La hora del ángel (6 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

BOOK: La hora del ángel
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«Sí, salta fuera de sus contradicciones, y sus trampas y sus mentiras, y su inacabable capacidad para utilizarte. Derrótales. Ven ahora.»

—¿Ven ahora? —susurré. Las palabras se apartaban del tema de la rabia que invadía por lo general mi mente. ¿Por qué había pensado eso, «ven ahora»?

—No lo has pensado —dijo el extraño—. ¿No ves que él está haciendo todo lo que abominablemente puede para derrotarnos? Deja en paz la jeringuilla.

Parecía joven y atento, y casi irresistiblemente afectuoso al mirarme, pero no tenía nada de joven y a la luz del sol aparecía resplandecientemente bello, y todo en él resultaba atractivo de una manera no forzada. Sólo ahora me di cuenta, con algún sobresalto, de que llevaba un traje gris sencillo, y una preciosa corbata de seda azul.

No había en él nada notable, salvo su rostro y sus manos. Y su expresión revelaba amistad y perdón.

«Perdón.»

¿Por qué razón alguien, quienquiera que fuese, había de mirarme de esa manera? Con todo, tuve la sensación de que me conocía, de que me conocía mejor que yo mismo. Parecía saberlo todo acerca de mí, y sólo ahora caí en la cuenta de que me había llamado tres veces por mi nombre.

Sin duda era el Hombre Justo quien lo enviaba. Sin duda la razón era que yo había sido traicionado. Era mi último trabajo para el Hombre Justo, y tenía delante de mí al asesino superior que acabaría con el viejo asesino que ahora se empeñaba en ser más misterioso de lo que valía.

«Entonces dales un chasco, hazlo ahora.»

—Te conozco —dijo el extraño—. Te he conocido toda tu vida. Y no vengo de parte del Hombre Justo. —Al decirlo, rio levemente—. Bueno, no del que tú llamas el Hombre Justo, Lucky, sino de otro que síes el Hombre Justo, debería decir.

—¿Qué quieres?

—Que salgas de este lugar conmigo. Que hagas oídos sordos a la voz que te está intoxicando. Ya llevas demasiado tiempo escuchando esa voz.

Calculé. ¿Cómo podía explicarse todo esto? No era sólo el estrés de estar en mi habitación de la Posada de la Misión, no, eso no era suficiente. Tenía que ser el veneno, lo había absorbido cuando lo preparaba, a pesar de los guantes dobles. No había hecho las cosas exactamente como debía.

—Eres demasiado listo para eso —dijo el extraño.

«¿Y ahora vas a hundirte en la locura..., cuando tienes el poder de darles la espalda a todos ellos?»

Miré a mi alrededor. Miré la cama de baldaquín; miré la ropa de cama familiar, de color marrón oscuro. Miré la enorme chimenea, ahora a la espalda del extraño. Miré todo el mobiliario y los objetos de la habitación que tan bien conocía. ¿Cómo podía presentarse la locura de un modo tan repentino? ¿Cómo podía crear una ilusión tan completa? Pero sin duda el extraño no estaba allí, y yo no estaba hablando con él, y la mirada cálida e invitadora de su rostro sólo era algún tipo de mecanismo de mi mente enferma.

Rio de nuevo, muy suavemente. Pero la otra voz seguía.

«No le des la oportunidad de quitarte la jeringuilla. Si no quieres morir en esta habitación, maldita sea, sal fuera. Encuentra algún rincón de este hotel, los conoces todos, y acaba allí de una vez y para siempre con todo.»

Durante un segundo precioso, estuve seguro de que la figura se desvanecería si me acercaba a ella. Lo hice. El extraño era tan sólido y palpable como antes. Se apartó y me hizo el gesto de dejarme paso para salir delante de él.

Y de pronto me encontré a mí mismo en la galería, a la luz del sol, y los colores que me rodeaban eran maravillosamente vivos y tranquilizadores, y no sentí ninguna urgencia de nada, de consultar ningún reloj.

