La hija del Adelantado (15 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Entre tanto Portocarrero, firme en su resolución de no tomar las pócimas del doctor, había ido restableciéndose, aunque sin dejar de experimentar las consecuencias del malhadado filtro. Estaba pálido y enjuto; sus grandes ojos negros habían tomado una expresión extraña, y de vez en cuando agitaba toda su máquina un temblor nervioso. Llevábase la mano como distraído al cuello y al pecho, cual si buscase algún objeto, y al dejarla caer con desaliento, dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, al mismo tiempo que una sonrisa vaga y triste entreabría sus cárdenos labios. El desdichado caballero había caído en una especie de monomanía. Peraza no dejó de conocer que las substancias venenosas empleadas en la confección del filtro y la violenta emoción que había sufrido el ánimo de don Pedro, al encontrarse privado de la alhaja por la cual manifestaba tanta afección, eran la causa del estado en que este se hallaba. Sin embargo, preocupado con la idea de la eficacia del bebedizo, escribió un apuntamiento u anotaciones en que hizo constar la historia de la muchacha en quien el filtro había producido el amor y consignó los resultados del ensayo hecho en Portocarrero, que atribuía al relicario y al no haber querido después don Pedro tomar la bebida; escrito que cerrado y sellado, guardó cuidadosamente en el fondo de su papelera.

Peraza había procurado, en vano, ver a doña Juana en el Palacio del Gobernador, en las repetidas visitas que hacía a los dos enfermos puestos a su cuidado. La joven ponía particular estudio en no encontrarse en la habitación de doña Leonor cuando estaba allí el médico, que se desesperaba advirtiendo la tenacidad con que huía de él aquella dama. Doña Juana espiaba desde su habitación la salida del doctor, y luego que este se retiraba, volvía a ocupar su puesto a la cabecera de la cama de la enferma. Cansado el herbolario de aguardar en vano, resolvió una noche ver y hablar a doña Juana, y para conseguirlo, se valió del más sencillo estratagema. A la hora en que acostumbraba a despedirse, salió de la cámara de doña Leonor, y se dirigió a la puerta que daba a la calle; pero, repentinamente, y como si hubiese olvidado alguna advertencia importante respecto a la enferma, retrocedió con precipitación. Como lo había calculado al llegar a la puerta del dormitorio de doña Leonor, encontrose frente a frente de doña Juana, en una espaciosa galería, débilmente alumbrada por la luz de una lámpara, que ardía delante de una imagen de la Virgen, colocada en un nicho abierto en la pared. La joven, aterrorizada, quiso huir; pero no tuvo fuerzas para moverse del sitio en que permaneció. Peraza contempló un momento aquella figura encantadora y le pareció más bella aún bajo la expresión del terror que revelaba su rostro.

—Doña Juana, dijo al fin, con voz entrecortada por la emoción. ¿Por qué os empeñáis en huir mi presencia ¿No veis que no sin algún designio os ha traído el destino en pos de mí al través de los mares

—Don Juan, contestó la joven un tanto recobrada ya de su primera impresión. Bien sabéis qué motivos poderosos me obligan a evitar vuestra presencia. Respetadlos y no insistáis en verme ni en hablarme.

Diciendo esto, la joven quiso retirarse; pero el herbolario, fuera de sí, la tomó por un brazo, y poseído de rabia, exclamó:

—¡No! no te marcharás sin escucharme. ¿No basta haberme arrojado como a un perro de vuestra casa, hidalgos orgullosos, porque la suerte no quiso hacerme igual a vosotros en nacimiento Sabed que el tiempo y la fortuna han hecho desaparecer la distancia que un capricho de la naturaleza quiso poner entre los dos. Pronto verás, mujer arrogante, de lo que es capaz el hijo del pechero, que se presentará terrible vengador, para pedirte cuenta de su felicidad destruida. Hoy mismo, añadió el médico, exaltándose cada vez más, hoy mismo puedo anonadar tu existencia miserable y pagar con usura tus crueles ultrajes.

Al decir esto, Peraza, fuera de sí y enajenado por la rabia, sacó un puñal que llevaba oculto en el seno, lo levantó sobre doña Juana, y tirándola fuertemente de un brazo, la hizo caer de rodillas a sus plantas.

La joven, poseída del mayor espanto, quiso lanzar un grito; pero la voz se ahogó en su garganta, y apenas tuvo fuerzas para volver los ojos, inundados de lágrimas, a la imagen de la Virgen, que iluminaba de lleno la luz de la lámpara. Cuando el frenético herbolario se disponía a dejar caer el hierro homicida, abriose la puerta de la alcoba de doña Leonor y salió la camarera Melchora Suárez, que se encontró frente a frente del médico y de doña Juana. Peraza soltó a la joven y dirigiéndose a la camarera, con un movimiento rápido, le presentó el puñal con una mano y con la otra le alargó un bolsillo lleno de oro, diciéndole con voz terrible:

—Escoge. O el secreto y la más generosa recompensa, o la muerte.

