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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

La interpretación del asesinato

BOOK: La interpretación del asesinato
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Nueva York, primera década del siglo XX, una época fascinante y turbulenta en una gran ciudad que está entrando de lleno en la modernidad. Se levantan los primeros rascacielos, aumenta la población con oleadas de inmigrantes que cambian la fisonomía de los antiguos barrios, y también se triplica el índice de delincuencia. Y no sólo los pequeños delitos, porque en estos años se sucede entre la alta sociedad de Nueva York una serie de asesinatos y de escándalos sexuales. Pero la modernidad de Nueva York no son sólo escándalos, rascacielos y automóviles, sino también el interés que despiertan las ideas que están cambiando el mundo. El 29 de agosto de 1909, invitado por la Universidad de Clark, llega Sigmund Freud acompañado de sus discípulos Ferenczy y Jung, y esa misma noche, en un lujoso apartamento del novísimo edificio Balmoral, encuentran el cadáver de una joven. Estaba atada, y había sido azotada y estrangulada con una elegantísima corbata de seda blanca en lo que quizá fuera un juego sexual que rebasó todo límite. O tal vez la obra de un sádico asesino en serie. Porque al día siguiente, otra rica heredera, Nora Acton, una rebelde para los cánones de la época, consigue escapar a un ataque del que parece ser el mismo asesino. La hermosa Nora tiene las claves para descubrir al asesino, pero ha perdido la voz y sufre de amnesia. La familia pedirá al doctor Stratham Younger, un joven seguidor de Freud, pero también experto en Shakespeare, que psicoanalice a Nora para que pueda recordar lo que sucedió. y es el propio Freud quien supervisa las sesiones.

Pero no son el oscuro móvil de los crímenes ni la identidad del asesino los únicos enigmas que tienen en vilo al lector en esta espléndida novela. ¿Qué le sucedió a Freud en Nueva York, a qué ataques y conspiraciones tuvo que enfrentarse, que nunca más volvió a los Estados Unidos y llegó a decir que sus habitantes eran unos salvajes?

«Una novela policíaca histórica y shakespeariana sustentada en una sólida investigación, y también una seductora, muy ingeniosa intriga psicoanalítica» (Janet Maslin, The New York Times).

«Una novela con personajes densos, complejos, una colorida y fiel recreación de la época, una escritura elegante salpimentada con sutiles referencias a Hamlet. Jed Rubenfeld mezcla con habilidad realidad y ficción, y en su trepidante, sinuosa trama, hay lugar incluso para divertidas interpretaciones del mundo según Sigmund Freud» (Allison Block, Booklist).

«Una aguda exploración de lo que quizá le sucedió a Sigmund Freud en su única visita a los Estados Unidos. Rubenfeld muestra un gran talento para el suspense psicológico, y usa puntos de vista cambiantes para construir una trama de una tensión implacable» (Laurel Bliss, Library Journal).

«Una novela inteligente e inusual, que combina con notable habilidad la dureza de los hechos y la seducción de la ficción» (Jessica Mann, Literary Review).

«La alta y la baja sociedad americanas, la construcción del puente de Manhattan, cadáveres que desaparecen, la ruptura entre Freud y Jung, las luchas de poder en el ayuntamiento de Nueva York, masoquismo, flagelación, asesinatos y, sobre todo, la evocación de una ciudad y un movimiento revolucionario en el momento mismo de su gran expansión. Y un escritor de una inteligencia que entusiasma» (Joanna Hines, The Guardian).

