La guerra de las Galias (4 page)

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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

BOOK: La guerra de las Galias
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XXX. Despedida la junta, volvieron a César los mismos personajes de antes, y le pidieron les permitiese conferenciar con él a solas de cosas en que se interesaba su vida y la de todos. Otorgada también la demanda, echáronsele todos llorando a los pies, y le protestan «que no tenían menos empeño y solicitud sobre que no se publicasen las cosas que iban a confiarle, que sobre conseguir lo que pretendían; previniendo que al más leve indicio incurrirían en penas atrocísimas». Tomóles la palabra Diviciaco, y dijo: «estar la Galia toda dividida en dos bandos: que del uno eran cabeza los eduos, del otro los alvernos. Que habiendo disputado muchos años obstinadamente la primacía, vino a suceder que los alvernos, unidos con los secuanos, llamaron en su socorro algunas gentes de la Germania; de donde al principio pasaron el Rin con quince mil hombres. Mas después que, sin embargo, de ser tan fieros y bárbaros, se aficionaron al clima, a la cultura y conveniencias de los galos, transmigraron muchos más hasta el punto que al presente sube su número en la Galia a ciento veinte mil. Con éstos han peleado los eduos y sus parciales de poder a poder repetidas veces; y siendo vencidos, se hallan en gran miseria con la pérdida de toda la nobleza, de todo el Senado, de toda la caballería. Abatidos en fin con sucesos tan desastrados lo que antes, así por su valentía como por el arrimo y amistad del Pueblo Romano, eran los más poderosos de la Galia, se han visto reducidos a dar en prendas a los secuanos las personas más calificadas de su nación, empeñándose con juramento a no pedir jamás su recobro, y mucho menos implorar el auxilio del Pueblo Romano, ni tampoco sacudir el impuesto yugo de perpetua sujeción y servidumbre. Que de todos los eduos él era el único a quien nunca pudieron reducir a jurar, o dar sus hijos en rehenes; que huyendo por esta razón de su patria, fue a Roma a solicitar socorro del Senado; como quien solo ni estaba ligado con juramento, ni con otra prenda. Con todo eso, ha cabido peor suerte a los vencedores secuanos que a los eduos vencidos; pues que Ariovisto, rey de los germanos, avecinándose allí, había ocupado la tercera parte de su país, el más pingüe de toda la Galia; y ahora les mandaba evacuar otra tercera parte, dando por razón que pocos meses ha le han llegado veinticuatro mil harudes, a quien es forzoso preparar alojamiento. Así que dentro de pocos años todos vendrán a ser desterrados de la Galia, y los germanos a pasar el Rin; pues no tiene que ver el terreno de la Galia con el de Germania, ni nuestro trato con el suyo. Sobre todo Ariovisto, después de la completa victoria que consiguió de los galos en la batalla de Amagetobria, ejerce un imperio tiránico, exigiendo en parias los hijos de la primera nobleza; y si éstos se desmandan en algo que no sea conforme a su antojo, los trata con la más cruel inhumanidad. Es un hombre bárbaro, iracundo, temerario; no se puede aguantar ya su despotismo. Si César y los romanos no ponen remedio, todos los galos se verán forzados a dejar, como los helvecios, su patria, e ir a domiciliarse en otras regiones distantes de los germanos, y probar fortuna, sea la que fuere. Y si las cosas aquí dichas llegan a noticia de Ariovisto, tomará la más cruel venganza de todos los rehenes que tiene en su poder. César es quien, o con su autoridad y el terror de su ejército, o por la victoria recién ganada, o en nombre del Pueblo Romano, puede intimidar a los germanos, para que no pase ya más gente los límites del Rin, y librar a toda la Galia de la tiranía de Ariovisto».

