El comandante Clark permanecía arrodillado junto al borde de la entrada al túnel, cerca del retrete, mirando por el orificio.
—Apresúrese —exhortó a Scott—. ¡Maldita sea, muévase!
En el otro extremo del pasillo central del barracón 107, el oficial que montaba guardia junto a la puerta principal se volvió de repente y gritó a los que estaban en el retrete:
—¡Se acercan alemanes!
El comandante Clark se levantó. Se volvió hacia la brigada de los cubos que estaban de pie en el pasillo y ordenó:
—¡Salgan todos al campo de revista!
—¿Qué hacemos con el túnel? —preguntó alguien.
—¡Al carajo con el túnel! —replicó Clark.
Pero luego alzó la mano derecha, como para detener a los hombres a quienes había ordenado que salieran. El comandante dejó escapar una sonrisa irónica, tensa, a través de su rostro y miró a los
kriegies
que se disponían frente a él.
—De acuerdo —dijo con tono enérgico—. ¡Necesitamos unos minutos más! Hay que ganar tiempo.
Esto es lo que quiero que hagan: quiero que dispersen al jodido pelotón de alemanes que se dirige hacia aquí. Láncense a por ellos como si fueran a marcar un tanto en el área de meta. ¡Embístanlos, déjenlos noqueados! Pero sigan adelante, no se detengan más que para propinarles un par de mamporros. Diríjanse hacia el campo de revista y colóquense en formación. ¿Entendido? ¡La vieja cuña de la aviación a través del enemigo! ¡Pero no se detengan! ¡No quiero que nadie reciba un tiro!
¡No quiero que arresten a nadie! Entreténganlos el máximo tiempo posible. ¿Está claro?
Los hombres situados en el pasillo asintieron con la cabeza. Algunos sonrieron.
—¡Andando pues! ¡A por ellos! —gritó el comandante Clark—. Y cuando lleguen a esa puerta, quiero oír sus voces.
Los hombres sonreían de satisfacción. Algunos se golpearon la palma de la mano con el puño, hicieron crujir sus nudillos. Tensaron los músculos. El oficial que estaba vigilando la puerta gritó de pronto:
—¡Preparados!
Luego:
—¡Adelante!
—¡Adelante,
kriegies
! —ordenó Clark.
Tras emitir tres furiosos gritos de desafío, la falange de aviadores americanos se lanzó por el pasillo, hombro con hombro, y salió rauda por la puerta del barracón.
—¡Ánimo! ¡Ánimo! —gritaba Clark.
No alcanzó a presenciar el impacto del ataque, pero oyó el guirigay de voces cuando los hombres embistieron al pelotón de alemanes que se dirigía hacia el barracón, creando al instante una violenta confusión de cuerpos en el suelo del campo de revista. Oyó exclamaciones de alarma y el impacto de los cuerpos al chocar entre sí. Pensó que era un sonido muy satisfactorio.
—¡Alemanes! ¡Están a punto de aparecer! ¡Sigan cavando! —exclamó después, volviéndose hacia el túnel.
Lincoln Scott oyó las palabras, pero no significaban nada para él. La amenaza provocada por el derrumbe del techo era muchísimo más grave que un pelotón de gorilas dirigiéndose a la carera hacia el barracón 107. Tenía también que pelear contra la oscuridad que amenazaba con engullirlo.
Apartó la tierra que entorpecía su camino con una furia fruto de muchos años de incesante rabia.
Tommy Hart estaba asombrado. La muerte parecía acercarse a él de puntillas.
Había conseguido encogerse un poco cuando el techo se derrumbó sobre él, procurándole una minúscula bolsa de oxígeno de la que pudo arrancar unas bocanadas de aire fétido y enrarecido. No había creído que el mundo pudiera llegar a ser tan tenebroso.
