La guerra de Hart (66 page)

Read La guerra de Hart Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
8.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y en el preciso momento en que ese pensamiento hizo presa en él, Nicholas Fenelli soltó inopinadamente:

—Mira, Hart, el comandante no va a ayudarte. Odia al teniente Scott tanto como lo odiaba Trader Vic y probablemente por las mismas razones. Imagino que quiere estar presente para ver al pelotón de fusilamiento alemán cuando dispare contra él. Hasta creo que le gustaría dar la orden de disparar…

—¡Cállese, Fenelli! —dijo Clark—. ¡Es una orden!

Tommy miró al hombre que quería ser médico, el cual se encogió de hombros, ignorando una vez más al comandante.

Tommy sintió una repentina frialdad en la habitación, como si hubiera irrumpido en una bolsa de aire frío.

—No lo entiendo —dijo, titubeando.

—Claro que lo entiendes —replicó Fenelli soltando otra breve risotada que sonaba como un rebuzno y un bufido de desprecio dirigido al comandante Clark—. A ver cómo te lo explicaría, Tommy…

El médico le mostró un pedazo de papel blanco. Tommy vio el número veintiocho escrito con lápiz en el centro de la hoja. Miró a Fenelli.

—Yo soy el veintiocho —dijo Fenelli—. Para conseguir este número, lo único que tuve que hacer fue modificar un poco mi declaración. Mentir un poco. Desmontar tu defensa. Por supuesto, no esperaban tu maniobra con Visser. Les pilló desprevenidos. Fue un golpe maestro. En cualquier caso, estos tíos que hay delante de mí no son unos cabrones como yo; pagaron un precio para ocupar un lugar en esta fila. La mayoría son buena gente, Hart. Hay algunos falsificadores, algunos ingenieros y algunas ratas de túneles. Éstos consiguen los números más altos, ¿comprendes? Son los tipos que concibieron este plan, que hicieron el trabajo duro y todo lo demás. Prácticamente todo. Pero no todo. Deja que te haga una pregunta, Tommy…

La sonrisa de Fenelli se desvaneció al instante, dando paso a una expresión dura y agria casi tan elocuente como las palabras que pronunció a continuación.

—Yo soy un vulgar embustero, y conseguí el número veintiocho. ¿Qué número crees que ocuparían los hombres dispuestos a matar a otro para mantener en secreto este túnel? ¿Crees que pueden figurar a la cabeza de la lista?

Una profunda, fría y casi dolorosa sensación de pánico traspasó el corazón de Tommy y se clavó en sus entrañas. Sintió unas gotas de sudor en las sienes y notó la garganta seca. Las manos le temblaban y los músculos de sus piernas se contraían de terror.

Scott, junto a él, debió de reparar en aquel pánico, pues dijo quedamente:

—Iré yo. Tú no eres capaz de bajar allí. Lo sé. Espera aquí.

Pero Tommy meneó la cabeza con energía.

—No te creerán, aunque consiguieras regresar con la verdad. Pero a mí sí me creerán.

—Hart tiene razón —terció Fenelli desde su posición junto a la entrada del túnel—. Tú eres quien se enfrenta a un pelotón de ejecución. No tienes nada que perder por mentir. Pero todos los tíos que están aquí, los que no van a marcharse esta noche, creerán lo que Tommy les diga. Porque es uno de ellos. Lleva una eternidad en este campo de prisioneros, y es blanco como ellos. Lo siento, pero es verdad.

Scott se puso en tensión, con los brazos rígidos. Luego asintió con la cabeza, aunque era evidente que le había costado un esfuerzo hacerlo.

Tommy avanzó un paso.

El comandante Clark se interpuso en su camino.

—No lo consentiré… —empezó a decir.

—Sí que lo hará —repuso Scott con frialdad. No tuvo que decir nada más. El comandante miró al aviador negro y retrocedió rápidamente.

