La guerra de los mercaderes (20 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La guerra de los mercaderes
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El lugar se conoce oficialmente con el nombre de Región Autónoma de Xinjiang Uygur, pero todo el mundo lo llama la Reserva. Era uno de los últimos baluartes de vida aborigen del planeta, poblado por las tribus de los uygur, los huí y los kazak que se habían negado a incorporarse a la sociedad de mercado cuando efectuó la transición el resto de China. Es, en realidad, una pequeña isla rodeada de civilización por todas partes: RussCorp al norte, Indiastrias al sur, y a sus puertas el coloso China-Han. Pero a los indígenas ni el aislamiento ni el peligro parece importarles demasiado: allí siguen, inmutables, llevando su vida de siempre. A medida que avanzábamos, semiasfixiados y entre violentos accesos de tos, veíamos a los hombres sentados en cuclillas, en corros formados en las callejuelas laterales, sin levantar jamás la vista para mirarnos. La miseria en que vivían era espantosa. Las chozas de adobe se desmoronaban y en el patio trasero de todas ellas se veía una plancha de ladrillos secándose al sol, preparados para construir otra vivienda cuando la actual se derrumbase. En la fachada había una vieja y oxidada antena parabólica que debía captar poquísimas imágenes... y por todas partes niños, centenares de niños que nos saludaban riéndose, no sé de qué porque el panorama que se divisaba no era como para hacer feliz a nadie. De satisfacción por la comodidad de sus viviendas no sería, seguro, sobre todo porque nuestra llegada significó la requisa de las más confortables, una serie de pabellones que en tiempos fueron, creo, un motel turístico (imposible imaginar a nadie yendo allí voluntariamente), equipado con aparatos de aire acondicionado y una fuente en el patio. La fuente no funcionaba y, tal como descubrimos en seguida, el aire acondicionado tampoco. Tampoco funcionaba el suministro de energía eléctrica, por lo que tuvimos que cenar (si cena podía llamarse a las chuletas de soja y los batidos de sucedáneos lácteos que nos dieron) a la luz de las velas. A los oficiales nos prometieron mejor alojamiento a la mañana siguiente, una vez asignados nuestros cometidos, pero de momento, rogándonos que disculpáramos las molestias...

El que las disculpáramos o no era irrelevante porque no podíamos ir a otro sitio más que a las habitaciones del Hotel, que hubieran resultado decentes si intendencia se hubiese ocupado de poner colchones en los somieres. Pero como no había, los cubrimos lo mejor que pudimos con nuestras prendas de vestir y nos acostamos con aquel calor, con aquel polvo que nos hacía toser hasta echar los pulmones por la boca, y con unos ruidos extraños procedentes del exterior. El peor era una especie de bocinazo mecánico, unos como trompetazos que a veces hacían: «Hiiii» y a veces «¡Hiii Haa!, ¡Hiii Haa!» Me dormí preguntándome extrañado qué clase de maquinaria primitiva tendrían en funcionamiento toda la noche los nativos, preguntándome qué diantre hacía yo allí, pensando si volvería alguna vez a la Torre T.G.&S., evocando cómo se había esfumado el sueño del piso cincuenta y cinco. Preguntándome, sobre todo, qué posibilidades tenía de encontrar un par de Moka-Kokas a la mañana siguiente, porque los doce paquetes de a seis que había metido en el macuto empezaban a agotarse.

—¿Es usted Tarb? —preguntó una voz áspera chirriándome al oído— ¡Arriba! ¡Fuera del saco! El rancho es dentro de cinco minutos y dentro de diez quiere verle el coronel.

—¿El qué? —pregunté abriendo un ojo.

La cara que se inclinaba sobre la mía no se apartó ni un centímetro.

—¡Arriba! —rugió.

Cuando conseguí enfocar la vista, vi que pertenecía a un individuo moreno, furibundo, con galones de comandante y una hilera de condecoraciones que resaltaban sobre el uniforme de camuflaje.