Por primera vez, tras días y semanas, se sentía sereno, completamente relajado. Toda la tensión en cada fibra de su cuerpo parecía haberse disipado de improviso, para alejarse de él. Sonrió para sus adentros, pensando que incluso el intenso dolor que sentía en la mano, que hacía que le ardiera todo el cuerpo, parecía haberse extinguido. Le parecía extraño, pero reconfortante; era un don que la muerte le ofrecía en sus últimos momentos.
Tommy respiró hondo. Estuvo a punto de prorrumpir en una carcajada. «Qué curioso —se dijo— no concedemos importancia al hecho de respirar, y eso que inspiramos aire decenas de miles de veces al día. Sólo cuando estás a punto de morir te das cuenta de lo especial que es el aire que respiramos, lo dulce y delicioso que sabe.»
Volvió a respirar profundamente y tosió. El derrumbe había inmovilizado su cabeza y sus hombros, pero no sus pies. Los movió un poco, casi como si pretendiera avanzar, peleando hasta los últimos segundos. Pensó en todas las personas importantes en su vida. Y las vio como si las tuviese frente a él. Le produjo tristeza pensar que estaba a punto de convertirse en un mero recuerdo para ellas. Se preguntó si la muerte consistiría esencialmente en eso, en pasar de un ser de carne y hueso a un recuerdo.
Tras esta última reflexión Tommy volvió a sorprenderse, esta vez al percibir el inconfundible sonido de unos arañazos. Se quedó perplejo. Creía estar completamente solo y le parecía incomprensible que un fantasma hiciera ese ruido terrenal. Un ruido de vida, que lo confundió y asombró aún más.
Pero quien aferró su maltrecha mano no fue un fantasma.
En la densa oscuridad del túnel, Tommy notó de pronto que se abría un espacio ante él. Y en ese agujero oyó unas palabras, farfulladas, pronunciadas entre dientes debido al agotamiento:
—¿Hart? ¡Maldita sea, háblame! ¡No vas a morir! ¡No lo permitiré!
Tommy sintió una inmensa fuerza que tiraba de él, arrastrándolo a través de la tierra que él había creído su sepultura.
En aquel preciso momento, todos los dolores y sufrimientos que habían desaparecido regresaron, casi cegándolo a medida que un intenso dolor invadía de nuevo todo su cuerpo. Pero curiosamente, Tommy se alegró de sentirlo, pues dedujo que significaba que la muerte había renunciado a llevárselo consigo.
—¡No vas a morir, maldita sea! —oyó de nuevo—. ¡No lo consentiré!
—Gracias —fue todo cuanto sus escasas fuerzas le permitieron decir.
Lincoln Scott apoyó las manos en los hombros de Tommy, hundiendo sus poderosos dedos en su camisa y su carne, y con un sonoro y violento gruñido lo arrancó de debajo del techo que se había derrumbado sobre él. Luego, sin vacilar, lo empujó hacia delante, arrastrándolo por el túnel.
Tommy trató de colaborar avanzando a cuatro patas, pero no pudo. Le quedaban menos fuerzas que a un niño. Así, dejó que Scott lo condujera hacia delante a empujones y manotazos, llevándolo hacia la incuestionable seguridad que ofrecía la entrada del túnel.
El comandante Clark estaba de pie en la entrada del retrete, con los brazos cruzados, interceptando el paso a un teniente alemán y a un pelotón de gorilas cubiertos con cascos y armados con fusiles.
—
Raus!
—gritó el oficial alemán—. ¡Apártese! —añadió en un inglés pasable aunque con marcado acento.
El alemán tenía el uniforme roto en las rodillas y desgarrado en el hombro, y de la comisura brotaba un hilo de sangre que manchaba su mandíbula. Los hombres del pelotón presentaban varios rasguños y cortes parecidos, y sus uniformes estaban también rotos y sucios debido al encontronazo con los
kriegies
que habían salido precipitadamente del barracón 107.
—Ni hablar —replicó el comandante Clark con energía—. No hasta que mis hombres hayan salido.