Jed Rubenfeld
estudió en Princeton y se graduó en Derecho en Harvard en 1986. Actualmente es profesor en la Universidad de Yale y uno de los principales expertos en Derecho Constitucional de los Estados Unidos. Su tesis en la Universidad de Princeton versaba sobre Sigmund Freud, y estudió a Shakespeare en la Juilliard School. Jed Rubenfeld, que ha sido definido como «el escritor de temas jurídicos más elegante de su generación», es el autor de Freedom and Time, Revolution by Judiciary y The Structure of American Constitutional Law. Su primera novela, La interpretación del asesinato, ha tenido críticas excepcionales, una gran cantidad de lectores y ha sido traducida, o está en proceso de traducción, en treinta y cinco países. También ha obtenido el 2007 British Book Award for Best Read of the Year, tras su paso por el influyente programa televisivo «Richard and July», y ha permanecido varios meses en el puesto número uno de la lista de libros más vendidos del London Times.

Jed Rubenfeld

La interpretación del asesinato

ePUB v1.2

Akakiy Akakiyevich
19.08.2012

Título de la edición original:

The Interpretation or Murder

Henry Holt and Company

Nueva York,2006

Traducción de Jesús Zulaika.

Diseño de la colección:

Julio Vivas

Ilustración: foto FPG / Getty Images

Primera edición: septiembre 2007

Para Amy,

sólo, siempre,

y para

Sophia y Louisa

En 1909, Sigmund Freud, acompañado por su entonces discípulo Carl Jung, hizo su única visita a los Estados Unidos, para dar una serie de conferencias sobre psicoanálisis en la Universidad de Clark, Worcester, Massachusetts. El titulo de doctor honoris causa que le otorgó la Universidad de Clark era el primer reconocimiento público que Freud recibía por su trabajo. A pesar del gran éxito de esta visita, Freud siempre hablaría en años posteriores como si algún hecho traumático le hubiera acontecido en los Estados Unidos. Llamaba a los norteamericanos «salvajes». Culpó a Norteamérica de ciertos males físicos que lo habían mortificado muchos años antes de 1909. Los biógrafos de Freud le han dado muchas vueltas a este enigma, y han especulado sobre si algún hecho desconocido le sucedió en los Estados Unidos que pudiera explicar esta reacción de otro modo inexplicable
.

Primera parte
I

No hay misterio en la felicidad.

Los hombres infelices son todos parecidos. Alguna herida de hace mucho tiempo, algún deseo denegado, algún golpe al orgullo, algún incipiente destello de amor sofocado por el desdén —o, peor aún, por la indiferencia—, se aferra a ellos, o ellos a lo que les hizo daño, y así viven cada día en un sudario de ayeres. El hombre feliz no mira hacia atrás. Vive en el presente.

Y ahí está el problema. El presente nunca puede darnos una cosa: sentido. Los caminos de la felicidad y del sentido no son los mismos. Para encontrar la felicidad, un hombre sólo necesita vivir en el instante; sólo necesita vivir para el instante. Pero si quiere sentido —el sentido de sus sueños, de sus secretos, de su vida—, deberá rehabitar el pasado, por oscuro que fuere, y vivir para el futuro, por incierto que sea. Así, la naturaleza pone a bailar delante de nuestros ojos la felicidad y el sentido, y se limita a urgirnos a que elijamos una de las dos cosas.

En cuanto a mí, siempre he elegido el sentido. Lo cual, supongo, explicaría cómo di en esperar aquel domingo por la tarde del 29 de agosto de 1909, entre la turba sofocante del puerto de Hoboken, la llegada del barco George Washington, de la Norddeutsche Lloyd, que había zarpado de Bremen y que traía hasta nuestras costas al hombre que yo más deseaba conocer en el mundo.

A las siete de la tarde aún no se divisaba el transatlántico. Abraham Brill, mi amigo y colega médico, esperaba en el puerto por la misma razón que yo. Apenas podía contener su impaciencia; no podía estarse quieto y fumaba un cigarrillo tras otro. El calor era infernal, y el aire espeso y cargado de la pestilencia del pescado. Una bruma antinatural se alzaba desde el agua, como si el mar estuviera humeando. Las sirenas resonaban con intensa gravedad mar adentro, sin que se vislumbrase buque alguno desde el que partían. Ni siquiera podían verse las gaviotas plañideras: sólo se oía su algarabía. Tuve el ridículo presentimiento de que el George Washington había encallado en medio de la niebla, y que sus dos mil quinientos pasajeros europeos se habían ahogado en las profundidades del pie de la Estatua de la Libertad. Llegó el crepúsculo, pero la temperatura no cedió un ápice. Seguimos esperando.

