mentira. Si decía lo contrario, todos los
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presentes en la sala, cada hombre que había sentido el gélido aliento de la muerte sobre él y sabía que tenía suerte de seguir vivo, creería que estaba mintiendo, porque uno era capaz de todo con tal de seguir vivo.

Tommy miró unos momentos a los ojos de Lincoln Scott y pensó que el aviador negro se había percatado también del peligro. Era como pasar entre los dos escollos de Escila y Caribdis. Uno no podía librarse de sufrir una desgracia.

—No lo sé —respondió Scott lentamente, pero con firmeza—. Lo que sé es que hoy aquí he dicho la verdad.

—Eso dice usted —replicó Townsend con un respingo, meneando la cabeza.

—En efecto —le espetó Scott—, eso es lo que afirmo.

—En tal caso —dijo Townsend, tratando en vano de conferir a sus palabras una mortífera mezcla de indignación e incredulidad—, por el momento no haré más preguntas al testigo.

El coronel MacNamara miró a Tommy.

—¿Desea usted volver a interrogar al testigo, abogado? —preguntó.

Después de reflexionar durante unos instantes, Tommy meneó la cabeza.

—No señor.

El coronel observó a Lincoln Scott.

—Puede retirarse, teniente.

Scott se levantó, se volvió hacia el tribunal y saludó, después de lo cual se dirigió, caminando con paso firme y los hombros cuadrados, hacia su asiento.

—¿Algo más, señor Hart? —preguntó MacNamara.

—La defensa no desea llamar a más testigos al estrado —repuso Tommy en voz alta.

—En ese caso —dijo MacNamara—, reanudaremos la sesión esta tarde para escuchar los alegatos finales. Confío, caballeros, en que éstos sean breves y concisos. Pueden retirarse.

Sonó un nuevo martillazo.

Los hombres se pusieron en pie ruidosamente, y en ese momento de confusión se oyó una voz que dijo: «¡Acabemos con él ahora mismo de un tiro!» A la que replicó una segunda voz, no menos indignada, que exclamó: «¡Cerdos sureños!» De inmediato se produjo un tumulto mientras los hombres se empujaban unos a otros, en medio del griterío. Tommy vio a
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tratando de contener a
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, y a hombres amenazando a otros con el puño. No sabía cómo estaban divididas las opiniones con respecto a la culpabilidad o inocencia de Lincoln Scott, pero sabía que el tema producía una fuerte tensión.

MacNamara seguía asestando martillazos. Al cabo de unos segundos, el silencio se impuso entre los exaltados
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.

—¡He dicho que pueden retirarse! —bramó MacNamara—. ¡Eso he dicho!

Observó enfurecido a la desordenada multitud de
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, aguardando unos momentos en el tenso silencio del teatro. Luego se levantó, se alejó con paso enérgico de la mesa del tribunal y avanzó a través de la masa de hombres, observándolos fijamente, como si colocara un nombre a cada rostro. A su paso se oyeron unos murmullos de protesta y unas voces airadas, pero éstas se disiparon a medida que los hombres empezaron a desfilar de la sala del tribunal hacia el recinto exterior, iluminado por el sol del mediodía.

Tommy caminaba por el perímetro del campo a solas con sus pensamientos y preocupaciones. Sabía que debía estar en el interior del barracón, lápiz y papel en mano, escribiendo las palabras que emplearía esa tarde para tratar de salvar la vida de Lincoln Scott, pero el embravecido mar que se agitaba en su corazón le había impulsado a salir al engañoso sol, y siguió caminando al ritmo impuesto por las sumas y restas que realizaba mentalmente. Sintió el calor del sol en el cuello, sabiendo que era falaz, pues el tiempo no tardaría en cambiar y la lluvia grisácea empezaría a caer de nuevo sobre el campo.

Los otros
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que se encontraban en el campo de revista o en el de ejercicios, o caminando por la misma ruta que Tommy, no se acercaron a él. Nadie se detuvo, ni para injuriarlo ni para desearle suerte, ni siquiera para admirar la tarde que les rodeaba con la misma tenacidad que la alambrada de espino. Tommy caminaba solo.

«Un hombre que vive una mentira…» Tommy meditó en las palabras de Scott al describir a Vincent Bedford. Una cosa sabía sobre el hombre al que habían asesinado: nunca había hecho un trato del que él no saliera beneficiado, salvo el último, que le había costado la vida. «Un precio alto», pensó Tommy con cinismo. Si Trader Vic había estafado a alguien en uno de sus tratos, ¿sería motivo suficiente para matarlo? Tommy siguió caminando al tiempo que se preguntaba con qué comerciaba Trader Vic. Era bastante claro: comerciaba con comida, chocolate, prendas de abrigo, cigarrillos, café y alguna que otra cámara fotográfica y radio ilegal.

