La hija del Apocalipsis (65 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Te he dicho que puedes irte, March.

—Yo no me muevo de aquí, Marie. Me quedo contigo porque, si me aparto, Geko te freirá a través de la puerta.

—Me tiene sin cuidado.

—A mí no.

March se vuelve lentamente. Pone la mano sobre el vientre de Marie y retira la cinta aislante que sujeta los tubos. Después, su mano sube rozándole la cintura, el hombro, el codo, la muñeca. Marie está llorando. Cierra los ojos. Se encuentra al límite de sus fuerzas. Nota los dedos de March que se cierran en torno a la culata del 32. Siente cómo sus labios se posan sobre sus mejillas y recogen sus lágrimas. Luego, la boca de la chica se cierra sobre la suya. Marie devuelve el beso a March. Separa los dedos y suelta el 32. Después esconde la cara contra la camiseta de la agente, que la envuelve con el chaleco antibalas. Crossman levanta el emisor.

—A todos: Parks está neutralizada. Vamos a movernos. Ordeno la suspensión inmediata del dispositivo. Añado que no vacilaré en abatir personalmente al primero que continúe apuntando con un arma cuando salga.

143

Marie pega la mejilla contra el cristal mientras contempla cómo desfila el paisaje a toda velocidad. Con esposas en las muñecas y en los tobillos, está sentada en el Dodge de Crossman, que circula entre aullidos de sirenas en el centro de un convoy compuesto por una decena de 4 × 4. Sus compañeros de Quantico. La flor y nata solo para ella. A su lado, el director hojea un expediente. Con el móvil pegado a la oreja, escucha cómo el consejero Ackermann le anuncia que los lotes de sangre se han entregado sin incidentes y que el secuenciado está en marcha. Tres o cuatro días de trabajo frenético antes de que las fuerzas armadas de los países miembros del Consejo de Seguridad distribuyan el antídoto a gran escala. Marie observa a la agente March, que se ha sentado delante. La chica se vuelve y le dirige una sonrisa que denota cierta incomodidad.

—Lo siento, Parks.

—No lo hagas. La última vez que una chica me besó tan bien fue en la facultad.

—¿Cómo se llamaba?

—Allison. Una animadora.

—Ah, las animadoras…

Crossman da las gracias a Ackermann y cuelga el móvil. Los 4 × 4 acaban de llegar al cruce con la 94. Los coches que van en cabeza prosiguen hacia el norte, mientras que el Dodge de Crossman y cuatro vehículos más giran hacia el oeste.

—¿Adónde vamos?

—Haces demasiadas preguntas, Marie. Antes de que haya tenido tiempo de replicar, Crossman marca otro número de teléfono en el móvil.

—Llamo al presidente —le parece oportuno añadir—. Así que, si vais a poneros a hablar de trapitos, os agradecería que lo hicierais en voz baja.

Los coches han llegado a Enfield. Dejan la 94 y se adentran en la red de carreteras secundarias. Marie escucha distraídamente cómo Crossman expone los resultados obtenidos al presidente. Los dos hombres hablan durante largos minutos; luego, oye la voz del presidente que pregunta:

—¿Cómo está la niña?

—Ha muerto, señor.

Marie se vuelve hacia Crossman con los ojos llenos de lágrimas. Siente los dedos del director que se cierran en torno a su mano. La voz del presidente suena de nuevo.

—¿Y la agente especial Parks?

—Le he dicho que puede contar con su apoyo.

—Ha hecho bien. Los servicios del fiscal general ya están ocupándose del caso. —Gracias, señor.

—De nada, Crossman. Ese era el trato, y yo tengo palabra.

Crossman cuelga. Marie ha vuelto a apoyar la frente en el cristal. Deja correr las lágrimas. El vehículo que va en cabeza reduce la velocidad y toma una pequeña carretera que se adentra en un macizo boscoso. Parks yergue la cabeza. Acaba de ver unos faros giratorios de color naranja en un cruce. Los vehículos se detienen junto a una ambulancia y una gran camioneta de ruedas anchas. Marie mira a Crossman. El director está quitándole las esposas.

—No entiendo.

—Te doy cuatro días para que termines lo que tengas que hacer. Después, quiero que te entregues. ¿Me has entendido?

Marie lee en los ojos de la agente March que no tiene nada que temer. Baja del coche y la puerta se cierra. Un anciano acaba de bajar de la camioneta. Tiene largos cabellos blancos y unos ojos de un azul profundo. Marie nota que se le hace un nudo en la garganta.

—Gordon…

El viejo Guardián sonríe. Lleva un fardo de mantas de las que sobresale una manita negra.

—Gordon, ¿eres tú?

—Por lo menos, lo que queda de mí.

Marie llora desconsoladamente. Aparta las mantas y estrecha a Holly entre sus brazos.

—Ha matado a Ash. Ha matado a Ash y me ha salvado.

—Lo sé.

—Y ahora ¿qué? ¿Va a morir?

