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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (24 page)

BOOK: La huella de un beso
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—Será mejor que me vaya —dijo Max. No pretendía ser descortés. En absoluto.

Katrin sonrió y, a través de la ranura, mientras cerraba la puerta, le mandó un beso.

22 de diciembre

Habían pensado pasar el día juntos. Estar solos los dos (a ratos) y a ratos los tres (con
Kurt
). Y no excluían la posibilidad de tomarse para ellos también la noche. Y a lo mejor incluso el día siguiente. Y una noche más. Katrin no necesitaba ponerle nombre a lo que estaba empezando; probablemente sería una aventurilla. Menos ya no podía pensar. No había mucho que pensar. Max se marchaba en dos días y
Kurt
tenía que quedarse con ella (estaba ilusionada con la idea; le gustaba
Kurt
; había jugado a carreras con la americana de Aurelio ante la mirada de sus padres). Pero de ahí tampoco se podía concluir inequívocamente cómo iban a sucederse los hechos.

En cualquier caso, todo iba a cambiar después de Navidad. Pero le daba igual lo que pasara después. Normalmente solía ser mejor; o al menos solía ser «mejor así». Ahora tenían que pasar esos dos días, pensaba ella. La aventurilla había tenido un arranque espectacular y después le quedaría el recuerdo y el perro. Cuando quería, era capaz de observar las cosas con cierta distancia. Y ahora quería. Por desgracia no era capaz de enfrentarse a sus sentimientos desde esa misma perspectiva. Pero quería aprender. A lo mejor después de Navidad.

Sin embargo, las cosas fueron de otra manera. Se separaron esa misma tarde. Estaba enamorada, pero él le resultaba demasiado perverso. Era uno de esos hombres aparentemente normales, amables y cariñosos, que un día, de repente, te aparecen en la ducha con un cuchillo de cocina en la mano, que te dicen llorando que tienen que hacerlo por su madre, y te lo clavan.

Ella lo tenía pillado. Le había visto mirar una foto para poder «hacerlo». Era un primer plano de una boca. Posiblemente sería su ex (si es que no era su madre). Esas cosas no son normales. ¿O es normal eso? Katrin le dio gracias a Dios; no, a Dios no, se dio las gracias a sí misma por haberse dominado como lo hizo; porque no había llegado a desnudarse del todo.

Estaban ya tumbados en el sofá naranja de cuero, besándose como locos. Él no besaba bien. Parecía un chaval de instituto que rozaba por primera vez la lengua de otra persona. Pero eso a ella no le molestaba. Estaba ansioso y eso le infundía seguridad. Así la arrebató. Así la derribó. Él quería poseerla. Ella se estaba entregando. Hacía años que Katrin no sentía tanto deseo. De hecho, no sabía si alguna vez había deseado tanto. «Poseer» y «entregarse»… ¡Cómo sonaba! Pero de todas maneras no llegaron a tanto.

A él se le quedó pillado el brazo izquierdo, como enganchado, en la espalda, y ella se dispuso a girarle el cuerpo para que pudiera sacarlo de allí. Pero él se defendió. Opuso resistencia. No era normal. No tenía sentido, sexualmente hablando. Hacen falta las manos, ¿no? ¿O no hacen falta?

A ella le dio la impresión de que le estaba ocultando algo, de que tenía alguna cosa escondida en la mano. Y tenía razón. En algún momento se le cayó: era una foto. Ella la recogió y la miró: unos labios. ¡Qué asco! No, no fue capaz de preguntarle qué pintaba allí esa foto, para qué la quería. Le daba miedo que se lo explicara, que le confesara que tenía alguna perversión con las bocas. Y todavía le daba más miedo que se inventara una excusa barata, que le soltara la primera banalidad que le viniera a la cabeza.

—No es lo que piensas —le susurró él.

Pero ella no pensaba nada. Él tenía la foto de unos labios en la mano. No había mucho que pensar. Estaba enfermo.

Al escuchar el ruido de los botones de su blusa al cerrarse, se sintió humillada. Al mismo tiempo notó que aquel hombre que estaba sentado en el sofá, mirando hacia el suelo como un niño que ha hecho algo malo, no iba a rendirse. Se descubrió a sí misma buscando algo que hiciera más llevadera la inevitable separación: una parte de él, un nexo de unión, algo intermedio. No tuvo que buscar mucho. Estaba debajo de un sillón. Durmiendo. A ninguno de los dos le preguntó nada. Sólo dijo: «Vamos,
Kurt
». Y a él le costó reaccionar un poco; pero solamente porque estaba dormido. Luego, la siguió sin oponer resistencia.

—Creo que es mejor así —le dijo a Max al despedirse. No dejó claro qué era mejor así. Ni siquiera ella lo sabía. Pero había visto muchas películas que acababan igual de mal y siempre había admirado el valor de la gente que es capaz de decir «creo que es mejor así» ante una situación tan desagradable. Estaba orgullosa de sí misma; de poder salir de aquel piso con dignidad (y con perro). El orgullo se desvaneció en el portal y luego se fundió con una llovizna heladora.