XXXI. Apenas cesó de hablar Diviciaco, todos los presentes empezaron con sollozos a implorar el auxilio de César, quien reparó que los secuanos entre todos eran los únicos que a nada contestaban de lo que hacían los demás, sino que tristes y cabizbajos miraban al suelo. Admirado César de esta singularidad, les preguntó la causa. Nada respondían ellos, poseídos siempre de la misma tristeza y obstinados en callar. Repitiendo muchas veces la misma pregunta, sin poderles sacar una palabra, respondió por ellos el mismo Diviciaco: «Aquí se ve cuánto más lastimosa y acerba es la desventura de los secuanos que la de los otros; pues solos ellos ni aun en secreto osan quejarse ni pedir ayuda, temblando de la crueldad de Ariovisto ausente como si le tuvieran delante; y es que los demás pueden a lo menos hallar modo de huir; mas éstos, con haberle recibido en sus tierras y puesto en sus manos todas las ciudades, no pueden menos de quedar expuestos a todo el rigor de su tiranía.»

XXXII. Enterado César del estado deplorable de los galos procuró consolarlos con buenas razones, prometiéndoles tomar el negocio por su cuenta, y afirmándoles que concebía firme esperanza de que Ariovisto, en atención a sus beneficios y autoridad, pondría fin a tantas violencias. Dicho esto, despidió la audiencia; y en conformidad se le ofrecían muchos motivos que le persuadían a pensar seriamente y encargarse de esta empresa. Primeramente por ver a los eduos, tantas veces distinguidos por el Senado con el timbre de parientes y hermanos, avasallados por los germanos, y a sus hijos en manos de Ariovisto y de los secuanos; cosa que, atenta la majestad del Pueblo Romano, era de sumo desdoro para su persona no menos que para la República. Consideraba además, que acostumbrándose los germanos poco a poco a pasar el Rin y a inundar de gente la Galia, no estaba seguro su Imperio; que no era verosímil que hombres tan fieros y bárbaros, ocupada una vez la Galia, dejasen de acometer, como antiguamente lo hicieron los cimbros y teutones, a la provincia, y de ella penetrar la Italia; mayormente no habiendo de por medio entre los secuanos y nuestra provincia sino el Ródano; inconvenientes que se debían atajar sin la menor dilación. Y en fin, había ya Ariovisto cobrado tantos humos y tanto orgullo, que no se le debía sufrir más.

XXXIII. Por tanto, determinó enviarle una embajada con la demanda de que «se sirviese señalar algún sitio proporcionado donde se avistasen; que deseaba tratar con él del bien público y de asuntos a entrambos sumamente importantes». A esta embajada respondió Ariovisto: «que si por su parte pretendiese algo de César, hubiera ido en persona a buscarle; si él tenía alguna pretensión consigo, le tocaba ir a proponérsela. Fuera de que no se arriesgaba sin ejército a ir a parte alguna de la Galia cuyo dueño fuese César, ni podía mover el ejército a otro lugar sin grandes preparativos y gastos. No comprendía que César ni el Pueblo Romano tuviesen que hacer en la Galia, que por conquista era suya».

XXXIV. César, en vista de estas respuestas, repitió la embajada, replicando así: «Ya que después de recibido un tan singular beneficio suyo y del Pueblo Romano, como el título de rey y amigo, conferido por el Senado en su consulado,
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se lo pagaba ahora con desdeñarse de aceptar el convite de una conferencia, desentendiéndose de proponer y oír lo que a todos interesaba, supiese que sus demandas eran éstas: primera, que no condujese ya más tropas de Germania a la Galia; segunda, que restituyese a los eduos los rehenes que tenía en prendas, y permitiese a los secuanos soltar los que les tenían: en suma, no hiciese más agravios a los eduos, ni tampoco guerra contra ellos o sus aliados. Si esto hacía, César y el Pueblo Romano mantendrían con él perpetua paz y amistad; si lo rehusaba, no disimularía las injurias de los eduos; por haber decretado el Senado, siendo cónsules Marcos Mésala y Marco Pisón, que cualquiera que tuviese el gobierno de la Galia, en cuanto pudiera buenamente, protegiese a los eduos y a los demás confederados del Pueblo Romano.»