—Lo que está muriendo es todo el poder, Marie. Han matado al viejo Chester, y también a Kano, Cyal y Elikan. La última Reverenda nos espera. Holly debe transferirle sus poderes antes de que sea demasiado tarde.

—¿Aunque eso la mate?

—Ya se está muriendo, Marie.

Marie se vuelve hacia los 4 × 4, que están maniobrando. Intenta ver la cara de Crossman a través de los cristales tintados. Mira cómo el convoy se aleja. Holly respira débilmente entre sus brazos. Marie se inclina para aspirar el olor de su piel. Gordon le pone una mano en el hombro.

—Tenemos que ponernos en marcha.

144

Gordon conduce la camioneta por las pequeñas carreteras que atraviesan los bosques de Minnesota. Hasta donde la vista alcanza, los miles de lagos que el Mississippi ha llenado a lo largo de los siglos centellean como charcos tras la caída de un diluvio. El río ha desaparecido. No es más que un torrente que salta de lago en lago. Ha rejuvenecido.

Acaban de llegar al límite de la reserva de Leech Lake y ahora se encuentran en pleno Oeste, dirigiéndose hacia el lago Itasca. La delgada franja de asfalto que serpentea en dirección al nacimiento del río atraviesa uno de los parajes más salvajes de Minnesota.

—¿Falta mucho todavía?

—Estamos acercándonos.

Marie apoya la cabeza en la frente de Holly y cierra los ojos. La niña está sumiéndose en un coma cada vez más profundo.

—Despierta, Marie. Hemos llegado.

Marie, sobresaltada, se incorpora. Fuera, el paisaje se ha vuelto árido. La carretera ha desaparecido y Gordon avanza muy despacio para no romper los ejes. Marie se frota los ojos.

—¿He dormido mucho rato?

—Algo menos de dos horas.

—¿Dónde estamos?

Gordon señala una gran extensión de agua en cuya superficie absolutamente lisa se refleja el paisaje. A un centenar de metros, allí donde el joven Padre de las Aguas escapa del lago Itasca, Marie distingue una colina muy antigua en cuya cima se abre una caverna. Al pie del montículo, alineados, ve a unos ancianos vestidos de blanco. Gordon quita el contacto y abre la puerta del vehículo.

—¿Gordon…?

—¿Sí?

—¿Eres realmente tú o eres también… otra cosa?

—¿Quieres decir si soy Eko?

—Sí.

—Soy él y yo.

—¿Y nosotros?

—Nosotros ¿qué?

Marie no contesta. Observa un momento los grandes ojos azules de Gordon. No queda casi nada de él en esa mirada. Una mirada infinitamente vieja, profunda y triste. Marie baja de la camioneta estrechando a Holly entre sus brazos y se estremece cuando el viento cortante envuelve su rostro. Gordon se inclina ante los Guardianes de la Fuente, que se apartan para dejarlos pasar.

Juntos, suben la colina y entran en la gruta. Huele a musgo y a grasa quemada. Marie pestañea en la penumbra. Una mujer viejísima está sentada al fondo, sobre una piedra plana rodeada de velas. La anciana levanta lentamente la cabeza. Una larga melena blanca enmarca su rostro ajado por la edad. Respira con dificultad.

—Acércate, Marie. No tengas miedo.

Marie se vuelve hacia Gordon, que se ha sentado en un rincón de la caverna, y le pasa a Holly. El anciano coge con torpeza a la niña. Tiene una expresión de felicidad. A medida que se acerca al círculo de velas, Marie nota que las lágrimas se agolpan en sus ojos al reconocer a Hezel. La anciana dama sonríe.

—Siéntate frente a mí, Marie. Siéntate a la luz de las velas para que vea por fin tu cara. Eres aún más guapa de lo que imaginaba.

—Usted tampoco está mal…

A la anciana se le escapa la risa.

—Eso es lo que siempre me ha gustado de ti, Marie. Tu impertinencia. De joven, yo era como tú. Por eso hemos podido establecer contacto. Por cierto, ¿cómo está Cayley?

—Chiflado.

—Eso no es una novedad.

—Echa de menos a Martha.

—Es el precio de enamorarse de una mortal. Al principio llegué a estar muy celosa de ella, ¿te das cuenta? Pero muy pronto me reuniré con él. Y él se reunirá con su Martha.

Las dos viejas amigas se quedan un momento en silencio recordando sus largos paseos por el bosque. Sonríen al pensar en la gente de Old Haven y en los tres pillastres rubios que jugaban con el torso desnudo junto a la fuente. Las lágrimas que Marie reprime desde hace unos minutos empiezan a caer libremente.

—¿Por qué lloras, Marie?

—Porque Holly va a morir.

—¿Morir?

—Sí, ya sabe… Dejar de respirar, descomponerse…

—Claro que va a morir. Es portadora del poder y, como el poder va a desaparecer, lo lógico es que ella desaparezca también.

—Sí, pero usted ha vivido algo más de cuatro siglos y ella solo tiene once años.

—Es mucho mayor de lo que crees.

—¿Usted puede salvarla o no?

