La hija del Adelantado (18 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Capítulo XV

OLVAMOS
a los otros personajes de nuestra historia, de quienes nada hemos dicho en los dos últimos capítulos.

Doña Leonor estaba aparentemente restablecida de la grave enfermedad que le causaron las mentirosas revelaciones de la pérfida Agustina Córdova. Sin embargo, las personas de su familia no alcanzaban a comprender la causa de la profunda melancolía y del abatimiento cada día mayor de la desgraciada joven. Ella devoraba su dolor en el retiro y en la soledad, o se desahogaba en el seno de su fiel amiga Doña Juana. La hija del Adelantado, firme en su propósito de no tener explicación alguna con Portocarrero, evitaba cuidadosamente las pocas ocasiones que habría tenido de verlo y hablarle. Don Pedro, como ya hemos dicho, sufría las deplorables consecuencias del veneno que había infiltrado en sus venas la bebida que le suministró Peraza. Pálido y extenuado, atravesaba como una sombra las calles de la ciudad moviendo la compasión de cuantos lo encontraban. Su inteligencia parecía en general funcionar con regularidad, pero de cuando en cuando se llevaba la mano al cuello, y no encontrando el relicario, reía y lloraba al mismo tiempo, y pronunciaba algunas palabras inconexas. El desvío de doña Leonor, que no pasó desapercibido del desgraciado maníaco, acababa de torturar su corazón. Procuró ver a la joven; pero esta se negó de decir a Portocarrero que no quería ya desagradar a su padre; y que si bien jamás sería esposa de Francisco de la Cueva, no debía alimentar una inclinación que el Adelantado no aprobaba. Así se interponía el orgullo herido entre doña Leonor y don Pedro de Portocarrero, imposibilitando que se descubriese la intriga de la viuda y consumando poco a poco la desgracia de los dos amantes.

Doña Juana, por su parte, había experimentado en aquellos días violentas emociones con los acontecimientos últimamente ocurridos. La conspiración en que hacía tan principal papel el médico Peraza; la prisión de éste, la horrorosa tortura a que se le sujetó y su muerte desastrada, impresionaron vivamente a la joven, que no podía desechar de su imaginación el recuerdo de aquel desventurado, que excitaba en su alma un sentimiento de compasión y de terror al mismo tiempo.

Pasaron quince días desde aquel en que Peraza había muerto, víctima del veneno que él mismo se administró en la cárcel, con el fin, a lo que parecía, de evitarse la ignominia del patíbulo. Una noche ya muy tarde doña Juana oraba fervorosamente en su habitación, pidiendo a Dios que en su infinita misericordia se apiadase del alma de aquel desventurado. Caían copiosos aguaceros y la tempestad descargaba sobre la población. Silbaba el viento con violencia y hacía estremecerse los cristales de la ventana del dormitorio de doña Juana. Los relámpagos se sucedían unos a otros con rapidez, iluminando momentáneamente la atmósfera, obscura como la boca de una tumba. La piadosa doncella redoblaba sus oraciones, arrodillada delante de una imagen de la Virgen, ante la cual ardía una lámpara, cuya luz alumbraba débilmente la estancia. Una fuerte ráfaga de viento, que abrió con violencia los cristales de la ventana, apagó la luz, al mismo tiempo que se oía el atronador estampido del rayo, cuya cárdena espiral iluminó instantáneamente la habitación. A su siniestro fulgor, doña Juana vio delante de sí, cerca de la puerta, en pie vestido de negro y medio embozado en una capa de paño blanco, al médico Juan de Peraza, que la contemplaba con una mirada triste, fija y penetrante. A la vista de aquella fantasma, doña Juana lanzó un grito y cayó desmayada. Una doncella que dormía en el cuarto inmediato, y que había despertado al ruido pavoroso del trueno, oyó el grito de su señora y se precipitó en la habitación, que encontró completamente obscura. Fue en el acto a buscar luz, y cuando entró con ella, encontró a doña Juana pálida y convulsa, tendida en el suelo, con los ojos abiertos desmesuradamente y fijos en el punto donde se le había aparecido el horroroso espectro.

Por más preguntas que hizo la doncella, no pudo obtener explicación alguna de lo que había motivado el grito penetrante que la despertara. Doña Juana, sumamente abatida, llamó al siguiente día a doña Leonor su amiga, y le refirió la terrible visión que se le había aparecido la noche anterior. La hija del Adelantado se empeñó en tranquilizar a doña Juana, procurando convencerla de que aquella supuesta visión era efecto de su propio espíritu, vivamente excitado. La joven, sin embargo, abrigaba la seguridad de haber visto al herbolario, no ya con el aspecto amenazador y terrible que tenía cuando estuvo a punto de matarla en la galería del Palacio, sino profundamente triste y abatido, al parecer. Desde aquella noche, doña Juana no quiso consentir en que la doncella que la servía inmediatamente se separase de su lado. Su sueño era inquieto, y creía ver por todas partes el pálido rostro del doctor y su mirada melancólica y fascinadora.