Max no estaba triste. Sólo pensaba: «¡Qué pena!». Quizás hasta lo decía: «¡Qué pena!». Brevemente, encogiéndose de hombros. También pensaba: «¡Jo!». Todavía más breve. Quedaba demostrado que los golpes del destino, por muy duros que sean, uno se los puede tomar tan a la ligera o a la tremenda como quiera. Claro que Max en ese momento habría sido capaz de agarrar el sacacorchos, hincárselo en el vientre y darle unas vueltas hasta arrancarse un par de intestinos. Habría sido una reacción tan válida como el «¡qué pena!» o el «¡jo!». Porque si unas horas antes alguien le hubiera preguntado qué era lo peor que le podía pasar con Katrin, él habría respondido sin dudar: «Que nos estemos besando y ella descubra la foto». Y exactamente eso es lo que había pasado. Qué pena. Jo.

O sea, que ése era el final de la historia. Él sentado en el sofá esperando que pasaran los dos días que le quedaban para marcharse de viaje. Viaje que ya no le hacía ninguna ilusión. No tenía ganas de irse a bucear. Pero tampoco le apetecía no tener ganas de irse a bucear. En realidad, tenía ganas de estar con Katrin. Pero acababa de perderla. Qué pena. No había ninguna otra mujer que le interesara. Jo. Tendría que envejecer solo, sin ganas de bucear ni nada. Qué pena. Jo. Era tan pobre que no podía ni compadecerse de sí mismo. Por no tener ya no tenía ni perro. (Y nunca se atrevería a pedirle que se lo devolviera. No se iba a atrever nunca a hacer nada que tuviera relación con Katrin.) En ese momento podría haber dicho que echaba de menos a
Kurt
, aunque no se lo hubiera creído ni él mismo. Pero era verdad.

Kurt
era un cínico. Se había dejado en casa el bocadillo de goma y se había llevado la foto. «Como recuerdo de su amito pervertido», pensó Katrin. La había estrujado hasta dejarla irreconocible y, para que no se llenara de pelos, se la había colocado en el lado derecho del belfo. Desde allí la iba desplazando por la mandíbula, adelante y atrás, como haciendo circular la bola por un raíl. Parecía un jugador de béisbol americano mascando chicle. Le sentaba bien aquella pose, justificaba la mirada de cordero degollado, con los párpados caídos. Además, era un juego que podía seguir practicando aunque estuviera medio dormido. Tras los accesos de energía del día anterior,
Kurt
había vuelto a su estado normal, se había reencontrado con su alma número uno. Katrin dedujo que también el perro tenía problemas mentales. «Normal, con ese amo…», pensó.

¿Y cómo se encontraba Katrin? Mal, gracias. Tan mal que no podía aguantar en casa. Lo suficientemente mal como para que prefiriera salir a hacer las últimas compras navideñas.
Kurt
se arrastró tras ella llevando consigo el gurruño de foto que había pasado a ser de su propiedad. Katrin decidió comprarle una visera de béisbol a juego. A
Kurt
le gustó la quinta que se probó. O al menos ésa no la tiró al suelo. Era de color negro con una inscripción en verde eléctrico: «Hell’s Bells». O el perro era un roquero camuflado o es que sencillamente ya no quería que le probaran más viseras.

A su madre le compró un camisón rosa. La verdad es que la señora ya tenía dos camisones rosas, pero uno era de un rosa palo demasiado rosita y el otro de un rosa intenso demasiado exaltado. El que le compró ella era de un rosa intermedio. «Además, un camisón siempre viene bien», pensó Katrin. Y se imaginó a su padre diciendo aquella frase.

Para su padre había pensado en un reloj de pared, un reloj de cuco diseñado para militantes anti-animales de base. La dependienta de la tienda especializada más grande de la ciudad le enseñó tres modelos diferentes de cajas de madera que hacían tictac. De todas ellas salían, a las horas en punto, cazadores armados con escopetas de perdigón que realizaban una marcha acompañados por el sonido de un cuerno de caza. Según la hora, efectuaban un número concreto de disparos: tres disparos a las tres, siete a las siete, y así sucesivamente. Mientras los estaba probando, Katrin se dio cuenta de que le faltaban tres cosas: la primera, algo de instinto cazador en lo que a relojes se refería, la segunda, la correa que llevaba en la mano, la tercera, el perro que debería estar al otro extremo de esa correa.

La búsqueda, en la que también participó el personal de la sección de relojes de pared, se alargó durante media hora y llegó a su fin cuando
Kurt
estornudó, delatando de esta manera cuál era su escondite. Se había colado en un oscuro almacén de relojes a través del resquicio de la puerta. Estaba sentado ante una siniestra caja en silencioso recogimiento, como si lo hubieran adiestrado para colocarse en esa postura: los ojos, abiertos como platos y la mirada, fija en el objeto de su veneración, colocado sobre una cómoda. Katrin encendió la luz y vio que se trataba de un reloj de pared. Le sonaba de algo; le sonaba mucho. Era el reloj griego en el que el cuclillo había sido sustituido por héroes de la Antigüedad. El mismo que había en casa de Max.
Kurt
debía de haberlo reconocido. Ella nunca lo habría creído capaz de tal despliegue de inteligencia en cuestiones de decoración.