—En seguida —murmuré, consiguiendo recordar que había que añadir—: A sus órdenes.

La cara no se mostró complacida pero se alejó. Me desplacé con cuidado hasta el borde de la cama, procurando evitar los muelles más punzantes y oxidados —tenía todo el cuerpo cubierto de pinchazos de haberme movido por la noche— y afronté el problema de introducirme en la camiseta y los calzoncillos, problema que resultó soluble, aunque creo que me preocupó durante el sueño. El problema de averiguar dónde tenía lugar el «rancho» no supuso mayor dificultad, puesto que no tuve más que seguir la lenta migración de soldados sin afeitar que parpadeaban con ojos enrojecidos hasta un lugar indicado mediante un cartel que decía: Comedor A. Al menos había Boncafé y por suerte Moka-Kokas, aunque éstas no las suministraba el ejército, por lo cual perdí momentos preciosos solicitando cambio a un par de rostros vagamente conocidos que atacaban implacables sus Tor-Tillas con Biscots. Naturalmente la máquina expendedora engulló mis tres primeras monedas sin expulsar bebida alguna, pero a la cuarta conseguí la Moka-Koka, caliente por descontado, y me enfrenté a la cegadora luz del sol con un poco más de ánimo.

Localizar la oficina del coronel ya fue mucho más complicado. Ninguno de los recién llegados tenía idea de su ubicación y los veteranos, que debían saberlo, por lo visto seguían durmiendo felices y contentos esperando a que quedase libre el comedor para desayunar más tarde con toda tranquilidad. Los dos nativos que deambulaban por los pasillos empuñando escobas y cubos de agua grisácea, sin dar muestras sin embargo de utilizar ninguno de los dos utensilios, se manifestaron bien dispuestos a darme toda clase de indicaciones, pero como no hablábamos un idioma común, no entendí una palabra de sus instrucciones. De modo que me encontraba en un extremo del campamento, cuando al pasar una cerca percibí un olor repelente en el preciso instante en que un tremendo trompetazo atacaba con su ronco «¡Hiii Haaa!» mis oídos, aclarándose el misterio de los sonidos mecánicos de la noche anterior.

Con indecible repugnancia descubrí que las supuestas máquinas no eran tales. Esa gente tenía animales, ¡animales vivos!, no encerrados en un parque zoológico o disecados en las vitrinas de algún museo sino en libertad, circulando por las calles, arrastrando carretas, incluso defecando en lugares transitados por seres humanos. Por equivocación había entrado en lo que parecía ser una especie de aparcamiento para esos bichos. He de confesar que conseguí por los pelos no arrojar la Moka-Koka tan arduamente obtenida y que acababa de beber.

Cuando por fin localicé la oficina del coronel, el retraso sobrepasaba los veinte minutos, intervalo que me había servido para averiguar ciertos datos sumamente interesantes sobre el universo en el que había aterrizado. Los animales que emitían aquel sonoro trompetazo se llamaban burros: a una especie de burros, cornudos y de menor tamaño, los naturales del país les llamaban cabras, y además había pollos, gallinas, caballos y yaks, que olían a cual peor y tenían costumbres a cual más repulsiva. Sabía perfectamente, al entrar en el bajo edificio de ladrillo señalado con el rótulo «Cuartel General del Tercer Batallón», que me había ganado a pulso mi primera reprimenda, pero no me importó. Había aire acondicionado, y funcionaba, y cuando el sargento primero me comunicó que tendría que esperar y que el coronel me trituraría, le hubiese dado un abrazo porque se estaba fresco, porque los repugnantes sonidos del exterior quedaban amortiguados y porque junto a la puerta había una máquina de Moka-Kokas.

La profecía del sargento se cumplió al pie de la letra, pues las primeras palabras del coronel fueron las siguientes:

—¡Llega usted con retraso, Tarb! ¡Mal comienzo! ¡Le aseguro que ustedes, los ejecutivos publicitarios, me sacan de quicio!

