La hija del Apocalipsis (64 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Se levanta y se dirige al mostrador de ingresos. La chica ha terminado de rellenar la ficha. Justo antes de que se aparte, Marie ha advertido el ligerísimo agarrotamiento de sus hombros mientras ella se le acercaba por detrás. Coge el bolígrafo que la guapa desconocida se ha dejado olvidado en el mostrador. La llama y se lo lanza apuntando deliberadamente demasiado alto. La joven estira los brazos y se pone de puntillas. Mientras sus manos se cierran en torno al bolígrafo y la blusa se le sale de la falda, Marie tiene tiempo de admirar su bonito vientre plano, el brillo de un
piercing
en su ombligo y la culata de un 380 ultraplano. La chica se guarda el bolígrafo y se aleja.

La enfermera que está en el mostrador de información sigue sin tener noticias de Holly. Marie le da las gracias fingiendo no advertir la ligera capa de sudor que le cubre la frente. No estaba allí cuando ella llegó a urgencias. Como tampoco el equipo que acaba de descubrir. Parks pasa por delante de la máquina de bebidas y cruza las puertas acristaladas. Sabe que se expone enormemente alejándose de la gente. Se acerca a un grupo de enfermos que están fumando un cigarrillo sentados en un poyete. Enciende uno ella también y localiza con bastante facilidad varios vehículos que no estaban allí un rato antes. Eso es lo gracioso de los coches del FBI sin distintivo: siempre están relucientes.

Marie observa los rostros de los hombres que esperan al volante. Ni siquiera se toman la molestia de intentar pasar por maridos ansiosos o padres preocupados. Esperan la señal. Uno de ellos acaba de identificarla. Sus labios se mueven. Ha llegado el momento de entrar de nuevo en el edificio. Marie se dispone a cruzar las puertas acristaladas cuando tropieza con el chico del chándal, que lleva un cigarrillo en la mano. Con una sonrisa en los labios, le pregunta:

—¿Tiene fuego?

—Ya lo creo que tengo, chaval.

Marie le da un golpe con el antebrazo en el cuello y, clavándole la Glock en el abdomen, lo obliga a meterse en un entrante de la pared. El hombre respira con dificultad.

—¿Agente qué?

—Bragg.

—¿Quiere morir hoy, agente Bragg?

El hombre niega con la cabeza. Está furioso.

—En efecto, mantener las distancias. Siempre es el mismo problema.

Marie desarma a Bragg y se mete el arma bajo el cinturón. Después le obliga a que dé la vuelta y regresa lentamente a la recepción pegada a la pared. El primero en verla es el agente que está junto a la máquina de bebidas. Se queda inmóvil y pone la mano sobre la culata de su arma. La bala que dispara Parks impacta por encima de su rodilla. Un crujido. El hombre se desploma chillando. En la sala de espera suenan gritos. Marie hace una pausa en otro entrante de la pared.

—¿Bragg…?

—¿Sí?

—¿Estás conectado?

—Claro.

—Muy bien. Entonces, quiero que informes a tus amiguitos de que tienes un pequeño problema.

—¿Habla en serio?

—Sí.

—¿Qué les digo?

—Me los pasas.

Bragg levanta el micrófono escondido bajo la manga del chándal. Marie lo agarra de la muñeca y se aclara la voz.

—Atención, atención, aquí la agente especial Marie Megan Parks. Tengo a Bragg. Le he cogido un enorme cariño a este osito de peluche. Hasta tal punto que no dudaré en meterle una bala en la cabeza si uno de vosotros hace un amago de moverse. También quería anunciaros que llevo dos kilos de Semtex comprimidos en tubos metálicos escondidos bajo la cazadora. Lo necesario para mandar a media ciudad encima de la otra media. ¿Me recibís?

La respiración de Bragg se acelera. Levanta el micrófono hasta la altura de sus labios.

—Aquí Bragg. Confirmo que Parks me tiene y que lleva encima algo que parecen tubos metálicos.

Un chisporroteo.

—¿Lleva una anilla o algo parecido en la mano?

Bragg escucha la respuesta que Marie le susurra al oído.

—Cordón de detonación atado a su muñeca.

—¿Es un farol?

—En cualquier caso, su pistola no lo es.

Marie está a punto de empujar a Bragg fuera del entrante cuando la chica del bolígrafo surge repentinamente de la sala de espera, rueda por el suelo hacia delante y se incorpora apoyando una rodilla en el suelo y apuntando con un 380.

—¡FBI! —grita—. ¡Ni un gesto más!

Marie se inclina hacia el oído de Bragg.

—¿Cómo se llama?

—Cathy March.

Marie coge a Bragg de la muñeca y susurra en el micrófono:

—Cathy, ¿me oyes?

La agente arrodillada junto a la máquina de café dice que sí con la cabeza.

—¿Qué ángulo de tiro tienes desde ahí?

La pistola de March vacila en su mano. La agente está admitiendo que ha saltado un poco demasiado deprisa. Baja lentamente el arma y la deja en el suelo.