Cuando fue a sacarlo del almacén sucedió algo curioso:
Kurt
no quería; insistía en quedarse allí sentado mirando fijamente el reloj. No era como cuando estaba durmiendo y no había manera de moverlo de su sitio. En ese caso no oponía resistencia y se dejaba arrastrar; pero ahora resultaba imposible, estaba como petrificado, como si lo hubieran cubierto de hormigón armado. Debía de haber hecho acopio de todas sus fuerzas físicas y mentales, las habría multiplicado por cien, y nada ni nadie podía moverlo de allí ni un milímetro.

La jefa de tienda ya había señalado cinco relojes de cuco para indicarles que era la hora de cerrar. Para confirmar esta información, todos los cuclillos y cazadores salieron de su madriguera al unísono para gritar siete veces cucú o efectuar siete disparos al aire. Y también abandonaron su escondite los héroes griegos del reloj del almacén.
Kurt
, que estaba sentado, rígido, ante ellos, inclinó ligeramente la cabeza y así se quedó. Sus ojos cúbicos nunca habían sido tan grandes; las pupilas parecían el doble de lo habitual.
Kurt
se había convertido en estatua, en un monumento a sí mismo que reproducía a la perfección la postura del perro mendigo.

Los héroes del reloj tarareaban una melodía griega y daban la hora haciendo resonar sus tambores.
Kurt
parecía haber estado esperando que llegara el momento de la ceremonia y emitía unos gemidos litúrgicos casi imperceptibles. Entonces empezó a describir círculos con la cabeza para alzarla después, con gesto piadoso, hacia el cielo canino. Si no hubiera llevado puesta aquella visera anarquista de las campanas del infierno, cualquiera habría pensado que tenía profundas creencias religiosas.

Las figuritas terminaron el número y se metieron otra vez en su casa.
Kurt
les hizo los últimos honores inclinándose ante ellos como si fuera un mayordomo inglés. A continuación, apartó la mirada del reloj, se sacudió, relajó los músculos y se estiró. Sólo entonces se dio cuenta de que Katrin estaba de pie a su lado observándolo. Se quedó cortado. Transformó la vergüenza en bostezo y se esforzó por comportarse como si allí no hubiera pasado nada. En consecuencia, se dejó arrastrar cómodamente hasta el exterior de la tienda de relojes y redescubrió su nueva ocupación: roer la foto de los labios de Lisbeth Willinger. La visera heavy subía y bajaba al compás.

El pensamiento de Katrin estaba ocupado en descifrar el comportamiento de
Kurt
y salió de la tienda sin el reloj de cazadores para su padre.

Al llegar al Parque Esterhazy se acordó de Max y la invadió la añoranza. Así es que se dio media vuelta. Y la añoranza con ella. Sólo
Kurt
permaneció inmutable. Era inmune a la añoranza (aunque no a las trabajosas y aburridas marchas a pie para practicar las diligencias navideñas). Katrin dio cinco vueltas rápidas a ver si se le mareaban los pensamientos y se le centrifugaban los sentimientos. En vano. El Parque Esterhazy estaba sobrecargado de añoranza hacia Max; se filtraba desde el suelo invernal, se escondía tras los arbustos, se desplomaba desde las despobladas copas de los árboles. Si se paraba, la añoranza seguía allí esperando pacientemente; si salía corriendo, enseguida la alcanzaba. Al final agarraron a
Kurt
y se marcharon a casa los tres juntos: Katrin, el perro y la añoranza.

Cuando
Kurt
ya estaba profundamente dormido, le sacó el gurruño de la boca, lo duchó, lo secó, lo estiró y lo observó esperando que su visión le diera más información que malestar. Pasó media hora y entonces le quedó claro: aquellos labios no tenían ningún mensaje para ella. Max estaba enfermo y ella enamorada. Su último deseo del día era triturar esa foto en pedacitos pequeños, que no quedara ni rastro de la desviación de su consumidor. Después de romperla en cuatro partes se dio cuenta de que detrás había algo escrito. No se veía bien, pero la primera palabra empezaba por «L»; debía de ser el nombre de pila, pero resultaba ilegible. En cambio la segunda no daba lugar a dudas: «Willinger».

Mientras buscaba en la guía telefónica, Katrin se sorprendió a sí misma intentando dar solución al caso de los labios perversos y le alegró que aquella situación la asustara. Con el apellido Willinger constaban dos mujeres cuyo nombre empezaba por ele: una Leopoldine y una Lisbeth. En casa de Leopoldine respondió al teléfono un tal señor Hugo. Según le explicó, Leopoldine, que tenía 74 años, se había caído y cojeaba de un pie, cosa que, teniendo en cuenta su edad, era preocupante. También le contó que iban a venir los hijos y los nietos a pasar la Navidad y que ninguno se llamaba Max. Y le preguntó a ver quién era ella. Vaya pregunta.

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