La guerra del fin del mundo (47 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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¿Cuántas horas dura ya esta lluvia? Ha comenzado al anochecer, cuando la vanguardia empieza a tomar posesión de las alturas de Canudos. Hay una explosión indescriptible en todo el Regimiento, soldados y oficiales saltan, se palmean, beben en sus quepis, se exponen con los brazos abiertos a las trombas del cielo, el caballo blanco del Coronel relincha, agita las crines, remueve los cascos en el fango que empieza a formarse. El periodista miope sólo atina a alzar la cabeza, a cerrar los ojos, a abrir la boca, las narices, incrédulo, extasiado por esas gotas que salpican sobre sus huesos y está así, tan absorto, tan dichoso, que no oye los disparos, ni los gritos del soldado que rueda por el suelo, a su costado, dando ayes de dolor y cogiéndose la cara. Cuando descubre el desbarajuste se agacha, levanta el tablero y el bolsón y se tapa la cabeza. Desde ese miserable refugio ve al Capitán Olimpio de Castro disparando su revólver y a soldados que corren en busca de abrigo o se arrojan al barro. Y entre las piernas enfangadas que se cruzan y descruzan ve —la imagen está detenida en su memoria como un daguerrotipo — al Coronel Moreira César cogiendo las riendas del caballo, saltando sobre la montura y, con el sable desenvainado, cargando, sin saber si es seguido, hacia la caatinga de donde han disparado. «Gritaba viva la República —piensa—, viva el Brasil. » En la plomiza luz, entre los chorros de agua y el viento que mece los árboles, oficiales y soldados echan a correr, coreando los gritos del Coronel, y —olvidando un instante el frío y la zozobra, el periodista del
Jornal de Noticias
se ríe, acordándose — se ve de pronto él también corriendo en medio de ellos, también hacia el bosque, también al encuentro del invisible enemigo. Recuerda haber pensado, mientras daba traspiés, que corría estúpidamente hacia un combate que no iba a librar. ¿Con qué lo hubiera librado? ¿Con un tablero portátil? ¿Con el bolsón de cuero donde lleva sus mudas y sus papeles? ¿Con su tintero vacío? Pero el enemigo, claro está, no aparece.

«Lo que apareció fue peor», piensa, y otro escalofrío lo atraviesa, como una lagartija por su espalda. En la cenicienta tarde que comienza a ser noche, vuelve a ver cómo el paisaje adquiere de pronto perfil fantasmagórico, con esos extraños frutos humanos colgados de las umburanas y la favela, y esas botas, vainas de sables, polacas, quepis, bailoteando de las ramas. Algunos cadáveres son ya esqueletos vaciados de ojos, vientres, nalgas, muslos, sexos, por los picotazos de los buitres o los mordiscos de los roedores y su desnudez resalta contra la grisura verdosa, espectral, de los árboles y el color pardo de la tierra. Detenido en seco por lo insólito del espectáculo, camina atontado entre esos restos de hombres y uniformes que adornan la caatinga. Moreira César ha desmontado y lo rodean los oficiales y soldados que cargaron tras él. Están petrificados. Un profundo silencio, una inmovilidad tirante han reemplazado el griterío y las carreras de hace un momento. Todos observan y, en las caras, al estupor, al miedo, van sucediendo la tristeza, la cólera. El joven Sargento rubio tiene la cabeza intacta —aunque sin ojos — y el cuerpo deshecho de cicatrices cárdenas, huesos salientes, bocas tumefactas que con el correr de la lluvia parecen sangrar. Se mece, suavemente. Desde ese momento, antes aún de espantarse y apiadarse, el periodista miope ha pensado lo que no puede dejar de pensar, lo que ahora mismo lo roe y le impide dormir: la casualidad, el milagro que lo salvaron de estar también ahí, desnudo, cortado, castrado por las facas de los yagunzos o los picos de los urubús, colgando entre los cactos. Alguien solloza. Es el Capitán Olimpio de Castro, que, con la pistola todavía en la mano, se lleva el brazo a la cara. En la penumbra, el periodista miope ve que otros oficiales y soldados también lloran por el Sargento rubio y sus soldados, a los que han comenzado a descolgar. Moreira César permanece allí, presenciando la operación que se hace a oscuras, con el rostro fruncido en una expresión de una dureza que no le ha visto hasta ahora. Envueltos en mantas, unos junto a otros, los cadáveres son enterrados de inmediato, por soldados que presentan armas en la oscuridad y disparan una salva en su honor. Después del toque del corneta, Moreira César señala con la espada las laderas que tienen delante y pronuncia una arenga cortísima:

—Los asesinos no han huido, soldados. Están ahí, esperando el castigo. Ahora callo para que hablen las bayonetas y los fusiles.

Siente de nuevo el bramido del cañón, esta vez más cerca, y salta en el sitio, muy despierto. Recuerda que en los últimos días casi no ha estornudado, ni siquiera en esta humedad lluviosa, y se dice que por lo menos para eso le habrá servido la Expedición: la pesadilla de su vida, esos estornudos que enloquecían a sus compañeros de redacción y que lo tenían desvelado noches íntegras, han disminuido, tal vez desaparecido. Recuerda que comenzó a fumar opio no tanto para soñar como para dormir sin estornudos y se dice: «qué mediocridad». Se ladea y espía el cielo: es una mancha sin chispas. Está tan oscuro que no distingue las caras de los soldados tumbados junto a él, a derecha e izquierda. Pero oye su resuello, las palabras que se les escapan.

Cada cierto tiempo, unos se levantan y otros vienen a descansar mientras los primeros suben a relevarlos en la cumbre. Piensa: será terrible. Algo que nunca podrá reproducir fielmente por escrito. Piensa: están llenos de odio, intoxicados por el deseo de venganza, por hacerles pagar la fatiga, el hambre, la sed, los caballos y las reses perdidos y, sobre todo, los cadáveres destrozados, vejados, de esos compañeros a los que vieron partir apenas unas horas antes de tomar Caracatá. Piensa: era lo que necesitaban para llegar al paroxismo. Ese odio es el que los ha hecho escalar las laderas rocallosas a un ritmo frenético, apretando los dientes, y el que debe tenerlos ahora insomnes, empuñando sus armas, mirando obsesivamente desde la cumbre las sombras de abajo donde están esas presas que, si al principio odiaban por deber, ahora odian personalmente, como enemigos a los que deben cobrar una deuda de honor.

Por el ritmo loco en que el Séptimo Regimiento ha escalado las colinas, no ha podido permanecer a la cabeza, junto al Coronel, el Estado Mayor y la escolta. Se lo han impedido la falta de luz, los tropezones, los pies hinchados, el corazón que parecía salírsele, las sienes que golpeaban. ¿Qué lo ha hecho resistir, incorporarse tantas veces, seguir trepando? Piensa: el miedo a quedarme solo, la oscuridad por lo que va a pasar. En una de esas caídas ha extraviado el tablero, pero un soldado con el cráneo rapado —rapan a los infectados de piojos — se lo alcanza poco después. Ya no tiene modo de usarlo, se le ha terminado la tinta y la última pluma de ganso se quebró la víspera. Ahora que ha cesado la lluvia, percibe ruidos diversos, un rumor de piedras, y se pregunta si, en la noche, las compañías siguen desplegándose a uno y otro lado, si están arrastrando los cañones y ametralladoras a un nuevo emplazamiento o si la vanguardia se ha lanzado ya cuesta abajo, sin esperar el día.