De pronto surgió un enorme buque blanco, no como un punto en el horizonte sino ciclópeo, emergiendo de la niebla ante nuestros ojos en su dimensión plena. El muelle entero, con una exclamación ahogada colectiva, retrocedió ante la aparición. Pero el hechizo se rompió con los gritos de los trabajadores portuarios, el lanzamiento y sujeción de amarras y el tráfago y bullicio que siguieron de inmediato. En cuestión de minutos, un centenar de estibadores estaban descargando el transatlántico.

Brill, diciéndome a gritos que lo siguiera, se abrió paso a empujones pasarela arriba. Sus ruegos para que nos dejaran subir a bordo resultaron infructuosos. No se permitía subir ni bajar del barco. Habría de pasar otra hora antes de que Brill me tirara de la manga y señalase con un gesto hacia tres pasajeros que en aquel mismo momento estaban bajando del puente. El primero de ellos era un caballero distinguido, inmaculadamente acicalado, de pelo y barba grises, y de quien supe al instante que era el psiquiatra vienés Sigmund Freud.

A principios del siglo XX un paroxismo arquitectónico sacudió la ciudad de Nueva York. Las torres gigantescas llamadas rascacielos brotaron hacia lo alto una tras otra, más altas que cualquiera de las cosas construidas por la mano del hombre hasta la fecha. En una inauguración de 1908, en Liberty Street, los peces gordos aplaudieron cuando el alcalde McClellan proclamó al Singer Building, una estructura de ladrillo rojo y piedra azulada de cuarenta y siete plantas, el edificio más alto del mundo. Dieciocho meses más tarde, el alcalde tuvo que repetir la ceremonia para aclamar los cincuenta pisos de la torre Metropolitan Life de la calle Veinticuatro. Pero incluso entonces no hacían sino preparar el terreno para las cincuenta y ocho plantas en zigurat del pasmoso edificio del señor Woolworth en Manhattan.

En cada manzana aparecían enormes esqueletos de vigas de acero donde el día anterior no había sino parcelas vacías. El fragor rechinante de las excavadoras a vapor no cesaba nunca. La única comparación posible era la transformación del París de medio siglo atrás, obra de Haussmann; pero en Nueva York no existía una visión unitaria entre bastidores, un plan unificador, una autoridad normativa. Capital y especulación lo manejaban todo, liberando energías fabulosas inequívocamente individualistas y norteamericanas.

La masculinidad de todo el proceso no admitía duda alguna. Sobre el plano, la implacable cuadrícula de Manhattan, con sus dos centenares de calles numeradas a este y oeste y su docena de avenidas de norte a sur, confería a la ciudad un cuño de orden rectilíneo abstracto. Por encima de él, en la inmensidad de las estructuras de los rascacielos, con sus remates ornamentales de pavo real, todo era ambición, especulación, competición, dominación, incluso concupiscencia: de altura, de tamaño y siempre de dinero.

El Balmoral, en el Boulevard —los neoyorquinos de entonces llamaban el Boulevard al tramo de Broadway Avenue que va desde la calle Cincuenta y nueve a la calle Ciento cincuenta y cinco—, era uno de los grandes y nuevos edificios. Su existencia misma era una apuesta. En 1909, los muy ricos aún vivían en mansiones, no en apartamentos. Tenían apartamentos para breves estancias de temporada en la ciudad, pero no alcanzaban a comprender cómo alguien podía vivir realmente en uno de ellos. El Balmoral era una apuesta: se podía cambiar la mentalidad de los ricos si las viviendas eran lo bastante opulentas.

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