La insoportable levedad del ser (17 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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13

Uno de los ayudantes se acercó en silencio a Teresa. Llevaba en la mano una venda de color azul oscuro.

Comprendía que quería vendarle los ojos. Hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo:

-No, quiero verlo todo.

Pero aquél no era el verdadero motivo de su rechazo. No tenía nada en común con esos héroes decididos a mirar valientemente a los ojos al pelotón de fusilamiento. Lo único que quería era alejar el momento de la muerte. Sentía que en el momento en que tuviera los ojos vendados se encontraría en la antesala de la muerte, de la cual no existe camino de regreso alguno.

El hombre no insistió y la cogió del brazo. Y fueron así por el extenso parque y Teresa no era capaz de decidirse por ningún árbol. Nadie la obligaba a apresurarse, pero ella sabía que de todos modos no tenía escapatoria. Cuando vio un castaño en flor frente a ella, se detuvo. Apoyó la espalda contra el tronco y miró hacia arriba: veía el verde iluminado por el sol y a lo lejos oía el sonido de la ciudad, ligero y dulce, como si en ella sonaran miles de violines.

El hombre levantó el fusil.

Teresa sintió que su coraje se agotaba. Su debilidad la desesperaba, pero era incapaz de controlarla.

Dijo:

—Es que no es mi voluntad.

El bajó inmediatamente el cañón del fusil y dijo muy suavemente:

—Si no es su voluntad, no podemos hacerlo. No tenemos derecho.

Y su voz era amable, como si le pidiera disculpas a Teresa por no poder fusilarla si ella misma no lo deseaba. Aquella amabilidad le destrozaba el corazón y ella se volvió de cara al tronco del árbol y se echó a llorar.

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Todo su cuerpo se estremecía de dolor y ella se abrazaba al árbol como si no fuese un árbol sino su padre, al que había perdido, su abuelo, a quien no conoció, su bisabuelo, su tatarabuelo, algún hombre tremendamente viejo, llegado desde las más distantes profundidades del tiempo para ofrecerle su cara en forma de rugosa corteza de árbol.

Se giró. Los tres hombres ya estaban lejos, caminaban por el césped como jugadores de golf y el fusil que llevaba uno de ellos parecía, en efecto, un palo de golf.

Bajó por las veredas de Petrin y en su alma quedaba la nostalgia por aquel hombre que debía haberla fusilado y no la había fusilado. Deseaba que estuviera allí. ¡Alguien tiene por fin que ayudarla! Tomás no va a ayudarla. Tomás la envía a la muerte. ¡Tiene que ser otro quien la ayude!

Cuanto más se aproximaba a la ciudad, más nostalgia sentía de aquel hombre y más miedo tenía de Tomás. No le perdonará el que no hiciera lo que había prometido. No le perdonará el no haber sido valiente y el haberlo traicionado. Estaba ya en la calle en la que vivían y sabía que dentro de poco le vería. Le dio tanto miedo que sentía la angustia en el estómago y tenía ganas de devolver.

15

El ingeniero la invitaba a que fuera a visitarle a su casa. Ya se había negado dos veces. Esta vez aceptó.

Almorzó como siempre de pie en la cocina y se marchó. Aún no eran las dos.

Se aproximaba a la casa y sentía que sus piernas, sin atender a su voluntad, aflojaban ellas mismas el paso. Pero después pensó que en realidad había sido Tomás quien la había enviado a su casa. Era precisamente él quien le explicaba siempre que el amor y la sexualidad no tenían nada que ver, y ahora ella va a comprobar y a confirmar sus palabras. Le parece oír su voz: «Te comprendo. Sé lo que quieres. Lo he preparado todo. Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo»

Sí, no hace otra cosa que cumplir las órdenes de Tomás.

Sólo quiere quedarse un momento en casa del ingeniero; sólo para tomar una taza de café; sólo para saber lo que es llegar hasta el límite mismo de la infidelidad. Quiere empujar su cuerpo hasta ese límite, dejarlo ahí un momento como en la picota y después, cuando el ingeniero quiera abrazarlo, le dirá, como le dijo al hombre del fusil en Petrin: «Es que no es por mi voluntad».

Y el hombre bajará el cañón del fusil y le dirá con voz amable: «Si no es su voluntad, entonces no puede pasarle nada. No tengo derecho».

Y ella se volverá hacia el tronco del árbol y se echará a llorar.

16

Era un edificio suburbano construido a comienzos de siglo en el barrio obrero de Praga. Penetró en un pasillo de paredes sucias pintadas con cal. Unas desgastadas escaleras de piedra con la barandilla de hierro la condujeron hasta el primer piso. Allí dobló a la izquierda. Era la segunda puerta, sin nombre ni timbre. Llamó con los nudillos.

Le abrió.

El piso se componía de una única habitación, dividida a unos dos metros de la puerta por una cortina, que creaba así una especie de sucedáneo de antesala, en la que había una mesa con un infiernillo y una nevera. Al atravesar la cortina se encontró frente al rectángulo vertical de una ventana, al final de una habitación estrecha y alargada; a un costado había una librería, al otro una cama y un sillón.