Tommy se paró en seco. Había descubierto algo más: Trader Vic comerciaba con información.

Dirigió la vista hacia el bosque. En aquel momento se hallaba detrás del barracón 105, cerca del lugar un tanto oculto donde creía que habían asesinado a Trader Vic. Calculó la distancia a la alambrada desde la parte posterior del barracón y luego dirigió la mirada al bosque.

Durante unos instantes se sintió aturdido debido a la presión del momento. Pensó en Visser y en hombres moviéndose por el campo de noche, así como en quienes habían amenazado a Scott pese a las órdenes, y en todas las pruebas que apuntaban en una dirección desapareciendo simultáneamente, y en Phillip Pryce que había sido removido de modo sumario de la escena. Todo cayó de repente sobre él y se sintió como si se enfrentara a un fuerte viento oceánico que levantaba espuma sobre el agitado oleaje y teñía el agua de un gris turbio e intenso, anunciando una violenta tormenta que avanzaba inexorable por el horizonte. Meneó la cabeza en un gesto de reproche: «Has dedicado demasiado tiempo a contemplar las corrientes a tus pies, en lugar de mirar a lo lejos.»

Tommy supuso que era el tipo de observación que habría hecho Phillip Pryce. Pero, así y todo, seguía atrapado por los acontecimientos.

En esa especie de trance en el que estaba sumido, oyó que alguien pronunciaba su nombre, y durante unos momentos creyó que era Lydia quien le llamaba desde el jardín, conminándole a salir de la casa, porque la atmósfera estaba saturada del perfume de la primavera en Vermont y era una lástima no gozar de ella. Pero al volverse, comprobó que era Hugh Renaday quien le llamaba. Cerca de éste vio a Scott, quien le indicó que se acercara. Tommy miró su reloj. Era la hora en que la acusación y la defensa habrían de exponer sus alegatos finales.

Hasta Tommy tuvo que reconocer que Walker Townsend fue elocuente y persuasivo. Habló con tono quedo, casi hipnótico, sosegado, decidido. Su leve acento sureño confirió a sus palabras un aire de credibilidad. Señaló que de todos los elementos del crimen, el único que Lincoln Scott había negado tajantemente era el de ser el autor del asesinato. Parecía gozar subrayando que el aviador negro había reconocido prácticamente todos los demás aspectos relacionados con el asesinato.

Mientras todos los hombres, amontonados en cada palmo del teatro, escuchaban sus palabras, Tommy pensó que a Lincoln Scott le estaban arrebatando lenta pero sistemáticamente la inocencia.

El capitán Townsend, con su forma de expresarse sosegada pero contundente, dejó bien claro que había un único sospechoso en el caso, y un solo hombre considerado culpable.

Tachó los esfuerzos de Tommy de meras cortinas de humo, destinadas a desviar la atención de Scott. Sostuvo que los rudimentarios conocimientos forenses dentro del campo obligaban a conceder más peso a las pruebas circunstanciales. Se desentendió del testimonio de Visser, aunque evitó analizarlo, limitándose a poner de relieve la forma en que lo había dicho, lo cual, según tuvo que reconocer Tommy, era el mejor sistema de restarle importancia.

Por último, en un golpe de ingenio que Tommy tuvo que reconocer con amargura que había sido brillante, Walker Townsend indicó que él no reprochaba a Lincoln Scott el haber matado a Trader Vic. El capitán de Virginia había alzado la voz, asegurándose de que no sólo el tribunal sino cada
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pendiente de sus palabras lo oyera.

—¿Quién de nosotros, señorías, no habría hecho lo mismo? El capitán Bedford fue en gran medida culpable de su muerte. Subestimó al teniente Scott desde el principio —declaró Townsend con vehemencia—. Lo hizo porque, como sabemos, era racista. Pensaba, según su mentalidad cobarde, que su víctima no le haría frente. Pues bien, señores, como hemos visto, Lincoln Scott es, ante todo, un luchador. El mismo nos ha contado que el hecho de que las circunstancias le fueran adversas no le disuadió de atacar a los FW. Por lo tanto, se enfrentó a Vincent Bedford del mismo modo que se había enfrentado a aquéllos. La muerte que acaeció como consecuencia de ese enfrentamiento es comprensible. Pero, caballeros, el hecho de que ahora comprendamos las causas de sus actos, no exime al teniente Scott de ellos, ni los hace menos odiosos. En cierto modo, señorías, se trata de una situación bien simple: Trader Vic obtuvo su merecido por la forma en que se había comportado. Ahora debemos juzgar al teniente Scott por el mismo rasero. Él consideraba culpable a Vincent Bedford y lo ejecutó. Ahora nosotros, en tanto que hombres civilizados, demócratas y libres, debemos hacer lo propio.

