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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (19 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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—La comida —dije terminando la frase por él— consistirá en un bocadillo en mi despacho. Usted tomará lo mismo en el suyo. ¡Porque quiero las novecientas butacas de esta sala ocupadas todas ellas otra vez dentro de hora y media!

Quedaron ocupadas todas, o casi todas, y seleccionamos a otros setenta y un candidatos. Pero cuando repetí la misma orden para la mañana siguiente, Reparto Central sólo pudo enviar a ciento cincuenta aspirantes, tal era la velocidad con que agotábamos sus reservas. De modo que salí a la calle y de máquina en máquina de Moka-Koka me dediqué durante unos días a vagabundear escrutando rostros, andares, gestos. Escuchaba conversaciones a escondidas y de vez en cuando iniciaba una discusión para determinar las reacciones de un posible candidato. Luego regresaba a la oficina o a casa donde veía las noticias por omnivídeo, persiguiendo el talento que pudiera ofrecer la víctima de un accidente de circulación, la llorosa madre de un atracado o incluso uno de los atracadores, puesto que entre los detenidos por la policía a consecuencia de un robo a mano armada, descubrí a uno de nuestros más firmes aspirantes a la candidatura del congreso por Nueva Jersey. Y apretaba las tuercas a Dixmeister para que no quedasen cabos sueltos. Una de las tareas que le encomendé fue la confección de un vídeo de los actuales hombres públicos apoyados por la agencia, y examiné una a una las escenas con el fin de señalar un gesto afortunado que mereciese la pena ensalzar o un amaneramiento que su autor debía desechar si deseaba que volviésemos a respaldar su candidatura.

Una de ellas me causó un cierto desasosiego. Se trataba de la correspondiente a nuestro Presidente de los Estados Unidos, un anciano bonachón, dotado de varias papadas, que descendían en cascada desde la barbilla hasta ocultar el cuello de la camisa, y una cara de momia que tres cuartas partes del electorado se había acostumbrado a votar. Había sido el intérprete del padre en la versión pornoinfantil de Papá sabe lo que más conviene, sí, el personaje aquel que invariablemente pisa los excrementos del perro y al que se le escapa una ventosidad cada vez que se agacha a recoger un pañuelo. La escena era un fragmento del noticiario en que aparecía entrevistándose con el Secretario General de la República Libremercantil del Sudán; apenas veinte segundos de duración que bastaron para que el sudanés encendiera dos cigarrillos Verilly, se llevara a los labios una taza de Boncafé y se derramase la mitad del contenido por su flamante traje Starrzelius, mientras exclamaba entre accesos de tos: «¡Oh, sí, señor presidente, un millón de gracias por habernos salvado!» Sentí en la boca del estómago una oleada de patriótico orgullo al pensar en aquel salvaje y en su pueblo que por fin gozaba de los beneficios de una verdadera sociedad de mercado... pero también noté algo más. No era nada relacionado con el sudanés; era algo relativo al presidente. Se había movido con lentitud y la mitad del Boncafé del sudanés le empapó la americana de su elegante traje gris. Y eso me dio la idea.

—¡Dixmeister! —grité y a los dos segundos lo tenía sumiso en el umbral esperando órdenes—. El chaval del monociclo ¿qué tal va?

—Esta mañana se ha caído cinco veces —contestó lúgubre—. No creo que llegue a dominar este deporte. Si quiere usted seguir adelante con este proyecto...

—¡Claro que quiero!

—Desde luego, señor Tarb —contestó tragando saliva—. No habrá problemas. Lo tengo todo controlado. Tomaremos a un par de monociclistas expertos y trucaremos la filmación poniendo su cara...

—¡Dentro de diez minutos! —exigí.

Al cabo de nueve minutos y treinta segundos se hallaba de regreso en mi oficina anunciando que los video-clips estaban listos.

—¡Proyéctelos!