—Es un piso muy modesto —dijo el ingeniero-, espero que no le haya sorprendido.

—No, no me sorprende —dijo Teresa mirando la pared completamente cubierta de estantes y libros.

Este hombre no tiene una mesa apropiada, pero tiene cientos de libros. Esto le resultaba simpático a Teresa y la angustia con la que había llegado se suavizó un poco. Desde la infancia considera los libros como contraseña de una hermandad secreta. Un hombre que tiene en casa esta biblioteca, no puede hacerle daño.

Le preguntó qué podía ofrecerle, ¿vino?

No, no, no quiere vino. En todo caso, café.

El atravesó la cortina y ella se acercó a la librería. Le llamó la atención uno de los libros. Era una traducción de Edipo de Sófocles. ¡Es curioso que este libro esté aquí! Hace muchos años, Tomás se lo dio a Teresa para que lo leyera y le habló mucho de él. Después publicó sus opiniones en un periódico y por culpa de aquel artículo toda su vida quedó patas arriba. Observó el lomo de aquel libro y al mirarlo se tranquilizó. Era como si Tomás hubiera dejado a propósito una huella, un recado diciendo que todo lo había organizado él. Sacó el libro y lo abrió. Cuando el ingeniero vuelva de la antesala, le preguntará por qué tiene ese libro y si lo ha leído y qué opina de él. De ese modo, mediante una estratagema, la conversación se desplazará del peligroso territorio de un piso ajeno al mundo familiar de las ideas de Tomás.

Entonces sintió una mano en el hombro. El ingeniero le quitó el libro de las manos, volvió a colocarlo en la estantería sin decir palabra y la llevó hacia la cama.

Volvió a acordarse de la frase que le había dicho al verdugo de Petrin. Ahora la dijo en voz alta: «¡Es que no es por mi voluntad! ».

Creía que era una fórmula mágica que modificaría instantáneamente la situación, pero en esa habitación las palabras habían perdido su poder mágico. Incluso me parece que aquello lo incitó a actuar con mayor decisión: la atrajo hacia sí y le puso una mano sobre el pecho.

Cosa curiosa: aquel contacto la liberó inmediatamente de la angustia. El ingeniero, al tocarla, le señaló su cuerpo y ella se dio cuenta de que no se trataba para nada de ella (de su alma) sino única y exclusivamente de su cuerpo. De un cuerpo que la había traicionado y al que ella había mandado a recorrer el mundo junto con los demás cuerpos.

17

Le desabrochó un botón de la blusa y le dio a entender que ella misma se desabrochara los demás. Pero no respondió a aquella indicación. Había mandado su cuerpo a recorrer el mundo, pero no estaba dispuesta a respondió a aquella indicación. Había mandado su cuerpo a recorrer el mundo, pero no estaba dispuesta a asumir responsabilidad alguna en su nombre. No se resistía, pero tampoco le ayudaba. El alma pretendía así poner en evidencia que no estaba de acuerdo con lo que sucedía, pero que había decidido mantenerse neutral.

Él la desnudaba y ella permanecía mientras tanto casi inmóvil. Cuando la besó, los labios de ella no respondieron al contacto de los suyos. Pero entonces sintió de pronto que su sexo estaba húmedo y se asustó.

Sentía su excitación, que era aún mayor porque estaba excitada en contra de su voluntad. El alma ya estaba en secreto de acuerdo con todo lo que sucedía, pero también sabía que, para que durase aquella gran excitación, su aquiescencia debía seguir siendo tácita. Si dijese que sí en voz alta, si quisiese participar voluntariamente de la escena amorosa, la excitación disminuiría. Porque lo que excitaba el alma era precisamente que el cuerpo actuara en contra de su voluntad, que la traicionara y que ella estuviera presenciando aquella traición.

Luego le quitó las bragas y ella se quedó completamente desnuda. El alma veía el cuerpo desnudo en brazos de otro hombre y le parecía increíble, como si estuviera mirando de cerca al planeta Marte. El resplandor de lo increíble hacía que su cuerpo perdiera para ella, por primera vez, su trivialidad; por primera vez lo miraba hechizada; todo lo que tenía de personal, de único, de inimitable, se ponía de manifiesto. No era el más vulgar de todos los cuerpos (tal como lo había visto hasta ahora), sino el más extraordinario. El alma no podía separar la vista de una marca de nacimiento, una mancha castaña redonda situada justo encima del vello del pubis; le parecía como si aquella marca fuese un sello que ella misma (el alma) le hubiese impreso al cuerpo y que un miembro extraño se aproximaba sacrílegamente a ese sello sagrado.

