La insoportable levedad del ser (18 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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Llamó a la puerta porque no tenía las manos libres para buscar la llave en el bolsillo. Tomás le abrió. Le pasó la correa de Karenin. «¡Sujétalo!», le ordenó y llevó la corneja al cuarto de baño. La puso en el suelo debajo del lavabo. La corneja se agitaba pero no podía moverse. Fluía de ella una especie de espeso líquido amarillo. Le puso unos trapos viejos debajo del lavabo para que no le dieran frío los baldosines. El pájaro agitaba a cada rato el ala herida y su pico apuntaba hacia arriba como un mudo reproche.

21

Estaba sentada en el borde de la bañera y no podía dejar de mirar la corneja moribunda. Veía en su absoluto desamparo la imagen de su propio sino. Se dijo varias veces: no tengo en el mundo a nadie más que a Tomás.

¿Había llegado a la conclusión, tras el episodio con el ingeniero, de que las aventuras no tienen nada que ver con el amor? ¿De que son leves y no pesan nada? ¿Ya está más tranquila?

En absoluto.

Vuelve a su mente la siguiente escena: Salió del retrete y su cuerpo estaba en la antesala desnudo y rechazado. El alma temblaba, asustada, en algún lugar en la profundidad de las entrañas. Si en aquel momento el hombre que estaba en la habitación le hubiera hablado a su alma, se hubiera echado a llorar, hubiera caído en sus brazos.

Se imaginó que en su lugar hubiese estado en la antesala junto al retrete alguna de las amantes de Tomás y que en lugar del ingeniero hubiese estado dentro Tomás. Le habría dicho a la chica una sola palabra y ella lo hubiera abrazado llorando.

Teresa sabe que así es el momento en que nace el amor: la mujer no puede resistirse a la voz que llama a su alma asustada; el hombre no puede resistirse a la mujer cuya alma es sensible a su voz. Tomás no está protegido ante los peligros del amor y Teresa ha de temer por él a cada hora y a cada minuto.

¿Cuál es su arma? Únicamente su fidelidad. Se la ofreció desde el comienzo, desde el primer día, como si supiera que no tenía otra cosa que darle. El amor que hay entre ellos es de una arquitectura extrañamente asimétrica: descansa sobre la seguridad absoluta de su fidelidad como un palacio mastodóntico sobre una sola columna.

La corneja ya no movía las alas, sólo a veces le temblaba la patita herida, quebrada. Teresa no quería separarse de ella, como si velase junto al lecho de una hermana suya moribunda. Al fin fue a la cocina a almorzar rápidamente algo.

Cuando volvió, la corneja había muerto.

22

Durante el primer año Teresa gritaba cuando hacían el amor y aquellos gritos, como ya he dicho, pretendían cegar y ensordecer los sentidos. Más tarde, ya gritaba menos, pero su alma seguía ciega de amor y no veía nada. Sólo cuando se acostó con el ingeniero, la ausencia de amor permitió que su alma viese con claridad.

Había ido otra vez a la sauna y estaba ante el espejo. Se miraba y veía la escena amorosa en el piso del ingeniero. Lo que de ella recordaba no era al amante. Francamente, no sería capaz de describirlo, posiblemente no se había fijado en su aspecto cuando estaba desnudo. De lo que se acordaba (y lo que ahora, excitada, veía en el espejo) era su propio cuerpo; su pubis y la mancha redonda situada inmediatamente encima de él. Aquella mancha que hasta entonces había sido para ella un simple y prosaico defecto de la piel, se le había grabado en la mente. Deseaba volver a verla una y otra vez en aquella increíble proximidad del miembro de un extraño.

Es necesario que lo subraye una vez más: lo que deseaba no era ver el sexo de un extraño. Quería ver su pubis en compañía de un miembro extraño. No deseaba el cuerpo de un amante. Deseaba a su propio cuerpo, repentinamente descubierto, el más próximo y el más extraño y el más excitante.

Observaba su cuerpo lleno de pequeñas gotas que le habían quedado de la ducha y pensaba que el ingeniero volvería a pasar por el bar dentro de poco. ¡Deseaba que viniera, que la invitara a su casa!

¡Lo deseaba enormemente!

23

Todos los días tenía miedo de que el ingeniero apareciese por el bar y de no ser capaz de decirle «no». Con el paso de los días el temor a que viniera fue reemplazado por el miedo a que no viniera.

Pasó un mes y el ingeniero no apareció. A Teresa aquello le parecía inexplicable. El deseo frustrado pasó a segundo plano y fue reemplazado por la intranquilidad: ¿por qué no vino?

Atendía a los clientes. Estaba entre ellos el calvo que una vez se había metido con ella diciéndole que servía alcohol a menores. Estaba contando en voz alta un cuento verde, el mismo que había oído ya cien veces a los borrachos a los que servía cerveza, tiempo atrás, en la pequeña ciudad. Una vez más le parecía que el mundo de la madre volvía a ella y por eso interrumpió al calvo con muy malos modos.