XXXV. Respondióle Ariovisto: «ser derecho de la guerra que los vencedores diesen leyes a su arbitrio a los vencidos; tal era el estilo del Pueblo Romano, disponiendo de los vencidos, no a arbitrio y voluntad ajena, sino a la suya. Y pues que él no prescribía al Pueblo Romano el modo de usar de su derecho, tampoco era razón que viniese el Pueblo Romano a entremeterse en el suyo; que los eduos, por haberse aventurado a moverle guerra y dar batalla en que quedaron vencidos, se hicieron tributarios suyos, y que César le hacía grande agravio en pretender con su venida minorarle las rentas. Él no pensaba en restituir los rehenes a los eduos; bien que ni a éstos ni a sus aliados haría guerra injusta, mientras estuviesen a lo convenido y pagasen el tributo anual; donde no, de muy poco les serviría la hermandad del Pueblo Romano. Al reto de César sobre no disimular las injurias de los eduos, dice que nadie ha medido las fuerzas con él que no quedase escarmentado. Siempre que quiera haga la prueba, y verá cuál es la bravura de los invencibles germanos, destrísimos en el manejo de las armas, y que de catorce años a esta parte nunca se han guarecido bajo techado».

XXXVI. Al mismo tiempo que contaban a César esta contrarréplica, sobrevienen mensajeros de los eduos y trevirenses
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: los eduos a quejarse de que los harudes nuevamente trasplantados a la Galia talaban su territorio, sin que les hayan servido de nada los rehenes dados a Ariovisto por redimir la vejación; los trevirenses a participarle cómo las milicias de cien cantones suevos cubrían las riberas del Rin con intento de pasarle, cuyos caudillos eran dos hermanos, Nasua y Cimberio. Irritado César con tales noticias, resolvió anticiparse, temiendo que si la nueva soldadesca de los suevos se unía con la vieja de Ariovisto, no sería tan fácil contrastarlos. Por eso, proveyéndose lo más presto que pudo de bastimentos, a grandes jornadas marchó al encuentro de Ariovisto.

XXXVII. A tres días de marcha tuvo aviso de que Ariovisto iba con todo su ejército a sorprender a Besanzón, plaza muy principal de los secuanos, y que había ya caminado tres jornadas desde sus cuarteles. Juzgaba César que debía precaver con el mayor empeño no se apoderase de aquella ciudad, abastecida cual ninguna de todo género de municiones, y tan bien fortificada por su situación, que ofrecía gran comodidad para mantener la guerra; la ciñe casi totalmente el río Dubis como tirado a compás; y por donde no la baña el río, que viene a ser un espacio de seiscientos pies no más, la cierra un monte muy empinado, cuyas faldas toca el río por las dos puntas. Un muro que lo rodea hace de este monte un alcázar metido en el recinto de la plaza. César, pues, marchando día y noche la vuelta de esta ciudad, la tomó, y puso guarnición en ella.

XXXVIII. En los pocos días que se detuvo aquí en hacer provisiones de trigo y demás víveres, con ocasión de las preguntas de los nuestros y lo que oyeron exagerar a los galos y negociantes la desmedida corpulencia de los germanos, su increíble valor y experiencia en el manejo de las armas, y cómo en los choques habidos muchas veces con ellos ni aun osaban mirarles a la cara y a los ojos, de repente cayó tal pavor sobre todo el ejército, que consternó no poco los espíritus y corazones de todos. Los primeros a mostrarlo fueron los tribunos y prefectos de la milicia, con otros que, siguiendo desde Roma por amistad a César, abultaban con voces lastimeras el peligro a medida de su corta experiencia en los lances de la guerra. De éstos, pretextando unos una causa, otros, otra de la necesidad de su vuelta, le pedían licencia de retirarse. Algunos, picados de pundonor, por evitar la nota de medrosos quedábanse, sí, mas no acertaban a serenar bien el semblante ni a veces a reprimir las lágrimas; cerrados en sus tiendas o maldecían su suerte, o con sus confidentes se lamentaban de la común desgracia, y entre ellos no se pensaba sino en otorgar testamentos. Con los quejidos y clamores de éstos, insensiblemente iba apoderándose el terror de los soldados más aguerridos, los centuriones y los capitanes de caballería. Los que se preciaban de menos tímidos decían no temer tanto al enemigo como el mal camino, la espesura de los bosques intermedios y la dificultad del transporte de los bastimentos. Ni faltaba quien diese a entender a César que cuando mandase alzar el campo y las banderas, no querrían obedecer los soldados ni llevar los estandartes de puro miedo.