No lo han dejado rezagado, ha llegado antes que muchos soldados. Siente una alegría infantil, la sensación de haber ganado una apuesta. Esas siluetas sin facciones ya no avanzan, están afanosamente abriendo bultos, quitándose las mochilas. Desaparecen su fatiga, su angustia. Pregunta dónde está el comando, rebota en uno y otro grupo de soldados, va y viene hasta dar con la lona sostenida en estacas, iluminada por un candil débil. Es ya noche cerrada, sigue lloviendo a cántaros, y el periodista miope recuerda la seguridad, el alivio que ha sentido al acercarse gateando a la lona y ver a Moreira César. Está recibiendo partes, dando instrucciones, reina una actividad febril en torno a la mesita sobre la que chisporrotea la llama. El periodista miope se deja caer en el suelo, a la entrada, como otras veces, pensando que su postura, presencia, allí, son las de un perro y que es a un perro sin duda a lo que más debe asociarlo el Coronel Moreira César. Ve entrar y salir a oficiales salpicados de barro, oye discutir al Coronel Tamarindo con el Mayor Cunha Matos, dar órdenes a Moreira César. El Coronel está envuelto en una capa negra y, en la luz aceitosa, parece deforme. ¿Ha tenido una nueva crisis de su misteriosa enfermedad? Porque a su lado está el Doctor Souza Ferreiro.

—Que la artillería rompa el fuego —lo oye decir—. Que los Krupp les manden nuestras tarjetas de visita, para ablandarlos hasta el momento del asalto.

Cuando los oficiales comienzan a salir de la tienda, debe hacerse a un lado a fin de que no lo pisen.

—Que oigan el Toque del Regimiento —dice el Coronel al Capitán Olimpio de Castro.

Poco después el periodista miope oye el toque largo, lúgubre, funeral, que oyó al partir la Columna de Queimadas. Moreira César se ha puesto de pie y avanza, medio encogido en su capa, hasta la salida. Va dando la mano y deseando suerte a los oficiales que parten.

—Vaya, llegó usted hasta Canudos —le dice al verlo—. Le confieso que me asombra. Nunca creí que sería el único de los corresponsales en acompañarnos hasta aquí.

Y de inmediato, desinteresado de él, se vuelve hacia el Coronel Tamarindo. El Toque de Carga y Degüello resuena en distintos puntos del contorno, por sobre la lluvia. En un silencio, el periodista miope escucha de pronto un rebato de campanas. Recuerda lo que pensó que todos pensaban: «La respuesta de los yagunzos». «Mañana almorzaremos en Canudos», oye decir al Coronel. Se le atolondra el corazón, pues mañana ya es hoy.

Lo despierta un fuerte escozor: hileras de hormigas le recorrían ambos brazos, dejando un reguero de puntos rojos en su piel. Las aplastó a manazos mientras se sacudía la cabeza embotada. Observando el cielo gris, la luz que raleaba, Galileo Gall trató de calcular la hora. Siempre había envidiado en Rufino, en Jurema, en la Barbuda, en toda la gente de aquí, la seguridad con que, mediante un simple vistazo al sol o a las estrellas, podían saber a qué altura del día o de la noche se encontraban. ¿Cuánto había dormido? No mucho, pues Ulpino aún no volvía. Cuando vio las primeras estrellas se sobresaltó. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Habría huido, temeroso de llevarlo hasta el mismo Canudos? Sintió frío, una sensación que le parecía no experimentar hacía siglos.

Horas después, en la clara noche, tuvo la certidumbre de que Ulpino no iba a volver. Se puso de pie y, sin saber qué pretendía, echó a andar por la dirección que señalaba el madero donde decía Caracatá. El caminito se disolvía en un laberinto de espinas que lo arañaron. Regresó al claro. Alcanzó a dormir, angustiado, con pesadillas que al amanecer recordaba confusamente. Tenía tanta hambre que estuvo un buen rato, olvidado del guía, masticando yerbas, hasta calmar el vacío de su vientre. Luego, exploró los alrededores, convencido de que no tenía más remedio que orientarse solo. Después de todo, no sería difícil; bastaba encontrar al primer grupo de peregrinos y seguirlos. ¿Pero, dónde estaban? Que Ulpino lo hubiera extraviado deliberadamente, le producía tanta angustia que, apenas aparecía en su cerebro esa sospecha, la expulsaba. Para abrirse paso en el bosque llevaba una gruesa rama y, prendida al hombro, su alforja. De pronto, rompió a llover. Ebrio de excitación, lamía las gotas que caían a su cara, cuando vio unas siluetas entre los árboles. Gritó, llamándolas, y corrió hacia ellas, chapoteando, diciéndose que por fin, cuando reconoció a Jurema. Y a Rufino. Se paró en seco. A través de una cortina de agua, advirtió la tranquilidad del rastreador y que llevaba a Jurema atada del pescuezo, como a un animal. Lo vio soltar la cuerda y divisó la cara asustada del Enano. Los tres lo miraban y se sintió desconcertado, irreal. Rufino tenía una faca en la mano; sus ojos parecían carbones.