En tiempos normales este tipo de exclamación me hubiese hecho saltar como un resorte e iniciar una pelea, pero por desgracia los tiempos que vivía no eran en absoluto normales, y el aspecto del coronel no admitía chirigotas: era una mujer de pelo canoso y tez curtida de veterana, pecho adornado de innumerables condecoraciones obtenidas en las campañas del Sudán, Nueva Guinea-Papuasia y de la Patagonia, sin duda de humilde origen, encumbrada en su carrera por méritos propios, que rezumaba el odio de las clases consumidoras hacia los privilegiados. Me tragué, pues, la respuesta que pugnaba por brotar de mis labios, me cuadré con escrupuloso esmero y sólo logré contestar:

—A sus órdenes, mi coronel.

Me miró con el incrédulo desdén con que yo, estoy seguro, miraba a los burros y agitó molesta la cabeza.

—¿Qué voy a hacer con usted, Tarb? ¿Tiene usted alguna aptitud que no aparezca en su hoja de servicios? ¿Sabe de cocina, fontanería, dirigir un club de oficiales...?

—¡Señora! —repliqué indignado—. ¡Soy redactor publicitario, de primera categoría!

—Lo era usted —me corrigió ella inexorable—. Aquí no es más que un oficial como tantos al que debo encomendar una misión.

—Pero... mi capacitación profesional... mi habilidad para crear campañas de promoción...

—Tarb —contestó con fatiga—, todo esto que usted dice se lleva a cabo en el Pentágono. Aquí, en el campo de batalla, no preparamos la estrategia. Los que estamos aquí somos los pelagatos que la ponemos en práctica.

Estudió sombría los bancos de datos, vaciló, siguió adelante, se dio media vuelta e hizo aparecer en pantalla una de las líneas del organigrama.

—Capellán —declaró satisfecha.

Los ojos se me salían de las órbitas.

—¿Capellán? —repetí—. Pero yo nunca... quiero decir que no sé nada de...

—Usted no sabe nada de nada, ya se ve, Tarb —replicó—, pero las tareas de capellán son relativamente sencillas. En pocos días dominará las funciones propias de su cargo. Contará usted con un asistente que conoce el oficio y además me queda la tranquilidad que desde ese puesto no podrá usted causar dificultades. ¡Firme! ¡Y mientras dure la campaña, atento a no meterse en líos ni a crearme problemas!

Y así, en el Cuartel General del Tercer Batallón, que albergaba las pantallas de camuflaje celeste y los potentes reflectores límbicos, comenzó mi carrera de capellán, que no sería la misión más estimulante del mundo pero que era ciertamente muchísimo mejor que salir de maniobras con las tropas. El coronel me había prometido la ayuda de un asistente experto en el oficio, y respetó su promesa. La Sargento Gert Martels ostentaba en su prominente busto las condecoraciones obtenidas en campañas que se remontaban hasta la de Camboya.

Al verme entrar por primera vez en mis dominios me saludó con gesto poco marcial pero con una amplia sonrisa.

—Buenos días, teniente —dijo con voz cantarina—. Bienvenido al Tercer Batallón.

Me percaté en seguida de que el sargento Martels iba a ser lo mejor de mi capellanía, es decir, si no lo mejor, casi lo mejor. La oficina era bastante tristona. Antigua lavandería del motel, todavía se apreciaban en el suelo las manchas de lejía y detergente que rodeaban los enclaves de las lavadoras, y no se habían quitado de las paredes las tuberías que ya nadie utilizaba. Sin embargo, todas estas desventajas quedaban compensadas puesto que contaba con aire acondicionado. Se hallaba situada en el pabellón principal del motel, el de la fuente bajo un patio sombreado por árboles artificiales, sólo que ahora la fuente sí funcionaba, y a nosotros los recién llegados, se nos había asignado alojamiento definitivo en otro pabellón a fin de disponer de mayor espacio para las dependencias del cuartel general. Creo que el aire acondicionado era el tercer apartado de mi lista de preferencias; el segundo era Gert Martels; y el primero, una máquina expendedora de Moka-Kokas cuyo suave zumbido me dijo que iban a salir heladas.