Y con palpable orgullo Dixmeister inició la proyección de las carreras que había seleccionado.

Eran todas excelentes, debo reconocerlo. Eran cuatro y en todas ellas el vencedor aparecía lo suficientemente cerca de nuestro candidato para simular una reñida carrera, y asimismo en todas ellas aparecía un excelente primer plano del ganador jadeando sin resuello que permitía trucar la imagen y mostrar el rostro de nuestro candidato pronunciando el lema de la campaña electoral. Pero una de ellas era muy superior a las demás porque constituía exactamente lo que yo andaba buscando.

—¿Se ha dado cuenta, Dixmeister? —le pregunté. Como era de esperar, no había notado nada—. El accidente —añadí paternal, haciendo chasquear los dedos.

En una de las filmaciones el cuarto corredor había tenido que realizar una brusca maniobra para evitar colisionar con el tercero y a pocos metros de la línea de meta había sufrido una aparatosa caída convirtiéndose en un amasijo de brazos y piernas. La cámara había ofrecido un primer plano de su rostro, abatido y humillado, antes de proyectar la victoriosa imagen del vencedor. Pero Dixmeister seguía sin notar nada.

—Vamos a apoyar a ese chaval para las primarias presidenciales —anuncié.

Mis palabras le cortaron el aliento.

—Pero no tiene... No es... no hay manera de...

—Eso es lo que vamos a hacer —expliqué— y además hay otra cosa. ¿Se ha fijado en el monociclista que se ha caído? ¿No le recuerda a nadie?

Proyectó nuevamente la filmación, inmovilizó la imagen y se la quedó mirando atentamente.

—No —confesó—. No, salvo... —añadió conteniendo el aliento—... ¿el presidente?— Mi gesto de asentimiento le hizo exclamar—: ¡Pero es nuestro! ¡No podemos derrotar a nuestro propio candidato!

—Lo que no podemos, Dixmeister —le espeté—, es permitir que nuestro candidato pierda, sea quien sea nuestro candidato. No olvide usted que he dicho «las primarias». Si el presidente resulta elegido, perfecto; consigue una segunda oportunidad. Pero si el chaval del monociclo le derrota, ¿por qué no? ¡Y utilizaremos esta misma filmación! Trúquela poniendo la cara del presidente en el corredor que sufre la caída, solamente un instante, lo suficiente para sugerir que sucumbe justo antes de la línea de meta, y luego proyectamos el anuncio del chaval.

Durante unos momentos Dixmeister me miró incrédulo. Luego empezó a comprender y su expresión cambió, tornándose en ilimitada admiración hacia el genio capaz de concebir aquella treta.

—Técnica subliminal —murmuró reverente—. Es una obra maestra, señor Tarb.

Efectivamente lo era. Mi carrera avanzaba viento en popa.

Y sin embargo no me sentía feliz.

El viernes me hallaba tan al borde del agotamiento que cuando me crucé con Mitzi en el vestíbulo me miró horrorizada.

—¡Tenny, has adelgazado mucho! Tienes que dormir más y comer como Dios manda y no esas porquerías...

Pero ya Haseldyne, irritado, la tironeaba del codo y ella se metió en el ascensor no sin lanzarme una mirada de inquietud.

Era cierto que estaba adelgazando y también que dormía poco. Me daba cuenta de que por nada perdía los estribos y hasta el buenazo de Nelson Rockwell no parecía ya tan deseoso de charlar conmigo como antes.

