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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (72 page)

BOOK: La guerra de Hart
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Confiaba en que el músico estuviera en lo cierto.

Se aproximó al objetivo, sin atreverse casi a respirar.

El agujero en el suelo que él trataba de proteger se hallaba tras él, en sentido oblicuo. La luz de la linterna seguía moviéndose de forma aleatoria. Tommy no lograba ver quién la sostenía, pero sintió una sensación de alivio cuando aguzó el oído y no detectó el sonido de un perro.

La luz se aproximó un par de metros y Tommy notó que se tensaban todos sus músculos, dispuesto para una emboscada.

Unos pocos metros a su espalda, oculto bajo la superficie del suelo, el Número Dieciocho ya no soportaba la tensión de esperar la señal. Había barajado todos los posibles motivos de esa demora, calibrando todos los riesgos frente a la imperiosa necesidad de moverse. Sabía que el tiempo apremiaba, y también que los únicos hombres que tenían alguna probabilidad de escapar eran los que consiguieran llegar a la estación del ferrocarril antes de que sonara la alarma. El Número Dieciocho había pasado muchas horas cavando el túnel, y en más de una ocasión le habían sacado asfixiándose cuando algún tramo de éste se había desplomado, y en un arrebato fruto de la juventud, había llegado a la temeraria decisión de tratar de alcanzar la libertad por su cuenta y riesgo. Su impaciencia había superado todos los límites de la razón que le quedaba después de pasar tantas horas tumbado boca abajo en el túnel, y en aquel segundo decidió salir de él, con señal o sin ella.

Levantó ambas manos y trepó a través del agujero, aspirando el aire puro del exterior, impulsándose como si tratara de alcanzar la superficie de una piscina llena de agua.

Al oír el ruido, Tommy se detuvo en seco.

La luz de la linterna se dirigió hacia el sonido sospechoso y Tommy oyó una exclamación de sorpresa susurrada en alemán.


Mein Gott!

Visser consiguió distinguir, en el extremo del débil haz de luz, la oscura silueta de Número Dieciocho al salir precipitadamente del túnel y echar a correr hacia el bosque. Estupefacto, el
Hauptmann
avanzó rápidamente unos pasos y se detuvo. Se llevó rápidamente la linterna a la boca, para sostenerla con los dientes, a fin de tener las manos libres para empuñar el revólver. Fue un golpe de suerte para el fugado, pues la presión de la linterna entre los dientes impidió a Visser gritar y hacer sonar la alarma de inmediato. El alemán trató frenéticamente de abrir el estuche del revólver y sacar el Mauser que llevaba sujeto al cinto.

Casi lo había logrado cuando Tommy se abalanzó sobre él y le asestó un puñetazo en el pecho, como un defensa de rugby protegiendo al jugador que lleva el balón.

El choque conmocionó a ambos. La linterna cayó entre unos matorrales, su mortífero haz fue sofocado por las hojas y las ramas. Tommy no se percató de ello. Se arrojó sobre el alemán, tratando de aferrarle por el cuello.

Los dos hombres cayeron hacia atrás enzarzados en una pugna feroz. La fuerza del ataque de Tommy les llevó hasta la línea de árboles en el límite del bosque, sustrayéndolos al campo visual de las torres de vigilancia y de los guardias que patrullaban el lejano perímetro. Peleaban aferrados el uno al otro, anónimamente, en la densa oscuridad.

Al principio, Tommy no sabía contra quién luchaba. Sólo sabía que ese hombre era un enemigo y llevaba consigo una linterna, un revolver y quizás el arma más peligrosa de todas, una voz con que gritar. Cada uno de esos tres objetos podía acabar con él fácilmente, y Tommy sabía que tenía que luchar contra cada uno de ellos. Trató de dar con la linterna, pero había desaparecido, de modo que continuó atacando con sus puños, tratando con desesperación de neutralizar los otros dos peligros.

Visser rodó por el suelo debido al impacto de la agresión, pero devolvió los golpes que le propinaba su atacante. Era un soldado frío, perfectamente adiestrado y experimentado, y en seguida comprendió las probabilidades que tenía de ganar. Encajó los puñetazos que le propinaba Tommy al tiempo que trataba de localizar su Mauser. Se defendió propinando patadas con las dos piernas, consiguiendo alcanzar a Tommy en la barriga, haciendo que éste emitiera una exclamación sofocada de dolor.

Aunque Visser no era propenso a gritar pidiendo auxilio, trató de hacerlo. Gritó débilmente, pues el ataque inicial de Tommy le había cortado el aliento. La palabra permaneció suspendida entre los dos hombres que peleaban, después de lo cual se disipó en la oscuridad que les rodeaba. Visser inspiró una bocanada de aire nocturno, llenándose los pulmones con el fin de lanzar un grito de socorro, pero en aquel segundo Tommy le tapó la boca con la mano.