—Cúbreme la espalda, Lincoln —dijo Tommy—. Espero no tardar demasiado.

No esperó a oír la respuesta del aviador negro. Sabiendo que si dudaba siquiera un segundo no podría hacer lo que debía, Tommy se acercó al borde del túnel. Había velas dispuestas, sobre salientes construidos a mano, a lo largo del estrecho túnel. Un cable de teléfono, de un centímetro y medio de grosor, probablemente sustraído de la parte posterior de un camión alemán y lo bastante resistente para sostener el peso de un hombre, estaba sujeto al borde del retrete. Tommy se sentó en el borde del túnel. El hombre situado debajo izó un cubo lleno de tierra y luego se apartó, apretándose contra el muro de tierra del túnel. Tommy asió el cable y, evocando los terrores de su infancia y un sinnúmero de angustiosas pesadillas, se deslizó lentamente por el agujero gélido y desierto que le aguardaba.

18
El final del túnel

Cuando llegó al fondo, tuvo la sensación de que no podía respirar. Cada palmo que descendía hacia las entrañas de la tierra parecía robarle el aire, hasta el punto de que cuando por fin apoyó los pies en el duro suelo de tierra, a seis metros debajo de la superficie, respiraba de forma entrecortada, espasmódica, jadeante, como si una gigantesca roca le oprimiera el pecho.

Había dos hombres trabajando en un pequeño espacio, casi una antesala al comienzo del túnel propiamente dicho, de unos dos metros de ancho y apenas un metro y medio de altura. Sus rostros estaban iluminados por un par de velas montadas en unas latas de carne; la tenue luz parecía pugnar contra las sombras que amenazaban con invadirlo todo. Ambos hombres mostraban las frentes sudorosas y tenían las mejillas manchadas de tierra y surcadas por arrugas de agotamiento. Uno estaba vestido con un traje parecido al que lucía Fenelli, y estaba sentado detrás de un rudimentario fuelle, al que accionaba con furia. El fuelle emitía una especie de soplido, a medida que introducía aire en el túnel. Tommy calculó que ese
kriegie
debía de ser el número veintisiete. El otro hombre llevaba simplemente un mono. Era un individuo bajo, recio y musculoso, y se encargaba de recibir cada cubo de tierra que descendía por el túnel e izarlo por el mismo para que los de arriba distribuyeran el contenido.

El hombre que vestía traje habló en primer lugar. No dejó de maniobrar el fuelle, pero sus palabras estaban teñidas de asombro.

—¡Hart! ¡Joder, tío! ¿Pero qué haces aquí?

Tommy miró a través de la oscilante luz y vio que el hombre del fuelle era el piloto de caza neoyorquino, el que le había ayudado en el campo de revista.

—Busco respuestas —respondió Tommy con voz entrecortada—. Allí —agregó señalando el túnel.

—¿Vas a subir por el túnel? —preguntó el neoyorquino.

Tommy asintió.

—Necesito averiguar la verdad —dijo sin dejar de jadear y toser.

—¿Y crees que la verdad se encuentra allí arriba? ¿La verdad sobre Trader Vic?

Tommy volvió a asentir.

El hombre siguió trabajando, pero parecía sorprendido.

—¿Estás seguro? No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver el túnel con la muerte de Vic? El comandante Clark no nos dijo a ninguno de los que trabajamos en este túnel que Vic estuviera relacionado con esto.

—Todo está oculto —repuso Tommy entre tos y tos—, pero todo está relacionado. —Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano, dominado como estaba por el terror, a fin de inspirar el aire suficiente para articular las palabras—. Debo subir allí y averiguar la verdad.

—¡Caray! —dijo el piloto meneando la cabeza. Su rostro brillaba debido al esfuerzo de accionar el fuelle—. Déjame que te diga una cosa, amigo. Quizá compruebes que la persona a quien buscas no está dispuesta a hablar. Sobre todo cuando está a punto de alcanzar la libertad.