Le oí cerrar la puerta de la suite, y un instante después lo vi a mi lado.

—No me hables —dije, de mal humor—. No sé quién eres ni lo que quieres ni de dónde vienes.

—Me has llamado tú —dijo con su voz siempre tranquila y agradable—. Me has llamado otras veces, pero nunca con tanta desesperación como ahora.

De nuevo tuve la sensación de que el amor fluía de él, de un conocimiento infinito y una aceptación inexplicable de quién y qué era yo.

—¿Te he llamado?

—Has rezado, Lucky. Has rezado a tu ángel custodio, y tu ángel custodio me ha transmitido a mí tu súplica.

Sencillamente, no había forma humana de que yo pudiera aceptar una cosa así. Pero lo que me impresionó más fue que el Hombre Justo no tenía forma de saber que yo había rezado, y posiblemente tampoco podía saber lo que pasaba por mi cerebro.

—Sé lo que pasa por tu cerebro —dijo el extraño. Su rostro era tan atractivo y confiado como antes. Sí, era confiado, como si no tuviese nada que temer de mí, de ninguna de las armas que llevaba, de ningún acto desesperado al que pudiera entregarme—. Te equivocas —dijo en voz baja, y se acercó más a mí—. Hay actos de desesperación que no quiero que cometas.

»¿No conoces al Diablo cuando lo ves? ¿No sabes que es el padre de las mentiras? Puede que haya diablos especiales para las personas como tú, Lucky, ¿no se te ha ocurrido nunca?

Mi mano fue de nuevo al bolsillo en busca de la jeringuilla, pero al instante la retiré.

—Diablos especiales, es muy probable —dijo el extraño—, y ángeles especiales también. Lo sabes por tus antiguos estudios. Los hombres especiales tienen ángeles especiales, y yo soy tu ángel, Lucky. He venido a ofrecerte un modo de salir de esto, y no debes, de ninguna manera debes, tocar esa jeringuilla.

Yo me disponía a hablar, cuando la desesperación se abatió sobre mí como si alguien me hubiera envuelto en un sudario, aunque nunca he visto un sudario. Fue sencillamente la imagen que se me ocurrió.

«¿Es así como quieres morir? ¿Loco, en alguna celda estrecha con personas que te torturarán para sacarte información? Sal de aquí. Sal. Ve a donde puedas colocar el revólver debajo de tu barbilla y apretar el gatillo. Cuando viniste a este lugar y a esta habitación sabías que después lo harías. Siempre has sabido que éste sería tu último asesinato. Por eso te has traído la jeringuilla extra.»

El extraño se echó a reír como si no pudiera reprimirse.

—Está echando el resto —dijo en voz baja—. No escuches. No habría levantado la voz de forma tan estridente de no estar yo aquí.

—¡No quiero que me hables! —estallé.

Una pareja joven se acercaba a nosotros por la galería. Me pregunté lo que veían. Evitaron mirarnos, y sus ojos se dirigieron a la arquitectura de ladrillo y las pesadas puertas. Creo que las flores les maravillaron.

—Son los geranios —dijo el extraño mientras paseaba la vista por los tiestos que nos rodeaban—. Y quieren sentarse en esta mesa, de modo que, ¿por qué no nos vamos tú y yo?

—Me voy —dije, furioso—, pero no porque tú lo digas. No sé quién eres. Pero una cosa te digo. Si te ha enviado el Hombre Justo, será mejor que te prepares para una pequeña batalla, porque voy a acabar contigo antes de irme.

Caminé hacia la derecha y empecé a bajar la escalera de caracol de la gran rotonda. Me movía deprisa, para silenciar de forma deliberada y total la voz que sonaba en mi cabeza, y así crucé una terraza tras otra y llegué a la planta baja. Lo encontré allí.