Así pasaron muchos días. Poco a poco fue recobrando doña Juana su tranquilidad y llegó a sospechar casi que la aparición del herbolario había sido una fantasía creada por su propia imaginación. Una noche se encontraba sola en el dormitorio, habiendo salido la doncella por un momento. La joven, sentada en un cómodo sillón, se había quedado adormecida, y repentinamente oyó un ligero crujido, como el del gozne de una puerta que se abre muy pocas veces. Abrió los ojos doña Juana y se encontró frente a sí, y como si hubiese salido de la tapicería, la misma figura del doctor que se le apareciera pocas noches antes. El horror la dejó sin movimiento bajo la mirada de Peraza, que fue acercándose a ella lentamente. Cuando estuvo a dos pasos de la joven, se detuvo y contemplándola con tristeza, dijo:

—Doña Juana, ¿no me reconocéis? Soy yo, el médico de Baeza, cuyo amor por vos no se ha extinguido con la muerte. Ella nos hace iguales, doña Juana; y ya que el mundo nos ha separado por sus necias preocupaciones, la eternidad, más justiciera, va a unirnos para siempre.

Al decir esto, Peraza se acercó a la joven, que estaba poseída del más profundo terror, e incapaz de oponer la menor resistencia. Levantola en sus brazos, se dirigió al lugar de la pared de donde parecía haberse desprendido; puso la mano en un botón casi invisible que estaba en la tapicería y se abrió una puerta. Al salir por ella, el médico con doña Juana, que había perdido el conocimiento, entró en el dormitorio de la doncella y alcanzó a ver al herbolario, a quien reconoció muy bien, y viéndose se llevaba a su señora, dio un grito y volvió a salir precipitadamente de la habitación.

Las gentes del Palacio se pusieron en movimiento, a la noticia de la misteriosa desaparición de doña Juana. La camarera, en el terror que la dominaba, dijo que la pared se había abierto por sí misma y dado paso a una fantasma que tenía todo el aspecto del difunto médico, la cual arrebató a su señora, desapareciendo con ella. Registrose el Palacio todo, recorriose la ciudad aquella misma noche y no pudo encontrarse el menor vestigio de la desgraciada joven. La hija del Adelantado, que sabía perfectamente la pasión de Peraza por su amiga, no vaciló en dar crédito a la extraña relación de la doncella y se persuadió de que el herbolario había venido del otro mundo por doña Juana. Desde aquel momento, doña Leonor cayó en mayor abatimiento, considerándose como sola en esta vida, perdida para siempre su única amiga.

Sin embargo, ni nuestros lectores ni nosotros hemos de creer, como aquellas buenas gentes del siglo XVI, que efectivamente salió del sepulcro el doctor Peraza para robar a doña Juana de Artiaga. Así, es tiempo ya de dar la explicación sencilla y natural de aquellos acontecimientos, al parecer extraordinarios.

Desde que se notificó al médico la sentencia de muerte pronunciada contra él y los dos Reyes indios, formó el atrevido proyecto de sustraerse a la pena. Su conocimiento de las propiedades de los vegetales le sirvió en aquella ocasión más que cuando quiso encontrar, con el auxilio de la ciencia, la yerba que inspiraba el amor. Tenía, entre las pócimas de que solía hacer uso, un activo narcótico, el cual resolvió emplear, para simular un envenenamiento, seguro de que fácilmente conseguiría su objeto, contando con la ignorancia crasa de las gentes entre quienes vivía. Pidió la redoma que contenía el narcótico, y calculando bien el tiempo que había de durar su efecto, lo tomó con resolución, logrando una suspensión de las funciones vitales, que presentaba casi todos los caracteres de una verdadera muerte. Conducido al cementerio y depositado en una pieza, mientras se le sepultaba, como dijimos a su tiempo, hacia la medianoche cesó el efecto del narcótico, recobrando el doctor el pleno uso de sus facultades. Sin gran dificultad pudo salir del recinto del cementerio, rodeado por una pared muy baja, y encontrándose en la calle, se dirigió a su casa, que estaba completamente abandonada, habiéndose reducido a prisión a las personas de la servidumbre. Encontró cerrada la puerta principal, lo que le causó no poca desazón, pero habiendo acudido a la excusada, que como dijimos, tenía la casa, tuvo la fortuna de encontrarla abierta y entró por ella, dirigiéndose desde luego al subterráneo donde acostumbraban celebrar sus juntas los conspiradores, seguro de que en aquel punto nadie daría con él aun cuando registrasen la habitación de arriba abajo. Por lo demás, ese peligro era harto remoto; pues decidido por la opinión pública que el diablo había cargado con el herbolario en cuerpo y alma, nadie se había de tomar el trabajo de buscarlo. Mas como las precauciones no fuesen del todo inoficiosas, por no exponerse a que lo viese alguno, don Juan no salía sino por la noche y cuando tenía para ello necesidad urgente.