Melchora tomó el bolsillo, temblando, y dijo en voz baja: «contad con mi discreción» y siguió a doña Juana, que se había precipitado ya en la cámara de doña Leonor. Peraza se embozó en su capa y se marchó, con el corazón agitado por las furias infernales.

La hija del Adelantado estaba en una situación que no le dio lugar a advertir el terror de su amiga; y esta se guardó muy bien de decirle una palabra de la escena terrible que acababa de tener lugar, comprendiendo que la emoción que le causaría, habría de serle fatal. Sin tener confianza bastante con cualquiera otra persona de Palacio, y temerosa por otra parte, de exasperar las violentas pasiones del médico, la joven resolvió guardar profundo silencio, esperando a que el estado de la salud de su amiga le permitiese hacerle aquella confidencia sin peligro.

Melchora, por su parte, previó que aquel lance le abriría una verdadera mina y se propuso sacar todo el partido posible del secreto que la casualidad le había revelado. Peraza continuó visitando a doña Leonor, como si nada hubiera sucedido, y la camarera procuraba encontrarse al paso del doctor, siempre que este entraba a la alcoba de la enferma, o cuando salía de ella y le daba noticias de doña Juana, que el herbolario recompensaba generosamente.

Mientras pasaba esto en el Palacio del Adelantado, el Secretario Diego Robledo, sentía que la pasión que había concebido por Agustina Córdova cobraba todos los días nuevo vigor. Por desgracia para él, su aspecto cadavérico, su mirada torva y apagada, lejos de inspirar simpatías a la viuda, le causaban aversión y repugnancia, por lo que el Secretario, a quien la pasión hacía aún más grotesco, porfiaba en vano, y sin encontrar una repulsa decidida, comprendía muy bien que su afecto estaba distante de ser correspondido. Frecuentando la casa de Agustina, hubo de encontrarse varias veces con el doctor, y no obstante las protestas que la viuda le hizo de que sus relaciones con don Juan eran las más inocentes, el demonio de los celos se apoderó del corazón de Robledo, que no perdonó arbitrio, con el fin de averiguar lo que tuvieran de cierto las crueles sospechas que lo atormentaban. Constante en su sistema de obtenerlo todo por medio del soborno, ganó a fuerza de oro, la confianza de la vieja criada de Agustina, que le reveló las relaciones antiguas de su señora con el herbolario, agregando que don Juan entraba en casa de Agustina como en la suya propia, que se encerraban durante largos ratos en secretas conferencias, aunque ella no podía decir lo que se trataba en aquellas conversaciones reservadas.

Eso bastaba y sobraba para que el celoso Secretario diese ya por hecho que la viuda lo engañaba, y para que concibiese un odio mortal hacia el que suponía su rival preferido. Don Diego juró la pérdida del médico, y desde aquel momento se ocupó únicamente en dar modo y traza de ejecutar sus sangrientos planes de venganza. Veremos más adelante cómo el destino le brindó la oportunidad de satisfacer su rabioso rencor. Robledo tenía el mayor empeño en escuchar una de las conversaciones secretas entre el médico y Agustina, a que había aludido la criada, y ofreció a esta una gran recompensa, con tal de que le proporcionase la facilidad de cumplir aquel deseo. La vieja se comprometió a hacerlo, y desde aquel momento comenzó a tomar sus medidas al efecto.

Capítulo XII

UANDO
se verificaron los acontecimientos que hemos referido en el último capítulo, había principiado el año 1540. El Adelantado continuaba con actividad los preparativos de su marcha, construyéndose en el puerto de Iztapam, la grande escuadra que debía conducir la expedición, y de la cual hablaremos a su tiempo.

Entre tanto los enemigos del Gobernador no descansaban activando sus planes, en los cuales estaban comprometidos, como hemos dicho, varios caballeros y funcionarios públicos. Los conspiradores se guardaban, por supuesto, de los allegados a don Pedro, y particularmente del Secretario, a quien aborrecían y que tenía grande interés en la conservación del gobierno del Adelantado, a quien debía su posición y con quien contaba para conservarla. Robledo, como todos los amigos de Alvarado, sabía perfectamente que el Tesorero real, Francisco de Castellanos, el Contador Zorrilla, el Veedor Ronquillo y otros trabajaban activamente contra Alvarado; pero ignoraba la existencia de una vasta y ramificada conspiración en la cual estaban comprometidos aquellos y otros sujetos, que contaban con diez y siete Reyes o caciques indios, además los dos prisioneros Sinacam y Sequechul, que debían en el momento preciso, ponerse a la cabeza de la insurrección.