—Por ti, no hubieras venido a defender a tu mujer —entendió que le decía, con más desprecio que rabia—. No tienes honor, Gall.

Sintió que se acentuaba la sensación de irrealidad. Alzó la mano que tenía libre e hizo un gesto pacificador, amistoso:

—No hay tiempo para esto, Rufino. Lo que pasó puedo explicártelo. Lo urgente ahora es otra cosa. Hay miles de hombres y mujeres que pueden ser sacrificados por un puñado de ambiciosos. Tu deber...

Pero se dio cuenta que hablaba en inglés. Rufino venía hacia él y Galileo comenzó a retroceder. El suelo era ya barro. Atrás, el Enano trataba de desanudar a Jurema. «No te voy a matar todavía», creyó entender, y que el rastreador iba a ponerle la mano en la cara para quitarle su honor. Tuvo ganas de reírse. La distancia entre ambos se iba acortando por segundos y pensó: «No entiende ni entenderá razones». El odio, como el deseo, anulaba la inteligencia y volvía al hombre puro instinto. ¿Iba a morir por esa estupidez, el hueco de una mujer? Seguía haciendo gestos apaciguadores y ponía una cara miedosa e implorante. A la vez, calculaba la distancia y, cuando lo tuvo próximo, súbitamente descargó contra Rufino el palo que empuñaba. El rastreador cayó al suelo. Escuchó gritar a Jurema, pero cuando ella llegó a su lado, había vuelto a golpear a Rufino un par de veces y éste, aturdido, había soltado la faca, que Gall recogió. Contuvo a Jurema, indicándole con un gesto que no iba a matarlo. Enfurecido, mostrando el puño al hombre caído, rugió:

—Ciego, egoísta, traidor a tu clase, mezquino, ¿no puedes salir de tu mundito vanidoso? El honor de los hombres no está en sus caras ni en el cono de las mujeres, insensato. Hay millares de inocentes en Canudos. Se está jugando la suerte de tus hermanos, compréndelo.

Rufino movía la cabeza, volviendo del desmayo.

—Trata tú de que entienda —gritó Gall a Jurema todavía, antes de marcharse. Ella lo miraba como si estuviera loco o no lo conociera. De nuevo tuvo una sensación de absurdo e irrealidad. ¿Por qué no había matado a Rufino? El imbécil lo perseguiría hasta el fin del mundo, era seguro. Corría, acezante, rasguñado por la caatinga, bajo trombas de agua, enlodándose, sin saber dónde iba. Conservaba el palo y la alforja, pero había perdido el sombrero y sentía las gotas rebotando en su cráneo. Un tiempo después, que podía ser unos minutos o una hora, se detuvo. Echó a andar, despacio. No había sendero alguno, ningún punto de referencia entre los matorrales y los cactos, y los pies se le hundían en el barro, frenándolo. Sentía que sudaba bajo el agua. Maldijo su suerte, en silencio. La luz se había ido apagando y le costaba creer que fuera ya el atardecer. Al fin, se dijo que estaba mirando a todos lados como si estuviera a punto de suplicar a esos árboles grises, estériles, de púas filudas en vez de hojas, que lo ayudaran. Hizo un gesto, entre compasivo y desesperado, y echó a correr de nuevo. Pero a los pocos metros dejó de hacerlo y permaneció en el sitio, crispado por la impotencia. Se le escapó un sollozo:

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