—Debo ir allí —repitió Tommy—, no tengo otro remedio. —Cada palabra que pronunciaba le quemaba el pecho como un chorro de aire recalentado por el estallido de una bola de fuego.

El neoyorquino prosiguió sin pausas su esforzada tarea.

—De acuerdo —dijo encogiéndose de hombros—, te explicaré la situación. Hay veintiséis tíos distribuidos por el túnel. Un
kriegie
apostado cada tres metros aproximadamente. Cada cubo pasa de mano en mano hasta alcanzar la parte delantera del túnel, después de lo cual lo llenan y nos lo devuelven. Cada hombre avanza como un cangrejo y retrocede como una extraña tortuga, caminando hacia atrás. Andamos escasos de tiempo, de modo que te aconsejo que empieces a moverte y hagas lo que debas hacer. El túnel es tan estrecho que apenas podrás pasar en los tramos en que te encuentres con otro tío. Dispones de una cuerda para ayudarte a avanzar. ¡Sobre todo no golpees este jodido techo! Procura no levantar la cabeza. Hemos utilizado madera de los paquetes de la Cruz Roja para apuntalarlo, pero es muy inestable, y si lo golpeas corres el riesgo de que se derrumbe encima de ti. O encima de todos nosotros. Procura también no rozar las paredes, no son muy resistentes.

Tommy tomó buena nota de aquellos consejos. Se volvió y contempló la boca del túnel. Era estrecha, terrorífica. No medía más de medio metro por un metro. Cada
kriegie
que aguardaba en el túnel disponía de una sola vela para crear unas islitas de luz a su alrededor; las velas eran la única fuente de iluminación en todo el túnel.

El neoyorquino sonrió.

—Oye, Tommy —dijo con tono risueño a pesar del cansancio—, cuando regrese a casa y gane mi primer millón y necesite un brillante y astuto abogado para que vigile mi dinero y mi culo, te llamaré a ti. Cuenta con ello. En cualquier caso, espero que encuentres lo que buscas —dijo. Luego se inclinó hacia delante, escudriñando el túnel.

—¡Sube un hombre! ¡Dejad paso! —gritó en tono de advertencia.

—Espero que regreses a casa sano y salvo —consiguió decir Tommy tras muchos esfuerzos, pues la garganta estaba absolutamente seca por el polvo y al terror.

—Tengo que intentarlo —repuso el neoyorquino—. Es preferible a permanecer otro minuto consumiéndote en este maldito lugar.

Acto seguido se agachó y continuó dándole al fuelle con renovado vigor, introduciendo una ráfaga tras otra de aire por el túnel.

Tommy se colocó a cuatro patas. Tras dudar unos instantes, palpando el suelo en busca de la cuerda, la aferró y empezó a avanzar, arrastrándose sobre el vientre como un recién nacido ansioso por ver mundo, pero sin ningún afán de aventura. Lo único que sentía era un profundo y cavernoso pavor que resonaba en su interior, y lo único que sabía era que las respuestas que debía averiguar esa noche estaban a unos setenta y cinco metros por delante de él, al final de lo que cualquier persona razonable reconocería, tras echarle un vistazo, que era poco más que una larga, oscura, estrecha y peligrosa fosa.

Hugh Renaday también se arrastraba por el suelo.

Avanzando lenta y deliberadamente, había conseguido recorrer casi cien metros, de forma que en esos momentos se hallaba en el centro del campo de ejercicios y de revista y le pareció razonable volverse y tratar de retroceder hasta la fachada del barracón 101, desde donde podría echar a correr hacia la puerta una vez que las sombras de la noche se alinearan de modo oportuno. Por supuesto, lo de echarse a correr iba a ser toda una experiencia. El dolor que sentía en la pierna era insoportable, como proveniente de una flor de agonía que dejaba caer sus pétalos de dolor por la pierna.

Durante unos momentos, sepultó la cara en el suelo, sintiendo el sabor de la tierra seca y amarga.