La única persona a quien se descubrió Peraza, fue la camarera de doña Leonor, Melchora Suárez, la que no tuvo poco susto cuando se le apareció el que ella consideraba como difunto de muchos días. Con trabajo logró el doctor tranquilizarla y convencerla de que no era una fantasma del otro mundo, sino el mismo herbolario en carne y hueso el que le hablaba. Peraza apeló al más convincente de los argumentos, poniendo en manos de la interesada doncella un bolsillo lleno de oro, con lo que aquella hubo de persuadirse de la existencia, real y efectiva del generoso doctor. Una vez comprobado que Peraza era el mismo de siempre, se trató de encontrar un medio de introducirlo en la habitación de doña Juana, servicio que ofreció recompensar con una dápa aún más liberal, después de mucho meditar el caso, Melchora encontró la solución de la dificultad, recordando haber oído a su tío cierta historia de una entrada secreta que tenían las piezas ocupadas a la sazón por doña Juana, y que se había hecho, no recordaba con qué motivo, cuando se construyó el palacio, con intervención del mayordomo. Buscose con empeño la puerta perfectamente oculta por la tapicería, y al fin hubo de darse con ella. Caía a unos cuartos por entonces deshabitados, y por medio de una escalera, también oculta, se bajaba al patio interior, que tenía puerta al jardín, que daba al campo. Fácilmente se hizo Melchora de la llave de esta puerta y la entregó al herbolario, que pudo así introducirse dos veces en el Palacio y llegar hasta el dormitorio de la joven, sin que persona alguna lo advirtiese. La primera fue bajo los fuertes aguaceros y la recia tempestad, que contribuyeron a hacer más romántica la aparición del herbolario. Él iba decidido a apoderarse de doña Juana; pero la llegada de la camarera de ésta, impidió la ejecución de aquel designio. Más afortunado la segunda vez, pudo Peraza, a favor del espanto que causó su sola presencia a doña Juana, y dándose la apariencia de una alma de la otra vida, ejecutar el rapto. Perdido el conocimiento, la sacó del Palacio, y montando en un ligero caballo que tenía, preparado cerca de la puerta que daba al campo, en un momento llegó a su casa. Cuando doña Juana volvió en sí, se encontró con el obscuro subterráneo, a donde la condujo el herbolario.

Al verse enterrada viva en aquella tumba, la desgraciada joven se entregó a la más horrorosa desesperación. Peraza, en pie delante de doña Juana, la contemplaba con alegría satánica, sin que los gritos y lamentos de la infeliz hiciesen, al parecer, la menor impresión en aquella alma de bronce. Dio lugar a que desahogase algún tanto la pena que la oprimía, y lo habló en estos términos:

—Al fin, doña Juana, estamos reunidos para siempre. Ya lo veis. En vano habéis huido de mí. La tumba misma parece haberme arrojado de su seno para que os separe del mundo de los vivos y os traiga a participar de la soledad a que me encuentro condenado. Muerto en opinión de todos, lo estaré en realidad para todos, menos para vos. Debo declarároslo para que cese el horror que mi presencia os inspira. El fin trágico de mi existencia ha sido una ficción, y el hombre a quien veis aquí, no es un espectro aterrador, sino el mortal que os ha consagrado su vida y cuyo único afán será de hoy más, haceros llevadera la suerte que os está reservada. Reflexionad con calma y tomad vuestro partido. De aquí no saldréis jamás. Estáis en mi poder, sola, indefensa, y nadie podrá interponerse entre los dos. Pero, tranquilizaos. Yo no quiero hoy obtener por la violencia lo que al fin me habéis de conceder con vuestra plena voluntad. Os dejo todo el tiempo necesario para que reflexionéis. Ambos hemos muerto para el mundo, en este encierro nada os faltará de cuanto es necesario a la vida. Mi previsión ha cuidado de todo. La libertad misma, que ahora no puedo concederos, será la recompensa de vuestra docilidad. Corresponded a mi afecto, y os juro por lo más sagrado que os sacaré de esta mazmorra, os conduciré fuera del reino, mas allá de los mares; mi fortuna, que he tenido cuidado de ocultar, bastará para que pasemos una vida feliz, embellecida por nuestro amor. Os dejo, doña Juana, para que meditéis bien mis palabras, mi irrevocable resolución y os decidáis.

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