—¿Para qué? No va a sufrir, ya lo sabes. Allí a donde la llevo hay gatos y pájaros. Y niñas también. Y están Cyal, Kano y Elikan. ¿De verdad quieres quitarle eso?

—No quiero que muera.

—¿Por qué? ¿Por ella o por ti?

—¿Qué diferencia hay?

—Una diferencia abismal, Marie.

Marie se seca las lágrimas.

—No quiero que me deje. No quiero quedarme sola después de todo lo que hemos vivido.

—Marie, no lo entiendes. Holly no es solo una niña de once años. Es también quien ha salvado el poder. De no ser por ella y por ti, habríamos perdido la batalla. Eso la convierte en la Madre de las Madres, y a ti, en una Venerable. Como tal, puedes obtener lo que quieras de nosotros. Lo importante es saber qué quieres realmente.

—Quiero que Holly viva. ¿Pueden salvarla?

—El único que puede es su Guardián.

—¿Gordon?

—Sí.

—Entonces, ¿a qué espera?

La anciana se ha vuelto hacia el hombre sentado junto a la entrada. Un brillo de picardía ilumina los ojos de este en la penumbra mientras asiente lentamente con la cabeza.

—Está esperando saber si aceptas el precio.

—¿Qué precio?

—Lo ignoro, pero siempre hay un precio.

—¿Quiere decir una maldición o algo por el estilo?

—No. Quiero decir que Holly ya está casi muerta y que traerla de vuelta desde donde está la transformará en algo diferente.

—¿Vivirá?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo?

—¡Quién sabe!

—¿Pero gozará de buena salud?

—¿Qué te preocupa realmente, Marie? ¿Que te deteste por haberla traído de vuelta? ¿Que no te reconozca? ¿O que cambie tanto que no puedas seguir queriéndola?

—No. Eso es imposible.

La anciana sonríe. Marie se seca de nuevo las lágrimas.

—¿Y usted?

—¿Yo qué?

—Las Reverendas, los Guardianes, el poder…, ¿todo va a desaparecer?

—Al contrario. Mientras estamos hablando, en los laboratorios de todo el planeta empiezan a sintetizar el ADN de Holly. Nuestro ADN. Van a neutralizar la amenaza integrándola en los genes de la humanidad. La mutación tardará un poco en producirse, pero nada podrá detenerla. Nosotros desaparecemos porque nuestra misión ha terminado. Porque no éramos más que un puñado y mañana seremos de nuevo miles de millones.

—Hasta la Gran Devastación, que los matará a casi todos, ¿verdad?

—Sí.

—Eso no tiene sentido.

—No necesita tenerlo. Es así desde la noche de los tiempos: nos multiplicamos, provocamos terribles plagas que arrasan a nuestra especie y empezamos a multiplicarnos otra vez en otro lugar.

—¿Cuándo sucederá eso?

—En su debido momento.

—¿Y yo? —¿Tú qué?

—¿Seguiré soñando con usted?

—¡Quién sabe, Marie!

La respiración de la anciana se vuelve cada vez más sibilante. Está aspirando el poder de Holly, reintegrándolo al gran poder que muere. Ante los ojos de Marie, se seca lentamente. Su cabeza se inclina, sus dedos se debilitan.

Marie se ha levantado. Se acerca a Gordon, que mece suavemente a Holly entre sus brazos. Se agacha y besa al anciano en la cabeza.

—Eso es lo que quiero —dice.

Gordon asiente sonriendo.

—Una cosa, Marie…

—¿Qué?

—Siento haberte dicho aquello en el Santuario de Lagrange. No puedo repetirlo porque te pusiste hecha un basilisco, pero quería que supieras que es verdad.

—¿El qué, Gordon?

—Que te quiero.

Los labios de Marie rozan los párpados del anciano y luego sus mejillas, antes de cerrarse con dulzura sobre su boca.

—Trae de vuelta a la pequeña, Flash Gordon, ¿de acuerdo?

—Te lo prometo.

Marie va hasta la entrada de la gruta y mira el lago. Los otros Guardianes han desaparecido. Oye cómo Gordon murmura al oído de la niña en su extraña lengua. Lentamente, a medida que Holly se despierta, él se seca. Pero consigue encontrar la fuerza necesaria para sonreírle mientras ella abre los ojos.


Sielom Neera.


Sielom Eko.

La niña alarga la mano y seca las lágrimas que caen por el rostro del Guardián. La respiración de este se vuelve cada vez más lenta.


Neera nak melk horm, ak säy
? —murmura.


Usssh Eko, usssh. Neera nak mork. Neera em Eko.

La niña toca los labios del anciano, que ha dejado de respirar. Se levanta y se dirige a la entrada de la gruta. Coge de la mano a la señora que está allí, la cual se arrodilla y la mira a los ojos:

—¡Hola, cielo!

—¡Hola, Marie la Fea!

Marie coge en brazos a Holly. La niña apoya la barbilla en su hombro y mueve los dedos hacia la caverna. Aprieta el colgante que lleva colgado al cuello y que brilla contra su piel. Sonríe.

EPÍLOGO

Tierra Madre

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