El esfuerzo de avanzar arrastrándose le había hecho romper a sudar, y en esos momentos, al tomarse un segundo respiro, sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Recordó un día en que, de joven, había terminado un partido de jockey agotado y había permanecido tendido sobre el hielo, boqueando, sintiendo que el intenso frío le traspasaba el jersey y los calcetines, como para recordarle quién era más fuerte. Hugh mantuvo el rostro hundido en el suelo, pensando que esta noche trataba de enseñarle la misma lección.

Una parte de él ya había aceptado que aquella noche le dispararían y matarían. Quizá dentro de unos minutos, quizás un par de horas. La angustiosa sensación de desesperación pugnaba contra un feroz y casi incontrolable afán de vivir. La lucha entre esos dos deseos opuestos estaba empañada por todo lo que había ocurrido, y Hugh se aferró en su fuero interno a la necesidad más pura de que, al margen de lo que le sucediera a él, no haría nada que comprometiera las vidas de sus amigos. En su caso, no comprometerlos significaba no poner en peligro la fuga que unos presos iban a llevar a cabo esa noche.

Le rodeaba un profundo silencio, interrumpido sólo por su trabajosa respiración. Durante unos momentos le habló en silencio a su rodilla, censurándola: «¿Cómo has podido hacerme esto? No ha sido un golpe tan fuerte. Te he pedido cosas mucho más difíciles, vueltas y giros, y velocidad sobre el hielo, y jamás te habías quejado, ni me habías traicionado. ¿Por qué precisamente esta noche?»

La rodilla no respondió, pero siguió latiendo de dolor, como si eso le resultara lo más cómodo.

Hugh se preguntó si había sufrido la rotara de un ligamento o un esguince. Se encogió de hombros, el diagnóstico le importaba un comino.

Con cuidado, se volvió un poco y reinició su marcha de reptil, pero esta vez siguiendo una ruta en diagonal hacia el barracón 101. Se trazó un plan, lo cual le dio renovadas energías: avanzaría otros cincuenta metros y después esperaría. Esperaría por lo menos una hora, o quizá dos. Esperaría hasta que llegara la parte más densa de la noche, y entonces trataría de alcanzar el barracón. Eso daría a Tommy y a Scott tiempo suficiente para hacer lo que se hubieran propuesto. Confiaba en que diera también tiempo suficiente para conseguir su propósito a los presos que iban a fugarse.

Hugh suspiró profundamente mientras avanzaba lentamente pero con determinación. Tenía la impresión de que esa noche había que satisfacer numerosas necesidades, pero no sabía cuál era la más importante. Sólo sabía que él mismo se arrastraba por el filo de la navaja. De pronto recordó una curiosa anécdota, casi cómica. Recordó una clase de ciencia en la escuela secundaria, durante la que el maestro había asegurado a un grupo de alumnos incrédulos que una babosa era capaz de arrastrarse sobre el filo de una cuchilla sin partirse en dos. Y para demostrar su tesis, el maestro había extraído de una caja una babosa de color pardo y la obligada y reluciente cuchilla de afeitar.

Los estudiantes se habían aproximado para contemplar estupefactos a la babosa hacer exactamente lo que el maestro les había asegurado. Hugh pensó que esa noche él tenía que hacer lo que había hecho ese gusano. En todo caso, eso era lo que creía.

A treinta metros a su derecha se alzaba la imponente alambrada de espino. Hugh mantuvo la cabeza agachada, calculando su progreso en palmos, incluso en centímetros. «La noche es tu aliada», se dijo.

Other books

Patricia Rice by All a Woman Wants
Murder Packs a Suitcase by Cynthia Baxter
Chupacabra by Smith, Roland
A Sweet & Merry Christmas by MariaLisa deMora
Snake Dreams by James D. Doss
The Rebellious Twin by Shirley Kennedy
Shatterglass by Pierce, Tamora