Dirigió una breve inclinación de la cabeza al coronel MacNamara y, acto seguido, se sentó.

—Su turno, señor Hart —dijo el coronel—. Sea breve, por favor.

—Lo procuraré, señoría —repuso Tommy poniéndose en pie.

Se situó al frente del auditorio y alzó la voz lo suficiente para que todos pudieran oírle.

—Hay una cosa que conocemos todos los hombres que nos hallamos en el Stalag Luft 13: la incertidumbre. Es la consecuencia más elemental de la guerra. No hay nada realmente seguro hasta que ha pasado, e incluso entonces, permanece a menudo envuelto en un manto de confusión y conflicto. Tal es el caso de la muerte del capitán Vincent Bedford. Sabemos por boca del único experto que examinó la escena del crimen (pese a ser un nazi), que el caso presentado por la acusación no se corresponde con las pruebas. Y sabemos que la declaración de inocencia del teniente Scott no ha podido ser rebatida por la acusación, que no ha vacilado bajo el tumo de repreguntas. Así pues, señorías, se les pide que tomen una decisión inapelable, definitiva en su certidumbre, basándose en unos detalles totalmente subjetivos, es decir, unos detalles envueltos en dudas. Pero de lo que no cabe duda alguna es sobre lo que es un pelotón de fusilamiento. No creo que ustedes puedan ordenar una ejecución sin estar seguros por completo de la culpabilidad de Lincoln Scott. No pueden ordenarla porque el teniente Scott les caiga bien o porque no les guste el color de su piel o porque sea capaz de citar a los clásicos mientras otros no lo son. No pueden ordenarla, porque una condena a muerte debe basarse exclusivamente en unas pruebas claras e irrefutables. La muerte de Trader Vic está muy lejos de cumplir ninguno de esos requisitos.

Tommy se detuvo, sin saber qué agregar, convencido de haber estado muy por debajo de la elocuencia profesional de Townsend. No obstante, añadió una última reflexión.

—Aquí todos somos prisioneros, señorías —dijo—, y no sabemos si aún estaremos vivos mañana, pasado mañana o después. Pero deseo hacerles notar que ejecutar a Lincoln Scott en esas circunstancias será como matarnos a todos un poco, como lo haría una bala o una bomba.

Tras estas palabras se sentó.

De pronto estallaron primero unos murmullos y luego un vocerío, seguidos por exclamaciones y gritos. Los
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amontonados en el teatro se enfrentaban enfurecidos unos a otros. Lo primero que pensó Tommy fue que resultaba de una claridad meridiana que los dos últimos alegatos, pronunciados por Walker Townsend y por él mismo, no habían conseguido neutralizar la tensión entre los hombres, sino que, por el contrario, habían servido para polarizar aún más las diversas opiniones que sostenían los
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.

Volvieron a oírse los martillazos procedentes de la mesa del tribunal.

—¡No consentiré un motín! —gritó el coronel MacNamara—. ¡Y tampoco consentiré un linchamiento!

—Menos mal —musitó Scott sonriendo con ironía.

—¡Orden! —exclamó MacNamara. Los
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, a pesar de ello, tardaron al menos un minuto en calmarse y recobrar la compostura.

—De acuerdo —dijo MacNamara, cuando por fin pudo hablar—. La evidente tensión y conflicto de opiniones que rodea el caso ha creado unas circunstancias especiales —exclamó como si estuviera pasando revista—. Por consiguiente, tras consultarlo con las autoridades de la Luftwaffe —indicó con la cabeza al comandante Von Reiter, que se tocó la visera de charol negra y reluciente en un gesto de saludo y asentimiento— hemos decidido lo siguiente. Les ruego que lo comprendan. Son órdenes directas de su superior, y deben obedecerlas. ¡Quien no las obedezca pasará un mes en la celda de castigo!

MacNamara se detuvo de nuevo, dejando que los hombres asimilaran la amenaza.

—¡Nos reuniremos de nuevo aquí a las ocho en punto de la mañana! El tribunal dará a conocer entonces su veredicto. De este modo, disponemos del resto de la noche para recapacitar. Después de que se haya emitido el veredicto, todo el contingente de prisioneros se dirigirá directamente al campo de revista para el
Appell
matutino. ¡Directamente y sin excepciones! Los alemanes han accedido amablemente a retrasar el recuento matutino para facilitar la conclusión del caso. No habrá alborotos, ni peleas, ni discusiones con respecto al veredicto hasta que se haya llevado a cabo el recuento. Permanecerán en formación hasta que se les ordene romper filas. Los alemanes reforzarán las medidas de seguridad para impedir los disturbios. ¡Quedan advertidos! Deben comportarse como oficiales y caballeros, sea cual fuere el veredicto. ¿Me he expresado con claridad?

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