El oficial alemán lo fulminó con la mirada.
—¡Apártese! ¡Fugarse está
verboten
!
—¡Nuestro deber es fugarnos! —tronó Clark—. Además, nadie se ha fugado, idiota —agregó el comandante Clark con desdén, sin moverse—. ¡No se han fugado! ¡Han vuelto! Y cuando salgan, puede usted quedarse con el maldito túnel. Se lo regalo.
El oficial alemán se llevó la mano al cinturón y sacó su Luger semiautomática.
—¡Si no se aparta,
Herr
comandante, le pego un tiro aquí mismo!
Al decir esto amartilló la pistola para subrayar sus palabras.
Clark meneó la cabeza.
—No me muevo de aquí. Puede matarme de un tiro, teniente, pero se enfrentará a la soga del verdugo. Allá usted si comete esa estupidez.
Tras dudar unos instantes, el oficial alemán alzó la pistola y la apuntó al rostro de Clark, que lo miró con manifiesto odio.
—¡Alto!
El oficial dudó unos instantes y luego se volvió. Los hombres del pelotón se cuadraron cuando el comandante Von Reiter se acercó por el pasillo. Tenía el rostro encendido. Su furia era tan evidente como el forro de seda rojo de su abrigo. Asestó una patada en el suelo de madera.
—¿Qué significa esto, comandante Clark? —inquirió bruscamente—. ¡Vaya a ocupar su lugar en la cabeza de la formación de inmediato!
El comandante Clark volvió a negarse con un gesto.
—Ahí abajo hay unos hombres. Cuando salgan, yo les acompañaré al
Appell
.
Von Reiter vaciló, pero su próxima orden fue interrumpida por la voz exaltada de Fenelli, que brotó por la entrada del túnel.
—¡Lo ha rescatado! ¡Lo ha hecho de puta madre, comandante! ¡Scott ha logrado sacarlo de allí!
¡Van a salir!
Clark se volvió hacia el médico.
—¿Está bien?
—¡Está vivo!
Entonces Fenelli se volvió y extendió la mano a través del túnel para ayudar a Lincoln Scott a arrastrar a Tommy Hart los últimos metros. Al entrar en la antesala ambos hombres se arrojaron extenuados sobre el montón de tierra. Fenelli se dejó caer por el agujero y aterrizó junto a Tommy, a quien sostuvo la cabeza mientras Lincoln Scott, resollando, inspirando el aire del pozo del túnel, se dejó caer junto a ellos. Fenelli sacó una cantimplora llena de agua, que vertió sobre la cara de Tommy.
—¡Joder, Hart! —murmuró Fenelli—. Debes de ser el tío más afortunado del mundo.
Luego observó la maltrecha mano de Tommy y emitió una exclamación de asombro.
—Y la mano más desgraciada. ¿Cómo ocurrió?
—Me mordió un perro —respondió Tommy con un hilo de voz.
—Menuda bestia —dijo Fenelli. Luego le formuló otra pregunta en voz baja—: ¿Qué diablos ha ocurrido ahí fuera?
Tommy meneó la cabeza y respondió suavemente:
—Conseguí salir. Por poco rato, pero salí.
—Bien —repuso el médico de Cleveland esbozando una sonrisa de satisfacción, aunque cubierta de tierra—. Llegaste más lejos que yo, lo cual ya es algo.
Pasó un brazo por la axila de Tommy y le ayudó a incorporarse. Scott se levantó también emitiendo un sonido gutural. Los dos hombres tardaron un par de minutos en alzar a Tommy a través del pozo del túnel hasta la superficie, donde los alemanes le agarraron y depositaron sobre el suelo del pasillo. Tommy no sabía lo que ocurriría a continuación, sólo que se sentía aturdido debido al sabor embriagador del aire. No creía tener fuerzas suficientes para ponerse en pie por sí solo y caminar, si los alemanes se lo exigían. Lo único que sentía era un dolor inmenso y una gratitud no menos inmensa, como si esas dos sensaciones contradictorias estuvieran más que dispuestas a compartir un espacio en su interior.