Hubiera tenido que sentirme feliz. El hecho de no serlo me desconcertaba mucho porque jamás en mi vida había tenido ante mí perspectivas tan brillantes. Mitzi y Haseldyne estaban a punto de efectuar su operación financiera y yo demostraba en todo instante ser el elemento adecuado para integrarme en su equipo cuando la absorción se llevase a cabo. Me obligaba a mí mismo a soñar despierto, imaginando la época en que me instalaría en el piso cincuenta y cinco, en una oficina de la esquina provista de una ventana y posiblemente también con una pequeña ducha privada... Y finalmente lo hicieron. Efectuaron la operación. La llevaron a cabo aquel mismo viernes, a las cuatro y cuarto de la tarde. Yo había salido; había ido a una casa de reposo, donde convalecían pacientes psiconeuróticos, en busca de un candidato a juez del Tribunal de Apelación, y al regresar a la torre T.G.&S. me la encontré conmocionada por un insólito revuelo. Todo el mundo andaba murmurando de corrillo en corrillo y el pasmo era la expresión común de todo rostro. Subiendo en el ascensor oí que por la escalera alguien pronunciaba el nombre de Mitzi Ku. Salí, esperé a que llegara la joven redactora que lo había mencionado y con satisfecha sonrisa le dije:

—Mitzi es la nueva jefa de todo esto, ¿no?

No me devolvió la sonrisa, limitándose a mirarme de forma muy peculiar.

—La nueva jefa, sí. De todo esto, no —me contestó y siguió su camino apartándome de un empujón.

Tembloroso entré en el despacho de Val Dambois.

—Oye, Val, ¿qué pasa? ¿Se ha concluido la absorción?

—Las manos —me contestó con una mirada que me dejó helado—. Quítalas de la mesa. Estás estropeando el barniz.

¡Qué cambio tan notable se había producido!

—¡Por favor, Val, dime lo que pasa! —supliqué.

—Ha sido tu novia Mitzi Ku y ese peso pesado de Haseldyne —contestó con amargura— pero no han efectuado una absorción. Han engañado a todo el mundo poniendo en práctica la vieja maniobra de Icahn.

—¡Icahn! —exclamé estupefacto.

—Así es. Un caso clásico de libro de texto, viejo como el mismísimo Cari Icahn. Asustaron al Gran Jefe haciéndole creer que se trataba de una absorción, lograron que los accionistas les comprasen su participación por un precio diez veces superior al real, se embolsaron el dinero y ¡han comprado otra agencia!

Y yo sin sospechar nada.

Me dirigí a ciegas hacia la puerta sin apenas percatarme de mis actos hasta que a mis espaldas la voz de Val Dambois pronunció las palabras mágicas.

—Una cosa más. Estás despedido.

Aquello me hizo dar media vuelta y plantarle cara.

—¡No puedes despedirme! —jadeé sin obtener más respuesta que su olímpico desprecio—. ¡No puedes! ¡Mi proyecto de Consumidores Anónimos...!

—No te preocupes. Está en buenas manos. Las mías.

—Pero... pero... —Entonces recordé una cosa y eché mano de ella como un náufrago que en medio del océano se agarra al único salvavidas existente—. ¡Soy titular de mi plaza! ¡Soy redactor de...! ¡Soy titular y por lo tanto no puedes despedirme!

Me fulminó con la mirada y luego frunció los labios.

—Hmmm —murmuró pasándose la lengua por los dientes. Programó mi expediente personal y estudió atentamente la pantalla unos momentos. Luego su expresión se suavizó y con un derroche de cordialidad comentó—: ¡Vaya, Tarb, eres un patriota! No tenía idea de que te habías inscrito en milicias. No puedo despedirte, efectivamente —agregó— pero lo que sí puedo hacer es obligarte a cumplir el servicio durante un par de años. Veamos, creo que hacen falta alféreces en...

Sentí un inmenso vacío en el estómago.

—¡Es un injusticia! Sigo siendo titular, ¿sabes? Cuando termine la movilización y vuelva, te voy a...

Se alzó de hombros sonriendo encantador.

—Yo siempre miro el lado positivo de las cosas. Tarb. A lo mejor no vuelves nunca más.