—Muy bien, buena chica. Ahora vuelve a la sala de espera.

Marie tira de Bragg y avanza pegada a la pared. Tiene que llegar como sea hasta las puertas de doble batiente por las que los enfermeros se han llevado a Holly.

—Yo era partidario de que se la cargaran.

—¿Eso quiere decir que otros utilizan métodos más suaves?

—Sí, el director Crossman.

—¿Está aquí?

—Sí.

—¿Dónde?

—Aquí, Marie.

Marie se vuelve hacia la forma que acaba de cruzar las puertas acristaladas. Siente que en su garganta se forma una bola de ira y de tristeza. Intenta sonreír.

—Hola, Stu, ¿qué tal? Me pillas un poco ocupada ahora, así que mejor vuelve en otro momento.

—Esto acaba aquí, Marie.

—Sólo voy a recoger a Holly.

—¿Y luego?

—Luego, nos llamamos y comemos juntos, ¿te parece bien?

Marie acaba de situarse en el eje de la sala de espera. Una treintena de agentes apuntan ahora sus armas en su dirección y siguen cada uno de sus movimientos. Ella calcula la distancia que la separa de las puertas. Siente cómo el cuerpo de Bragg se tensa contra el suyo.

—¿Bragg…?

—¿Señor…?

—Estamos hablando.

—¿Por qué me dice eso?

—Porque sé en qué piensa mientras cruza miradas con el agente Forrester, que está desplazándose poco a poco hacia el ángulo muerto de Parks. Ella lo ha visto y espera que pase por su última línea izquierda para derribarlo. ¿Verdad, Parks?

Marie sonríe. Nota un extraño silbido en los oídos. Está pasando al modo Gardener. Le guiña un ojo a Forrester.

—Lástima, Forrester, la próxima vez será. No está bien desvelar mis trucos, Stu.

—¿Qué se supone que tengo que hacer, señor?

—Conozco a la persona que le ha cogido como rehén, agente Bragg. No vacilará un segundo en meterle una bala en la sien para evitar que la liquiden.

—¡Que se vaya a tomar por culo esa asesina de policías!

Bragg deja escapar un chillido de dolor mientras Marie le mete el cañón del 32 en la boca rompiéndole dos dientes. Con la otra mano, apunta con la Glock a los tiradores.

—Por cierto, para vuestra información: sigo llevando un 32 encima.

—¿Agente March…?

—¿Señor…?

—Quisiera que fuese a ocupar el sitio de Bragg.

—¿Yo?

—Sí. Bragg ha dicho una cosa que no había que decir. Y además, sé que se muere de ganas de matar a Parks. Usted no, ¿me equivoco?

—No, señor. Si podemos encontrar otra solución, lo prefiero.

—¿Estás de acuerdo, Marie?

—¡Tengo que ir hacia esa puerta para recoger a mi hija, Stu!

—No. Primero tienes que calmarte y debemos hacer el cambio entre Bragg y March.

—¿Me tomas por gilipollas?

—¿Por qué?

—Porque en el momento en el que Bragg se aparte estoy perdida. Están todos apuntándome a la cabeza pensando que podrán saltarme la tapa de los sesos antes de que dé la orden a mi brazo de tirar del cordel. ¿Verdad, tíos?

—Me pondré delante de ti mientras March ocupa el lugar de Bragg.

—Me parece bien, Stu. De todas formas, este tipo empezaba a apestar a sudor.

—¿Está de acuerdo, March?

—Sí, señor.

Crossman se coloca delante de Parks entre las protestas de los agentes, que acaban de perder su ángulo de tiro.

—No haga tonterías, Bragg.

—Con todos los respetos, señor, es usted quien está haciendo una tontería. Y de las gordas.

Marie estrecha ahora a la agente March contra sí. La chica hace una mueca. Parks afloja un poco la presión de su brazo.

—¿Marie…?

—¿Sí?

—Ahora voy a apartarme.

—Muy bien, Stu, de coña. Y aprovecharás para abrirme esa puta puerta antes de que me enfade de verdad.

—Como quieras.

Crossman retrocede unos pasos en dirección a la puerta. Levanta el emisor.

—Atención, soy Crossman y voy a abrir.

Un chisporroteo.

—Recibido, señor.

—¿Con quién hablas, Stu?

Crossman abre lentamente los dos batientes y deja a la vista un largo pasillo lleno de tiradores de los cuerpos especiales del FBI. Van equipados con corazas y cascos con visera. Con una rodilla apoyada en el suelo, están apostados a lo largo de las paredes y apuntan a Marie con pistolas ametralladoras. Una lluvia de puntos rojos danza sobre el traje de chaqueta de la agente March. Parks dirige una sonrisa al tirador más cercano.

—Hola, Geko.

—Hola, Marie.

—¿Estás bien?

—Podría estar mejor.

—De acuerdo. Ahora dirás a tus hombres que despejen el paso.

—Eso es imposible, Marie, y lo sabes.

Parks frunce los ojos. En la otra punta del pasillo, unos enfermeros y unos camilleros vacían las habitaciones.