—¿Cómo se ha enterado? —le pregunté a Gert Martels cuyo rostro agraciado y repleto de cicatrices se iluminó con una de las acogedoras sonrisas que ya conocía.

—Es deber del asistente del capellán enterarse de estas cosas —contestó—. Y si el teniente tiene la bondad de sentarse aquí, a esta mesa, responderé gustosa a cuantas preguntas desee formular.

La primera sesión resultó mucho más agradable de lo que sus palabras presagiaban porque la sargento Martels sabía lo que el teniente tenía que saber antes de que él mismo lo supiera. Ese era el pasillo que conducía al bar de oficiales, ésos eran los pases de permiso que mi cargo me autorizaba a firmar, eso de la pared era el intercomunicador que sólo se utilizaba cuando una compañera adscrita a la oficina del coronel nos avisaba de que éste se acercaba a nuestra zona. Y en el caso de que al teniente no le agradase el rancho servido en el comedor del cuartel, el teniente siempre tenía el privilegio de declarar que asuntos urgentes propios de su cargo le habían retenido en la oficina a la hora de comer, y aprovechar el servicio de cafetería del comedor reservado de oficiales. El teniente, añadió con inocencia, tenía también el privilegio de hacerse acompañar en tales ocasiones por su asistente, si así lo deseaba.

¿Por qué, me pregunté deslumbrado, me había costado tanto esfuerzo abandonar la sanguinaria competencia de Manhattan para venir a este paraíso terrenal?

Bueno, un paraíso no lo era. Las noches seguían siendo un infierno. El alojamiento «definitivo» resultó ser unas tiendas de campaña exiguas y recubiertas de colchonetas de espuma, cuyo «sistema de aire acondicionado» consistía en unos diminutos ventiladores propulsados mediante energía solar que no conseguían disipar la monstruosa cantidad de calorías almacenadas en la espuma tras las tórridas jornadas del desierto de Gobi. Había también insectos y se oían los constantes rebuznos de los animales encerrados en los corrales vecinos. Y estaban las largas horas de insomnio, obsesionado con la idea de qué estaría haciendo Mitzi Ku o quién habría ocupado mi puesto en Taunton, Gatchweiler y Schocken. Para colmo el calor evaporaba de mi organismo las Moka-Kokas a la misma velocidad con que yo las consumía, y cada vez me sentía más chupado y tembloroso. Tanto era así que el segundo día Gert Martels me dijo alarmada:

—El teniente trabaja demasiado. —Mentira palpable, puesto que todavía no había venido ningún soldado en busca de solaz y ayuda—. Sugiero que el teniente se conceda un permiso y se tome el día libre.

—¿Y dónde pasará el teniente su día libre en este maldito agujero? —grité. Instantáneamente cerré la boca. ¿No había mantenido ya una vez una conversación similar a ésta? Sí. En Venus. Con Mitzi—. Bueno —dije reconsiderando la sugerencia—, supongo que dentro de diez años lamentaré no haber visitado los atractivos turísticos de la región. La única condición es que usted me acompañe.

Al cabo de veinte minutos, sentados los dos de espaldas en una carreta protegida por un toldo, íbamos al trote por la blanca y polvorienta carretera que conducía hacia la metrópolis de Urumqi. Varios camiones militares nos adelantaron rugiendo, levantando una polvareda que parecía talco. ¡Qué divertido! Charlar era casi imposible, no sólo por ir sentados de espaldas el uno al otro, sino porque la mitad del trayecto la pasamos tosiendo, hasta que Gert descubrió que llevaba dos mascarillas como de quirófano, con las que nos protegimos la boca y la nariz.

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