Pero al mirar después a la cara de él, se dio cuenta de que nunca había autorizado que el cuerpo, sobre el que el alma había grabado su firma, se hallase en brazos de alguien a quien no conocía y no deseaba conocer. La inundó un odio embriagador. Reunió saliva en la boca para escupirla a la cara de ese hombre desconocido. El la observaba con la misma avidez que ella a él; registró la furia de ella y sus movimientos se aceleraron. Teresa sintió que desde lejos se aproximaba el placer y empezó a gritar «no, no, no», se resistía al placer que llegaba y, al resistírsele, el gozo retenido se derretía largamente por su cuerpo, porque no podía escaparse por ninguna parte; se extendía dentro de ella como morfina inyectada en la vena. Se estremecía en sus brazos, golpeaba a su alrededor con los puños y le escupía a la cara.

18

Las tazas de water en los cuartos de baño modernos se elevan del suelo como flores blancas de nenúfar. El arquitecto hace todo lo posible para que el cuerpo olvide sus miserias y el hombre no sepa qué pasa con los residuos de sus entrañas cuando rumorea por encima de ellos el agua violentamente salida del depósito. Los tubos de la canalización, aunque llegan con sus tentáculos hasta nuestras casas, están cuidadosamente ocultos a nuestra vista y nosotros no sabemos nada de la invisible Venecia de mierda sobre la cual están edificados nuestros cuartos de baño, habitaciones, salas de baile y parlamentos.

El retrete del antiguo edificio suburbano de un barrio obrero de Praga era menos hipócrita; el suelo era de baldosa gris; la taza del water se elevaba del suelo abandonada y mísera. Su forma no semejaba la de la flor del nenúfar, sino que aparentaba aquello que era: la terminación ampliada de una tubería. Hasta faltaba el asiento de madera y Teresa tuvo que sentarse sobre el frío metal esmaltado.

Estaba sentada en la taza y el deseo de vaciar las tripas, que de repente la invadió, era un deseo de ir hasta el límite de la humillación, de ser cuerpo lo más plenamente posible, ese cuerpo del cual decía la madre que no sirve más que para comer y defecar. Teresa vacía sus tripas y tiene en ese momento una sensación de infinita tristeza y soledad. No hay nada más mísero que su cuerpo desnudo sentado encima de la terminación ampliada de una tubería de desagüe.

Su alma había perdido la curiosidad del espectador, su malicia y su orgullo: volvía a estar en algún sitio de las profundidades del cuerpo, en su más lejana entraña y aguardaba desesperada por si alguien la llamaba para que saliera a la superficie.

19

Se levantó de la taza, tiró de la cadena y entró en la antesala. El alma temblaba dentro del cuerpo desnudo y rechazado. Aún sentía en el ano el tacto del papel con el que se había limpiado.

Y en ese momento sucedió algo inolvidable: sintió el deseo de penetrar en la habitación para oír la voz d e él, su llamada. Si le hablara con voz suave, profunda, el alma se atrevería a salir a la superficie del cuerpo y ella se echaría a llorar. Le abrazaría igual que en el sueño había abrazado el tronco del castaño.

Estaba en la antesala y procuraba dominar aquel inmenso deseo de echarse a llorar delante de él. Sabía que, si no lo dominaba, ocurriría algo que no deseaba. Se enamoraría de él.

En ese momento se oyó desde el interior su voz. Al oír ahora aquella voz en sí misma (sin ver al mismo tiempo la alta figura del ingeniero), se sorprendió: era aguda y alta. ¿Cómo es posible que no lo hubiera notado nunca?

Quizá sólo logró ahuyentar la tentación gracias a esa impresión sorprendente y desagradable que le produjo su voz. Entró, se agachó a recoger la ropa tirada, se vistió rápidamente y se marchó.

20

Regresaba de la tienda con Karenin, que llevaba en la boca su panecillo. Era una mañana fría, helaba ligeramente. Pasaban junto a unos bloques a cuyo lado la gente había convertido las grandes superficies que quedaban entre los edificios en pequeños jardines y huertos. Karenin se detuvo de pronto y miró fijamente en aquella dirección. Ella también miró, pero no vio nada de particular. Karenin la arrastró y ella se dejó llevar. Tardó un poco en advertir sobre la tierra helada de un surco vacío la cabeza negra de una corneja con su gran pico. La cabeza sin cuerpo apenas se movía y el pico emitía de vez en cuando un sonido triste, ronco.

Karenin estaba tan excitado que dejó caer el panecillo. Teresa tuvo que atarlo a un árbol porque temía que le hiciese daño a la corneja. Después se arrodilló en el suelo y trató de escarbar la tierra aplastada alrededor del pájaro al que habían enterrado vivo. No era fácil. Se rompió una uña, sangró.

En ese momento cayó junto a ella una piedra. Echó una mirada y vio a dos chicos de apenas diez años junto a la esquina de una casa. Se incorporó. La vieron moverse, se fijaron en el perro junto al árbol y huyeron.

Volvió a arrodillarse en el suelo escarbando en la tierra hasta que logró liberar la corneja de su tumba. Pero el pájaro estaba lastimado y no podía andar ni levantar el vuelo. Lo envolvió en una pañoleta roja que llevaba al cuello y lo apretó con la mano izquierda contra su cuerpo. Con la derecha desató a Karenin del árbol y tuvo que hacer uso de toda su fuerza para que se calmara y se mantuviera junto a su pierna.

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