El médico Peraza era, aunque sin parecerlo, el verdadero jefe de los conjurados. Con talento y decisión y poseído de una ambición insaciable de gloria y de riquezas, aquel atrevido pechero tenía en sus manos los hilos de la trama y los manejaba con habilidad y astucia, moviendo a todos los conspiradores, convertidos, sin saberlo, en agentes suyos.

Una noche del mes de febrero reuniéronse estos en casa del herbolario, con todas las precauciones, que acostumbraban tomar cuando celebraban aquellas juntas. Por calles extraviadas fueron llegando uno en pos de otro, entrando unos por la puerta principal de la casa, y otros por la excusada, que daba a un callejón obscuro y poco frecuentado. Reuníanse en un subterráneo que Peraza había hecho construir secretamente y cuya entrada sólo él, y los conspiradores conocían. Estaban allí Castellanos, Ovalle, Ronquillo, y otros muchos afiliados, descontentos del Gobernador, ya porque no habían sido bien despachadas diferentes solicitudes suyas, ya porque ambicionaban destinos, ya, en fin, porque estaban agitados por ese espíritu inquieto y descontentadizo que con nada se satisface y que está siempre dispuesto a provocar trastornos. Presidía la reunión el Tesorero real, jefe aparente de los conjurados.

Castellanos recapituló, en un largo discurso, las quejas que creían tener del Gobernador; los pasos dados en la corte, sin éxito alguno, para que se les hiciese justicia la necesidad de proveer a su seguridad, deshaciéndose del Adelantado y de los que lo sostenían; los medios con que contaban, concluyendo con manifestar que todo estaba pronto, faltado únicamente señalar el día para dar el golpe.

El herbolario tomó la palabra después del Tesorero, y dijo:

—Por la relación que acabáis de oír, caballeros, veréis que todo está preparado y que se han tomado las medidas más eficaces para asegurar el éxito de nuestros proyectos. Diez y siete cacicazgos se hallan comprometidos y podemos contar con unos cincuenta mil guerreros, que aguardan tan solo la presencia de los Reyes Sinacam y Sequechul, para levantarse. Nuestros agentes han recorrido los barrios de la ciudad, han derramado el oro, han hecho las más halagüeñas promesas; contamos pues, con una parte del vecindario, y aun se ha logrado hacer entrar en la conjuración a muchos de los soldados. El Gobernador está enteramente ocupado en el proyecto ambicioso y loco de organizar una expedición para emprender nuevas conquistas; Portocarrero ha quedado tan débil de cuerpo y de espíritu después de su última dolencia, que poco puede hacer en favor del Adelantado; el Licenciado de la Cueva ambiciona la Tenencia y trabaja activamente para obtenerla, sin pensar más que en esto y en su desgraciado proyecto de matrimonio con la hija del Gobernador. Los demás capitanes que aún permanecen adictos a éste, o lo abandonarán en el momento de la lucha, cansados como lo están de sus tiranías y rapiñas, o serán impotentes para defenderlo. La ocasión no puede ser tan favorable; preciso es aprovecharla. Acordaos de que suele decirse que la fortuna ayuda a los audaces; resolvámonos y combinemos desde luego el día y la manera de libertar a los dos monarcas prisioneros.

Otros de los presentes apoyaron al médico, y la junta de conspiradores dispuso dar el golpe, que parecía seguro, tales eran las probabilidades favorables con que contaba. Por indicación de Peraza, se señaló el 20 de marzo para la evasión de Sinacam y Sequechul, conviniéndose en el modo de verificarla. Casualmente estaba reconstruyéndose la parte del edificio del Cabildo contigua a la torre que ocupaban los prisioneros, como que el cronista Fuentes dice que en aquel año, 1540, hizo levantar el Adelantado las Casas consistoriales de muchos pisos. Dispúsose que Peraza, que tenía entrada franca en la torre, proporcionaría a los Reyes instrumentos para limar los fierros de la ventana; que caía precisamente hacia el punto que se reedificaba y en el cual se habían levantado andamios para comodidad de los operarios. La ventana estaba separada de esos andamios por una distancia como de ocho varas; y a fin de que los presos pudiesen salvarla, el herbolario ofreció subir y colocar una de las mismas tablas de los andamios entre estos y la ventana, para que sirviese de puente y pasasen por ella los dos Reyes. Una vez llegados abajo, tomarían los caballos que se les tendrían preparados. El mismo Peraza los acompañaría en su fuga, quedando en la ciudad los otros conjurados, para alzar el estandarte de la rebelión, al mismo tiempo que se sublevasen los cacicazgos.

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