XXXIX. César, en vista de esta consternación, llamando a consejo, a que hizo asistir a centuriones de todas clases, los reprendió ásperamente: «lo primero, porque se metían a inquirir el destino y objeto de su jornada. Que si Ariovisto en su consulado solicitó con tantas veras el favor del Pueblo Romano, ¿cómo cabía en seso de hombre juzgar que tan sin más ni más faltase a su deber? Antes tenía por cierto que sabidas sus demandas, y examinada la equidad de sus condiciones, no había de renunciar su amistad ni la del Pueblo Romano; mas dado que aquel hombre perdiese los estribos y viniese a romper, ¿de qué temblaban tanto?, ¿o por qué desconfiaban de su propio esfuerzo o de la vigilancia del capitán? Ya en tiempo de nuestros padres se hizo prueba de semejantes enemigos, cuando en ocasión de ser derrotados los cimbros y teutones por Cayo Mario,
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la victoria, por opinión común, se debió no menos al ejército que al general. Hízose también no ha mucho en Italia con motivo de la Guerra Servil,
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en medio de que los esclavos tenían a su favor la disciplina y pericia aprendida de nosotros, donde se pudo echar de ver cuánto vale la constancia; pues a éstos, que desarmados llenaron al principio de un terror pánico a los nuestros, después los sojuzgaron armados y victoriosos. Por último, esos germanos son aquellos mismos a quienes los helvecios han batido en varios encuentros, no sólo en su país, sino también dentro de la Germania misma; los helvecios, digo, que no han podido contrarrestar a nuestro ejército. Si algunos se desalientan por la derrota de los galos, con averiguar el caso, podrán certificarse de cómo Ariovisto al cabo de muchos meses que sin dejarse ver estuvo acuartelado, metido entre pantanos, viendo a los galos aburridos de guerra tan larga, desesperanzados ya de venir con él a las manos y dispersos, asaltándolos de improviso, los venció, más con astucia y maña que por fuerza. Pero el arte que le valió para con esa gente ruda y simple, ni aun él mismo espera le pueda servir contra nosotros. Los que coloran su miedo con la dificultad de las provisiones y de los caminos, manifiestan bien su presunción, mostrando que, o desconfían del general, o quieren darle lecciones, y no hay motivo para lo uno ni para lo otro. Los secuanos, leucos
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y lingones están prontos a suministrar trigo; y ya los frutos están sazonados en los campos. Qué tal sea el camino, ellos mismos lo verán presto; el decir que no habrá quien obedezca ni quiera llevar pendones, nada le inmuta; sabiendo muy bien que, cuando algunos jefes fueron desobedecidos de su ejército, eso provino de que o les faltó la fortuna en algún mal lance, o por alguna extorsión manifiesta descubrieron la codicia. Su desinterés era conocido en toda su vida; notoria su felicidad en la guerra helvecia. Así que iba a ejecutar sin más dilación lo que tenía destinado para otro tiempo; y la noche inmediata de madrugada movería el campo para ver si podía más con ellos el punto y su obligación que el miedo. Y dado caso que nadie le siga, está resuelto a marchar con sólo la legión décima, de cuya lealtad no duda; y ésa será su compañía de guardias». Esta legión le debía particulares finezas, y él se prometía muchísimo de su valor.

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