Tommy había aterrizado casi detrás del alemán. Consiguió rodearle el torso con una pierna, haciendo que el otro cayera sobre él, en las densas sombras del bosque. Al mismo tiempo, Tommy metió la mano izquierda en la boca de su enemigo, introduciendo los dedos en su garganta para asfixiarlo. Sólo era vagamente consciente de que existía un arma, y le llevó otra fracción de segundo comprender que el hombre contra el que peleaba era manco.

—¡Visser! —dijo de pronto.

El alemán no respondió, aunque Tommy intuyó que había reconocido su voz. Visser siguió asestándole patadas y repeliéndole al tiempo que trataba de extraer su pistola. De pronto mordió con todas sus fuerzas la dúctil carne de la mano izquierda de Tommy, clavándole los dientes hasta el hueso.

Tommy sintió una punzada de dolor cuando los dientes del alemán atravesaron músculos y tendones en busca del hueso. Soltó un gemido al tiempo que un velo rojo de agonía le cegaba.

Pero siguió peleando, introduciendo su maltrecha mano más profundamente en la garganta del alemán. Con la otra mano, le aferró la muñeca. Por el peso de ésta dedujo que el alemán casi había conseguido sacar su pistola, empleando toda su fuerza en sacarla del estuche y disparar.

Tommy comprendió, aunque estaba ofuscado debido al dolor y sentía que la sangre brotaba a borbotones de su mano herida, que el mero hecho de disparar un tiro al aire lo mataría al igual que si apoyara el cañón contra su pecho y le atravesara el corazón de un tiro. Por consiguiente hizo caso omiso del intenso dolor que sentía en la mano izquierda y se concentró en el único brazo del alemán, y el esfuerzo que éste hacía para alcanzar la culata y el gatillo de su revólver.

Curiosamente, toda la guerra, millones de muertes, una pugna entre culturas y naciones, se reducía, para Tommy, a una batalla por controlar un revólver. Prescindiendo del destrozo que los dientes del alemán le había causado en la mano, se esforzó en ganar una pequeña victoria, para hacerse con el control del revólver. Notó que Visser trataba de amartillar el arma y se apartó con violencia. El alemán había conseguido sacar parcialmente el Mauser de su reluciente estuche de cuero negro. Su voluminosa forma y peso representaban una pequeña ventaja en favor de Tommy, pero Visser era dueño de una fuerza notable. El alemán era un hombre de complexión atlética, y gran parte de su fuerza estaba concentrada en el único brazo que le quedaba. Tommy intuyó que el fiel de la balanza en esta batalla dentro de otra mayor se inclinaba a favor de Visser.

De modo que decidió arriesgarse. En lugar de apartarse, torció la mano del alemán con fuerza.

Los dedos de Visser quedaron oprimidos contra el seguro y uno de ellos se partió. El alemán gimió de dolor, emitiendo el sonido gutural a través de la ensangrentada mano izquierda de Tommy, con la que éste seguía intentando asfixiarlo.

Ninguno de los dos consiguió hacerse con el Mauser, que de pronto cayó en el mar de musgo y tierra del bosque. La oscuridad circundante engulló de inmediato su armazón de metal negro.

Visser comprendió que había perdido su arma, por lo que redobló su afán de pelear, hundiendo de nuevo los dientes en los dedos de la mano izquierda de Tommy al tiempo que le golpeaba con su mano derecha. El alemán trató de incorporarse, pero Tommy le rodeó con las piernas, inmovilizándole. Peleaban como dos amantes, pero lo que ambos querían conseguir era la muerte del otro.

Tommy no hizo caso de los golpes que le asestaban, del dolor que sentía en la mano, y empujó a Visser contra el suelo. No le habían instruido para matar a un hombre con sus manos, jamás había pensado siquiera en ello. Los únicos enfrentamientos que había tenido de adolescente habían consistido principalmente en empujones, palabrotas e insultos, y solían terminar con uno o ambos jóvenes deshechos en llanto. Ninguna pelea en las que había participado, ni siquiera la que había librado hacía un rato en el túnel, cuando había combatido por la verdad, fue tan intensa como ésta.

Ninguna había sido tan mortal como los combates que Lincoln Scott había librado, equipado con guantes de boxeo, en un cuadrilátero, con un árbitro presidiendo el combate.

Ésta era diferente. Era una pelea que sólo tenía un desenlace. El alemán continuó golpeándole, propinándole patadas y arrancándole la carne de los dedos con los dientes, pero de pronto Tommy dejó de sentir dolor. Parecía como si en aquellos segundos le sobreviniera una total frialdad de instinto y deseo, y empezó a apretar con fuerza el cuello del alemán, apoyando la rodilla derecha en la rabadilla de Visser para mantener el equilibrio.

Visser presintió en el acto el peligro, sintió la tensión que se apoderaba de su cuello, y trató de liberarse. Arañó a Tommy con cada gramo de odio que sentía para obligarle a soltarle. De haber tenido dos brazos, la pelea se habría saldado rápidamente en favor del alemán, pero la bala del Spitfire que le había arrebatado el brazo le había causado también otro tipo de lesiones. Durante unos instantes ambos permanecieron suspendidos en el borde de la indecisión, la fuerza de un hombre contra la del otro, sus cuerpos torcidos, tensos y rígidos como el cuero seco.