El hombre se ofendió:

—Usted no me va a decir a mí lo que tengo que hacer. Puede estar muy contenta de que nosotros la dejemos seguir aquí detrás de esta barra.

—Nosotros ¿quiénes? ¿Quiénes son nosotros?

—Nosotros —dijo el hombre y pidió otra vodka—. Y recuerde que no le voy a permitir que me ofenda —después señaló el cuello de Teresa, que llevaba un collar de perlas baratas—: ¿De dónde sacó esas perlas? ¡Seguro que no se las dio su marido que limpia escaparates! ¡Ese no tiene dinero para comprarle regalos! Se lo dan los clientes, ¿eh? Y a cambio ¿de qué?

—¡Calle la boca inmediatamente! —le gritó Teresa.

El hombre intentó coger con sus dedos el collar:

—¡No olvide que en nuestro país está prohibida la prostitución!

Karenin se levantó, se apoyó con las patas delanteras en la barra y gruñó.

24

El embajador dijo:

—Es de la social.

—Si es de la social, debería comportarse con discreción —arguyó Teresa—. ¡Qué clase de policía secreta es ésta si ya no es ni secreta!

El embajador se acomodó en su canapé, con las piernas debajo del cuerpo, tal como se lo habían enseñado en los cursos de yoga. Encima de él sonreía Kennedy en el marquito y les daba a sus palabras un tono de particular consagración.

—Señora Teresa —dijo paternalmente—, los sociales cumplen varias funciones. La primera es la clásica. Oyen lo que la gente dice e informan de ello a sus superiores. La segunda función es la de intimidar. Nos hacen ver que nos tienen en su poder y pretenden que tengamos miedo. Eso es lo que perseguía el calvo en cuestión. La tercera función consiste en organizar montajes que puedan comprometernos. Hoy ya no tiene sentido acusarnos de conspirar contra el Estado, porque lo único que lograrían es que la gente simpatizara aún más con nosotros. Es más probable que intenten encontrar hashish en nuestro bolsillo o que procuren demostrar que hemos violado a una niña de doce años. Siempre se encuentra a alguna niña dispuesta a atestiguarlo.

Volvió a acordarse del ingeniero. ¿Cómo es posible que no haya vuelto nunca? El embajador continuaba:

—Necesitan hacer caer a la gente en la trampa para captarla para su servicio y con su ayuda preparar trampas para más gente y convertir así poco a poco a toda la nación en una sola organización de confidentes.

En lo único en que pensaba Teresa era en que el ingeniero había sido enviado por la policía. ¿Quién era aquel chico tan extraño que se había emborrachado en el bar de enfrente y le había declarado su amor? El calvo de la social se metió con ella por su culpa y el ingeniero la defendió. Los tres jugaban su papel en una escenografía preparada de antemano, cuyo objetivo era despertar en ella simpatía hacia el hombre que tenía la misión de seducirla.

¿Cómo es posible que no se le hubiera ocurrido? ¡Era un piso raro, que nada tenía que ver con aquel hombre! ¿Por qué iba a vivir un ingeniero tan bien vestido en un piso tan mísero? ¿Sería ingeniero? Y si era ingeniero, ¿cómo es que no tenía que trabajar a las dos de la tarde? ¿Y cómo es que un ingeniero leía a Sófocles? ¡No, aquélla no era la librería de un ingeniero! Aquélla parecía más bien la habitación de un intelectual pobre detenido. Cuando ella tenía diez años y detuvieron a su padre, también le incautaron el piso y toda su biblioteca. Quién sabe para qué habrán utilizado después el piso.

Ahora ya sabe por qué nunca volvió. Había cumplido ya su misión. ¿Cuál? El social, cuando estaba borracho, le confesó sin querer: «¡La prostitución está prohibida en nuestro país, no lo olvide!». ¡Aquel supuesto ingeniero atestiguaría que ella se ha acostado con él y que le pidió dinero a cambio! La amenazarán con montar un escándalo y le harán chantaje para que denuncie a la gente que se emborracha en su bar.

—Esa historia no encierra ningún peligro —la tranquilizaba el embajador.

—Espero que no —dijo ella con voz ahogada y salió con Karenin a las calles de la Praga nocturna.

25

La gente, en su mayoría, huye de sus penas hacia el futuro. Se imaginan, en el correr del tiempo, una línea más allá de la cual sus penas actuales dejarán de existir. Pero Teresa no ve ante sí rayas como ésas. Lo único que puede consolarla es mirar hacia atrás. Otra vez era domingo. Cogieron el coche y se fueron lejos de Praga.

Tomás estaba sentado al volante, Teresa a su lado y Karenin se acercaba a ellos de vez en cuando desde el asiento trasero y les lamía las orejas. Al cabo de dos horas llegaron a un balneario donde habían pasado unos días hacía seis años. Querían pasar la noche allí.

Pararon el coche en la plaza y bajaron. No había cambiado nada. Frente a ellos estaba el hotel en el que habían vivido tiempo atrás y delante de él un antiguo tilo. A la izquierda del hotel arrancaba un antiguo paseo, construido en madera, al final del cual brotaba de una fuente de mármol el manantial sobre el que hoy, tal como entonces, se inclinaba la gente con sus vasos en la mano.