—Ángel de la guarda, dulce compañía —susurró. Me esperaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados en una actitud recogida, pero entonces se irguió y se colocó a mi lado mientras yo seguía caminando tan deprisa como podía.

—Sé franco conmigo —dije entre dientes—. ¿Quién eres?

—No creo que estés dispuesto a creerme —dijo, con su actitud tan amable y solícita como siempre—. Preferiría que habláramos de camino, volviendo a Los Ángeles, pero si insistes...

Sentí que el sudor empezaba a brotar de todos los poros de mi cuerpo. Me quité la placa de la boca, y también me arranqué los guantes de látex. Los metí de cualquier manera en el bolsillo.

—Con cuidado. Si destapas esa jeringuilla, te perderé —dijo, y se arrimó un poco más. Se movía tan deprisa como yo, y ahora nos acercábamos ya a la entrada principal del hotel.

«Conoces la locura. La has visto. Ignóralo. Si dejas que te enrede, estás acabado. Entra en la camioneta y sal de aquí. Busca algún lugar a un lado de la carretera. Y ya sabes lo que has de hacer.»

La sensación de desesperación era casi cegadora. Me detuve junto a la camioneta. Estábamos debajo del campanario. No podía haber un lugar más encantador. La hiedra reptaba por entre las campanas, y la gente circulaba junto a nosotros por el sendero, a izquierda y derecha. Podía oír las risas y la charla en el restaurante mexicano vecino. Podía oír gorjear a los pájaros en los árboles.

Él estaba a mi lado y me miraba con intención, me miraba del modo como habría querido que me mirase un hermano, pero no tenía hermanos, porque mi hermano menor había muerto hacía mucho, mucho tiempo. «Por mi culpa. El pecado original.»

Perdí el aliento. Sencillamente, la respiración me abandonó. Lo miré directamente a los ojos y vi de nuevo amor, amor puro y no adulterado, y aceptación, y entonces muy despacio, con cautela, colocó su mano en mi hombro izquierdo.

—Muy bien —susurré. Temblaba—. Has venido a matarme porque te ha enviado él. Cree que soy un chapucero y me ha tachado de la lista.

—No, no y no.

—¿Soy yo el que ha muerto? ¿Me he inyectado de alguna manera ese veneno en las venas sin enterarme? ¿Es eso lo que ha sucedido?

—No, no y no. Estás muy vivo, y por eso quiero que me escuches. Tu camioneta está a cincuenta pasos de aquí. Les dijiste que la colocaran junto a la entrada. Saca el ticket del bolsillo. Haz los pocos gestos que te quedan por hacer en este lugar.

—Me estás ayudando a completar el crimen —dije, rabioso—. Aseguras ser un ángel, pero estás ayudando a un asesino.

—El hombre de allá arriba se ha ido, Lucky. Sus ángeles lo acompañaban. Y ahora no puedo hacer nada por él. He venido a buscarte a ti.

Había en él una belleza indescriptible cuando dijo esas palabras y repitió su amistosa invitación, como si de alguna manera pudiera enderezarlo todo en este mundo torcido.

Rabia.

No iba a perder la cabeza. Y no creía que el Hombre Justo pudiera dar con esa clase de asesino ni aunque lo buscara durante cien años.

Avancé con las piernas temblorosas, tendí el ticket envuelto en un billete de veinte dólares al chico que me esperaba, y salté al interior de mi camioneta.

Por supuesto, él también entró. Pareció ignorar el polvo y la suciedad que había por todas partes, el abono y el periódico arrugado y las demás cosas que había puesto para que pareciera el vehículo de una empresa, y no de un particular.

Arranqué, di un giro brusco y me dirigí hacia la carretera.

—Sé lo que ha ocurrido —dije, por encima del ruido del viento caluroso que entraba por las ventanillas abiertas.

—¿Y qué ha sido exactamente?