—¿Estáis haciendo evacuar el hospital?

—Ya han empezado.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Un cuarto de hora largo.

—Empiezo a notar un calambre en el brazo.

—No lo harás, Marie. Tú no.

—¿Stu…?

—¿Sí?

—¿Hay gente en la sala que queda detrás de mí?

—Negativo.

—¿Sabes que, pase lo que pase, siempre estaré a tiempo de tirar del cordel?

—Lo sé, Marie. Detrás de ti solo hay una unidad de cuidados. Te juro que no hay nadie.

—Vamos a entrar ahí, March. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Tú también, Stu.

—No, Marie.

—Sí. Necesito a mi hija y al médico de guardia dentro de cinco minutos como máximo. Pasado ese plazo, no respondo de nada.

—Tomar rehenes. Herir deliberadamente a agentes federales. Eso roza un centenar de años de prisión, Marie.

—Te dejas a las personas que me he visto obligada a matar.

—Eso puede arreglarse. Hemos visto las grabaciones. En Gerald, la ancianita quería atravesar a Holly. Y en Des Moines, lo de la mujer del cochecito fue también en legítima defensa. Eso es defendible.

—En el caso del enfermero de la residencia de ancianos y en el del carnicero del Wal-Mart, no será tan sencillo, ¿no crees?

—Tendrás los mejores abogados del país. El presidente incluso está dispuesto a intervenir personalmente, a menos que haya un solo disparo más.

—¡Lo único que quiero es a mi hija! ¡Me necesita!

—No. Eres tú quien la necesita a ella. Ella solo necesita atención médica.

Un chisporroteo en el auricular de Crossman. Un agente le anuncia que han terminado de tomar las muestras de sangre de la pequeña Holly y que tres helicópteros acaban de despegar para llevarlas a los laboratorios de secuenciado.

—Stu, voy a entrar en la habitación con March. Tú verás si nos sigues o no.

—Entrarás, pero sin March. Yo me colocaré delante de ti y entrarás sin ella.

—No le dejaré hacer eso, señor.

—Cállese, Geko.

—¡Es usted el director! ¡No tiene derecho a exponerse de ese modo!

—En vista de la carga de Semtex que Parks lleva encima, todo el mundo está expuesto en un radio de tres kilómetros. ¿Es así, Parks?

—Déjelo, señor. Voy con usted.

—¿Está segura, March?

—Sí, señor. Marie está agotada. Empieza a temblar. Me quedo con ella. ¿De acuerdo, Marie?

Unos sollozos sacuden la garganta de Marie.

—Quiero a mi hija…

—Iremos a buscarla, pero mientras tanto retrocederemos, porque los vaqueros de la sala de espera empiezan a pensar en convertirme en un daño colateral.

Los agentes se ponen más tensos mientras Parks retrocede estrechando a March contra sí.

—¡Que nadie dispare! ¡Es una orden!

Crossman entra en la unidad de cuidados; la puerta se cierra. Parks ha retrocedido hasta la pared del fondo y la golpea varias veces con la mano abierta para comprobar su grosor. Conoce a Geko. No sería la primera vez que abatiera un objetivo a través de una pared con un visor térmico. Crossman se ha sentado en la esquina de una mesa. Enciende un cigarrillo y exhala el humo sin apartar los ojos de Parks.

—¿Ahora fumas lo mismo que yo?

—¿Quieres uno?

—¿Con un 32 y una Glock en las manos? ¿Me tomas por un ciempiés?

—Esto ha terminado, Marie.

—Hasta que Holly no esté aquí, no.

—Geko no dejará que los enfermeros la traigan.

—Excepto si tú se lo ordenas.

—Tendría el deber de desobedecer esa orden.

—Entonces haré que todo esto salte por los aires, Stu.

—He analizado las cintas del supermercado. Lo que llevas en la cintura procede de las secciones de camping y bricolaje. A menos que te hayan enviado los explosivos por Fedex entre Des Moines y Minneapolis, estás echándote un farol.

—¿Quieres que lo comprobemos?

—Sí.

Marie sonríe dando un tirón del cordel. La agente March se crispa y a continuación se relaja entre sus brazos.

Crossman aplasta el cigarrillo con un pie.

—Eres un tocacojones, Stu, ¿lo sabías?

—Sí, lo sabía. Ahora quisiera que soltases a la agenté March.

—Quiero a Holly.

—Contiene el antídoto, Marie.

—Es mi hija, no un medicamento.

—Suelta a March.

—He perdido, ¿no?

—Sí, pero después de habernos hecho ir de culo.

—Puedes irte, March.

Marie suelta a la joven, separa el 32 de su sien y lo pega contra la suya.

—¡No, Marie! No hagas eso o será Daddy quien haya ganado. Él había previsto desde el principio que esto terminaría así, que te dispararías un tiro en la cabeza debajo de la ducha, en un bosque solitario o aquí, en la unidad de cuidados de un hospital. Por eso no te mató; quería que lo hicieras tú misma. ¿Quieres darle esa satisfacción, Marie?

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