Visser se empleó a fondo, mordiendo, asestando patadas y golpeando a su adversario con su única mano. Tommy encajó los golpes que le llovían cerrando los ojos y apretando con más fuerza, sabiendo que si cedía un ápice le costaría la pelea y la vida.

De pronto Tommy oyó un sonido terrible.

El ruido que se produjo al partirse la columna vertebral de Visser fue el más atroz y terminante que había oído en su vida. El alemán emitió una débil exclamación de asombro ante su inminente muerte antes de quedar inerte en brazos de Tommy, que al cabo de unos segundos dejó caer al suelo el cadáver.

Retiró la mano de la boca de Visser. El dolor se intensificó, era casi insoportable; durante unos segundos Tommy se sintió tan mareado que temió perder el conocimiento. Se inclinó hacia atrás, estrechando su mano destrozada y ensangrentada contra su pecho. La noche parecía de improviso translúcida, totalmente silenciosa. Tommy echó la cabeza hacia atrás e inspiró una profunda bocanada de aire, tratando de recobrar el control, de imponer orden y razón al mundo que le rodeaba.

Poco a poco se percató de otros sonidos cercanos. El primero indicaba que Visser respiraba aún.

Tommy comprendió entonces que debía terminar su tarea. Y por primera vez en su vida, rezó para que el alemán muriera antes de que él se viera obligado a robar el último aliento de aquel hombre que yacía inconsciente, moribundo.

—Por favor, muere —musitó.

Y el alemán emitió un último estertor.

Tommy sintió una profunda sensación de alivio y casi rió a carcajadas. Alzó la vista y contempló las estrellas y el cielo, y observó las primeras luces que se insinuaban a través del este. «Es asombroso», pensó, «estar vivo cuando no tienes ningún derecho a estarlo.»

La mano le dolía de forma insoportable. Dedujo que Visser le había partido cuando menos un dedo, que colgaba fláccido sobre su pecho. Le había arrancado la carne con los dientes. La sangre goteaba sobre su camisa; las punzadas de dolor le recorrían el antebrazo y le nublaban la vista.

Sabía que debía vendar la herida, y se inclinó sobre el cuerpo inerte de Visser. Encontró un pañuelo de seda en el bolsillo de la guerrera del alemán, que envolvió fuertemente alrededor de su mano para contener la hemorragia.

Acto seguido, trató de analizar la situación. Sólo sabía que corría peligro, pero el cansancio y el dolor le impedían pensar con claridad. Tan sólo atinaba a recordar que quedaban unos hombres aguardando en el túnel y que las oportunidades que tenían de fugarse eran cada vez más remotas debido al retraso que se había producido. Por lo tanto, decidió que lo único que podía hacer era reemprender su tarea, aunque la fatiga y el dolor saturaban cada poro de su cuerpo.

Pero a pesar de haber tomado esta íntima y firme decisión, en un principio no consiguió que sus maltrechos músculos respondieran. Inspiró otra bocanada de aire, tratando de ponerse en pie, pero cayó sobre el tronco de un árbol cercano. Se dijo que debía descansar unos segundos y cerró los ojos, pero sintió que un aguijonazo de terror le recorría el cuerpo. El pánico lo cegó.

El haz de la interna, que había desaparecido engullida por el bosque, se alzó de pronto, fantasmagórico, a pocos pasos de él, giró una vez, como si reanudara su diabólica búsqueda, y antes de que Tommy tuviera tiempo de hacer acopio de las últimas fuerzas que le quedaban para correr a ocultarse, incidió directamente sobre su cara.

«La muerte es una embaucadora —pensó Tommy— cuando crees que la has burlado, se revuelve contra ti.» Se inclinó hacia atrás y se llevó la mano indemne a los ojos para protegerse de la luz y del disparo que supuso que sonaría dentro de unos segundos.

Pero en lugar de un tiro oyó una voz conocida.

—¡Señor Hart! ¡Dios mío! ¿Qué hace aquí?

Tommy sonrió y meneó la cabeza, incapaz de responder a la lógica pregunta de Fritz Número Uno. Hizo un pequeño ademán con la mano que no tenía lastimada y en aquel preciso momento la linterna del hurón iluminó el cuerpo del oficial alemán, que yacía como un pelele en el suelo, a pocos pasos.

—¡Dios mío! —murmuró el hurón.

Tommy se inclinó hacia atrás y cerró los ojos. No creía tener fuerzas suficientes para entablar otra pelea. Oyó a Fritz Número Uno exclamar repetidamente, en alemán
«Mein Gott! Mein Gott!»
, y luego añadir «¡Una fuga!» mientras el hurón trataba de descifrar lo ocurrido. Tommy era levemente consciente de que Fritz Número Uno se afanaba en abrir el estuche de su arma y tomar el omnipresente silbato que todos los hurones portaban en el bolsillo de la guerrera. Tommy quería gritar una advertencia al Número Diecinueve, que aguardaba sobre el peldaño superior de la escalera dentro del túnel, pero no tenía siquiera fuerzas para eso.

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