LA PORTENTOSA CAÍDA DE TENNISON TARB
1

Sabía que no hubiera debido firmar en la universidad aquellos papeles apuntándome en milicias pero ¿quién iba a imaginarse que se los tomarían en serio? A los diez años uno se hace socio de la Asociación de Jóvenes Redactores, a los quince de la Liga Mercantil Juvenil, y en la universidad todo el mundo se alista en milicias: equivale a conseguir dos créditos por semestre y se ahorra uno matricularse en Literatura Inglesa. Todos los estudiantes medianamente inteligentes lo hacían para evitarse una asignatura.

Pero que alguien como yo, que sufría tan inequívoca racha de mala suerte, se arriesgase a semejante cosa no era muestra de excesiva inteligencia.

Si hubiera mantenido la serenidad, hubiese sin duda alguna encontrado escapatoria: tal vez acudir a Mitzi y solicitarle trabajo, tal vez implorarle a un médico un certificado incapacitándome por causas físicas, tal vez suicidarme. En realidad, la alternativa que escogí se aproximó mucho a la tercera mencionada. Cogí una soberana borrachera de Moka-Koka mezclada con Wod-Car y me desperté en un convoy de transporte de tropas. No tenía recuerdo de haberme presentado en la oficina de alistamiento y sólo una vaga idea de lo ocurrido en lo que resultaron ser las cuarenta y ocho horas anteriores a ese momento. Vacío absoluto.

Y resaca monumental. Ni tiempo tuve de apreciar la miserable sordidez de viajar al estilo militar por hallarme demasiado absorto en las propias miserias de mi mente. Empezaba a ser capaz de abrir los ojos sin caer fulminantemente muerto, cuando me vi arrojado, junto con otros quinientos desgraciados más, al campamento de Rubicam, Dakota del Norte, para un cursillo de reciclaje de oficiales de dos semanas de duración. Consistía básicamente en escuchar todo el día que estábamos ejecutando la tarea más noble y honorable de la sociedad, y aparte de eso efectuar ejercicios de instrucción. Al término del cursillo se nos ordenó recoger el armamento, colgarnos el macuto al hombro y subir todos a bordo de otro transporte para pasar a la acción.

Pasar a la acción. La sola idea me sobrecogía.

Si el primer transporte de tropas había sido un infierno, éste fue prácticamente idéntico, con la salvedad de que duró muchas más horas y tuve que enfrentarme a él completamente sobrio. No nos dieron de comer, no había retretes y no se podía salir del compartimento donde se nos había ordenado «descansar». Para beber no había más que agua, un agua tan salobre que era lo más parecido al agua de mar que podía utilizarse sin infringir la ley. Lo peor fue que ignorábamos cuánto iba a durar el viaje. Algunos decían que íbamos a Hiperión a dar un escarmiento a los mineros, opinión que hubiese compartido de no ser porque la nave tan sólo estaba dotada de reactores y alas. Carecía de cohetes, por lo tanto no se trataba de un viaje espacial; nuestro destino tenía pues que ser forzosamente un punto de la Tierra.

¿Pero cuál? Los rumores que flotaban en la fetidez del ambiente afirmaban que era Australia; no, Chile; no, al oficial de guardia se le había oído comentar con el mecánico de vuelo que nos dirigíamos a Islandia.

Terminamos en el desierto de Gobi.

Descendimos del transporte con nuestros macutos y las vejigas a punto de reventar y nos alineamos para el recuento. Lo primero que notamos es que hacía calor. Lo segundo, que era un paisaje seco, y cuando digo eso no quiero decir seco como los clásicos quince días de agosto de cada verano; quiero decir reseco. El viento levantaba un finísimo polvo blanco que se metía entre los dedos, que aun con los labios apretados se introducía entre los dientes y hacía rechinar las mandíbulas al moverlas. Prolongaron el recuento más de una hora, tras de lo cual nos metieron en unos camiones que por aquellas polvorientas carreteras blancas nos condujeron a nuestro destino.

BOOK: La guerra de los mercaderes
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