Era consciente de que Lincoln Scott se hallaba cerca, junto al comandante Clark, como si montara guardia. Fenelli volvió a inclinarse sobre él y le observó la mano.
—La tiene destrozada —observó Fenelli volviéndose al comandante Von Reiter—. Es preciso curarle esas heridas sin pérdida de tiempo.
Von Reiter se agachó y examinó la mano. De inmediato retrocedió, como si lo que había visto le chocara. Tras dudar unos segundos, retiró lentamente y con cuidado el pañuelo con que Tommy se había envuelto la mano. Von Reiter se guardó el pañuelo en el bolsillo de su guerrera, haciendo caso omiso de la sangre que empapaba la seda blanca. Al contemplar las graves lesiones, arrugó el ceño. Observó que tenía el índice casi amputado y unos cortes profundos en la palma y los otros dedos. Luego alzó la vista y miró al teniente alemán.
—¡Traiga un paquete de cura inmediatamente, teniente!
El oficial alemán saludó e hizo un gesto a uno de los gorilas que seguían en posición de firmes.
El soldado alemán sacó un paquete que contenía una gasa impregnada con sulfamida de un estuche de cuero sujeto a su cinturón de campaña y lo entregó al comandante Von Reiter, quien, a su vez, lo pasó a Fenelli.
—Haga lo que pueda, teniente —dijo Von Reiter con tono hosco.
—Esto no es suficiente, comandante —replico Fenelli—. Necesita medicinas y un médico.
Von Reiter se encogió de hombros.
—Véndale bien la mano —dijo.
El comandante alemán se incorporó bruscamente y se volvió hacia el comandante Clark.
—Encierre a estos hombres en la celda de castigo —dijo, indicando a Fenelli, Scott y Hart.
—Hart necesita que lo atienda de inmediato un médico —protestó el comandante Clark.
Pero Von Reiter sacudió la cabeza.
—Ya lo veo, comandante —dijo—. Lo siento. A la celda. —Esta vez repitió la orden al oficial alemán que se hallaba cerca— ¡A la celda!
Schnell!
—dijo alzando la voz. Acto seguido, sin añadir otra palabra ni mirar a los americanos o el túnel, dio media vuelta y abandonó apresuradamente el barracón.
Tommy trató de levantarse, pero la debilidad se lo impedía.
El teniente alemán le empujó con su bota.
—Raus!
—dijo.
—No te preocupes, Tommy, yo te ayudaré —dijo Lincoln Scott apartando al alemán de un golpe con el hombro. Luego se inclinó y ayudó a Tommy a ponerse en pie. Al levantarse, Tommy estuvo a punto de perder el equilibrio—. ¿Puedes caminar? —le preguntó Scott en voz baja.
—Lo intentaré —respondió Tommy entre dientes.
—Te ayudaré —dijo Scott—. Apoya el peso en mí. —Sostuvo a Tommy por los sobacos para evitar que cayera. El aviador negro sonrió—. ¿Recuerdas lo que te dije, Tommy? —preguntó suavemente—.
Ningún chico blanco muere si hay un aviador de Tuskegee velando por él.
Avanzaron un paso como para tantear el terreno, luego otro. Fenelli se adelantó y abrió la puerta del barracón 107 para que pudieran pasar.
Rodeado por los ceñudos guardias alemanes cubiertos con cascos, observado por todos los hombres del recinto, Lincoln Scott condujo con lentitud a Tommy Hart a través del campo de ejercicio. Sin decir palabra, ni siquiera cuando un gorila les empujaba con el cañón del fusil, los dos hombres atravesaron cogidos del brazo las formaciones de aviadores americanos, que se apartaron en silencio para darles paso.