—Yo te he creado. Te he imaginado. Y ésa es una forma de la locura. Y todo lo que tengo que hacer para acabar con esto es estrellar la camioneta contra un muro. Nadie saldrá perjudicado excepto yo y tú, esa ilusión, esa cosa que he creado porque he llegado de alguna manera al final del camino. Ha sido en la habitación, ¿no es así? Sé que ha sido así.

Se limitó a reír sin ruido para sí mismo y mantuvo los ojos fijos en la carretera. Al cabo de un momento, dijo:

—Vas a ciento ochenta kilómetros por hora. Te van a parar.

—¿Aseguras o no que eres un ángel?

—Claro que soy un ángel —respondió, mirando todavía al frente—. Ve más despacio.

—¿Sabes? He leído un libro sobre ángeles hace poco —le dije—. ¿Sabes? Me gusta esa clase de libros.

—Sí, tienes una biblioteca considerable sobre temas en los que no crees y que ya no consideras sagrados. Y fuiste un buen chico cuando estabas en el colegio de los jesuitas.

De nuevo me quedé sin aliento.

—Oh, eres un asesino de cuidado cuando me tiras todo eso a la cara —dije—, sí, eso es lo que eres.

—No he sido nunca un asesino y nunca lo seré —dijo en tono calmado.

—¡Eres un cómplice post facto!

De nuevo rio sin voz.

—De haber querido impedir el crimen, lo habría hecho —dijo—. Recuerda que has leído que los ángeles son en esencia mensajeros, la personificación de la función que ejercen, por así decirlo. Eso no ha debido de sorprenderte, pero lo que sí es una sorpresa para ti es que me hayan enviado a ti como mensajero.

Un embotellamiento de tráfico nos obligó a circular más despacio, después a ir a paso de tortuga, y finalmente a detenernos. Lo miré a los ojos.

La calma descendió sobre mí, pero me di cuenta de que sudaba bajo la fea chaquetilla verde que llevaba, y sentía aún inseguras mis piernas, con un temblor en el pie que apretaba el pedal del freno.

—Te diré lo que sé de ese libro sobre los ángeles —dije—. Tres de cada cuatro veces intervienen en incidentes de tráfico. ¿Qué es exactamente lo que hacíais los de tu clase antes de que se inventaran los automóviles? La verdad es que cerré el libro haciéndome esa pregunta.

Se echó a reír.

Detrás de mí sonó un bocinazo. El tráfico se movía, y lo mismo hicimos nosotros.

—Es una pregunta perfectamente legítima —dijo—, sobre todo después de haber leído ese libro en particular. No importa lo que hacíamos en el pasado. Lo que importa ahora es lo que podemos hacer tú y yo juntos.

—Y no tienes ningún nombre.

De nuevo íbamos deprisa, pero no corrí más que los otros coches situados como yo en el carril izquierdo.

—Puedes llamarme Malaquías —dijo con amabilidad—, pero te aseguro que ningún serafín del cielo te dirá nunca cuál es su verdadero nombre.

—¿Un serafín? ¿Me estás diciendo que eres un serafín?

—Te quiero para un encargo especial, y te ofrezco una oportunidad de emplear todas las habilidades que posees para ayudarme, y para ayudar a las personas que justo en este momento están rezando para que intervengamos.

Me quedé estupefacto. Sentí el impacto de sus palabras como el escalofrío de la brisa en el momento en que, cerca ya de Los Ángeles, nos aproximamos a la costa.

«Es un invento tuyo. Choca con el terraplén. No hagas el bobo por algo que ha surgido de tu propia mente enferma.»

—No soy un invento tuyo —dijo—. ¿No ves lo que ocurre?

La desesperación amenazaba ahogar mis propias palabras.

«Es un engaño. Tú has matado a un hombre. Mereces la muerte y el olvido que te aguarda.»

—¿Olvido? —murmuró el extraño. Alzó la voz contra el viento—. ¿Crees que te aguarda el olvido? ¿Crees que no vas a volver a ver a Emily y Jacob?

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