Tomás señaló de nuevo el hotel. Algo había cambiado. Antes se llamaba Grand y ahora llevaba un cartel que decía Baikal. Se fijaron en la placa que había en la esquina del edificio: Plaza de Moscú. Y recorrieron después (Karenin los seguía sin correa) todas las calles que conocían, mirando sus nombres: había una calle de Stalingrado, una de Leningrado, otra de Rostov, la de Novosibirsk, la de Kiev, la de Odesa, había un sanatorio Chaikovski, un sanatorio Tolstoi, un sanatorio Rimski-Korsakov, un hotel Suvorov, un cine Gorki y un café Pushkin. Todas las denominaciones estaban sacadas de la geografía y la historia rusas.

Teresa recordó los primeros días de la invasión. La gente quitaba en todas las ciudades las placas con los nombres de las calles y eliminaba en las carreteras los indicadores en los que figuraban los nombres de las ciudades. El país se volvió anónimo en una sola noche. Siete días deambuló el ejército ruso por el territorio sin saber dónde estaba. Los oficiales buscaban los edificios de los periódicos, de la televisión, de la radio, querían ocuparlos pero no podían encontrarlos. Le preguntaban a la gente, pero la gente se encogía de hombros o les daba nombres falsos y direcciones falsas.

Al cabo de los años, de pronto, parece que aquel anonimato fue peligroso para el país. Las calles y los edificios ya no podían recuperar sus nombres originales. Y así, de pronto, un balneario checo se convirtió en una especie de pequeña Rusia imaginaria y Teresa se encontró con que el pasado que había venido a buscar le había sido confiscado. Ya no les apetecía pasar la noche allí.

26

Regresaron al coche en silencio. Ella reflexionaba: Todas las cosas y las personas aparecen disfrazadas. Una vieja ciudad checa se cubrió de nombres rusos. Los checos que fotografiaban la ocupación trabajaban en realidad para la policía secreta. El hombre que la había enviado a la muerte llevaba la máscara de Tomás. El policía aparecía como ingeniero y el ingeniero quería jugar el papel del hombre de Petrin. La señal del libro en su piso era falsa y su función era conducirla por el camino equivocado.

Ahora que se acordaba del libro que había cogido, se dio de pronto cuenta de algo y se sonrojó:

¿Cómo era aquello? El ingeniero dijo que iba a traer café. Ella se acercó a la librería y sacó el Edipo de Sófocles. Después el ingeniero regresó. ¡Pero sin café!

Volvía a recordar aquella situación una y otra vez: ¿Cuánto tiempo había estado fuera cuando fue a buscar café? Al menos un minuto, probablemente dos, quizá tres. ¿Pero qué había estado haciendo durante tanto tiempo en aquella antesala de miniatura? ¿Habría ido al water? Teresa trata de recordar si había oído cerrarse la puerta o correr el agua. No, seguro que no oyó el agua, si no lo recordaría. Y está casi segura de que la puerta no hizo ruido alguno. Entonces, ¿qué hizo en aquella antesala?

De pronto todo le parecía claro, demasiado claro. Si quieren cogerla en la trampa, no les basta el simple testimonio del ingeniero. Necesitan una prueba que sea irrefutable. Durante aquel período sospechosamente prolongado, el ingeniero instaló una cámara en la antesala. O, lo que es más probable, le abrió la puerta a alguien pro visto de una cámara fotográfica y que les hizo fotos oculto tras la cortina.

No hace más de un par de semanas aún se reía de Prochazka por no saber que vivía en un campo de concentración, en el que no existe vida privada. ¿Y ella? Cuando abandonó la casa de la madre, pensó, qué ingenua, que se había convertido de una vez para siempre en dueña de su intimidad. Pero el hogar de la madre se extiende por todo el mundo y alarga sus manos hacia ella. Teresa nunca podrá escapar de él.

Bajaban por las escaleras atravesando los jardines hacia la plaza en la que habían dejado el coche.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Tomás.

Antes de que tuviera tiempo de responderle alguien saludó a Tomás.

27

Era un hombre de unos cincuenta años, un campesino al que Tomás había operado en una ocasión.

Desde entonces lo mandaban todos los años a curarse a ese balneario. Invitó a Tomás y a Teresa a tomar una copa de vino. Dado que en Bohemia los perros tienen prohibida la entrada en los sitios públicos, Teresa fue a llevar a Karenin al coche y los hombres se sentaron mientras tanto en la cafetería. Cuando regresó, el campesino estaba diciendo:

—En nuestro pueblo la situación está tranquila. Hasta me eligieron hace dos años presidente de la cooperativa.

—Le felicito —dijo Tomás.

—Ya sabe usted, el campo. La gente quiere irse. Los de arriba tienen que conformarse con que haya alguien, al menos alguien, que quiera quedarse. A nosotros no nos pueden echar del trabajo.

Sería un sitio ideal para nosotros —dijo Teresa.

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