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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

La interpretación del asesinato (5 page)

BOOK: La interpretación del asesinato
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Littlemore entró con parsimonia en el despacho del
coroner
. Tenía veinticinco años. Ni alto ni bajo, Jimmy Littlemore no era mal parecido, pero tampoco era guapo. Su pelo cortado casi al rape no era ni moreno ni rubio; de tener que definirlo, se diría que era más bien rojizo. Tenía una cara inconfundiblemente norteamericana, franca y amistosa, en la que, aparte de unas cuantas pecas, no había nada particularmente memorable. Si te lo cruzabas en la calle, no era nada probable que te acordaras luego de su persona. Podrías, sin embargo, recordar su sonrisa fácil o la pajarita roja que solía lucir bajo el canotier que coronaba su cabeza.

El
coroner
ordenó a Littlemore que le dijera lo que había averiguado sobre el caso Riverford, poniendo gran empeño en sonar enérgico e imperioso. Sólo en los asuntos más excepcionales se ponía al
coroner
directamente al mando de una investigación. Y quería, por tanto, hacer saber a Littlemore que se derivarían muy graves consecuencias si el detective no obtenía resultados.

El tono autoritario no logró su objetivo de impresionar al detective. Aunque Littlemore nunca había trabajado en un caso con el
coroner
, sin duda sabía por el nuevo jefe de policía que su mote era «el necrófago», por el entusiasmo con que realizaba las autopsias, y porque no tenía ningún poder real en el departamento. Pero Littlemore, que era un tipo de natural excelente, no se mostraba irrespetuoso con el
coroner
.

—¿Que qué sé del caso Riverford? —le respondió—. Bueno, pues nada de nada, señor Hugel. Sólo que el asesino tiene más de cincuenta años, mide como uno ochenta, no está casado, le resulta muy familiar la visión de la sangre, vive más abajo de Canal Street y ha estado en el puerto en algún momento de los dos días pasados.

—¿Y cómo sabe todo eso?

—Estoy bromeando, señor Hugel. No sé una mierda del asesino. Ni siquiera sé por qué se molestan en mandarme allí. Usted no recogió ninguna huella, ¿verdad, señor?

—¿Huellas dactilares? —preguntó el
coroner&mdash
;. No, claro que no. Los tribunales nunca admitirían huellas dactilares como prueba.

—Bueno, cuando llegué era demasiado tarde. Lo habían limpiado todo. Se habían llevado todas las cosas de la chica.

Hugel estaba indignado. Lo que habían hecho era alterar las pruebas.

—Pero algo habrá usted averiguado sobre la joven Riverford —dijo.

—Bueno, era una chica muy reservada. Se lo guardaba todo para sí misma.

—¿Eso es todo?

—Era nueva en el edificio —dijo Littlemore—. Sólo llevaba uno o dos meses.

—Lo abrieron en junio, Littlemore.
Todo el mundo
lleva uno o dos meses.

—Oh.

—¿La vio alguien ayer? —preguntó el
coroner
.

—Llegó a eso de las ocho de la tarde. Sola. Y tampoco recibió a nadie. Subió a su apartamento y ya no salió, que los empleados sepan.

—¿Tenía visitantes asiduos?

—No. Nadie recuerda que haya recibido a nadie en ningún momento.

—¿Por qué vivía sola en Nueva York? ¿A su edad y en un apartamento tan grande?

—Eso querría yo saber —dijo Littlemore—. Pero en el Balmoral no querían decirme nada de nada. Ninguno de los empleados. Pero lo que he dicho del puerto era cierto, señor Hugel. Encontré un poco de arcilla en el suelo del dormitorio de la señorita Riverford. Y bastante fresca. Creo que era del puerto.

—¿Arcilla? ¿De qué color? —preguntó Hugel.

—Roja. Como esponjosa.

—No era arcilla, Littlemore —dijo el
coroner
, poniendo los ojos en blanco—. Era mi tiza.

El detective frunció el ceño.

—Me preguntaba por qué habría un círculo entero de esa tiza.

—¡Para que nadie se acercara al cadáver, so memo!

—Estaba bromeando, señor Hugel. No era su tiza. Vi su tiza. La arcilla estaba junto a la chimenea. Una pizca nada más. Tuve que usar la lupa para verla. Me la llevé a casa para compararla con mis muestras; tengo una colección completa. Y es muy parecida a la arcilla roja que hay en todos los muelles del puerto.

Hugel se quedó pensativo. Trataba de decidir si sentirse impresionado o no.

—¿La arcilla del puerto es única? ¿No podría ser de otra parte? ¿De Central Park, por ejemplo?

—De Central Park no —dijo el detective—. Es arcilla de río, señor Hugel. Cieno. Y no hay ríos en Central Park.

—¿Y qué me dice del valle del Hudson?

—Podría ser.

—O de Fort Tryon, en la zona alta, donde Billings acaba de remover toda esa tierra…

—¿Cree que allí hay cieno?

—Le felicito, Littlemore, por su sobresaliente labor de investigación.

—Gracias, señor Hugel.

—¿Le interesaría tal vez oír una descripción del asesino?

—Cómo no. Por supuesto.

—Es de mediana edad. Adinerado, y diestro. Tiene el pelo entrecano, y antes lo tuvo castaño oscuro. Altura: de uno ochenta a uno ochenta y cinco. Y yo creo que conocía a su víctima… Que la conocía bien.

Littlemore parecía asombrado.

—¿Como…?

—Ahí tengo tres cabellos que encontré en el cuerpo de la joven. —El
coroner
señaló un pequeño rectángulo de doble cristal que había encima de su escritorio, junto al microscopio. Aplastados entre los dos cristales había tres cabellos.

—Son oscuros, pero veteados de gris, lo que apunta a un hombre de edad mediana. En el cuello de la joven había unas hebras de seda blanca, probablemente de la corbata masculina con la que fue estrangulada. La seda era de la mejor calidad. Luego nuestro hombre tiene dinero. De su desteridad no cabe la menor duda: las heridas todas van de derecha a izquierda.

—¿Desteridad?

—El hecho de que nuestro hombre fuera diestro,
c4]
detective Littlemore.

—¿Y cómo sabe que la conocía?

—No lo sé. Lo sospecho. Respóndame a lo siguiente: ¿en qué postura estaba la señorita Riverford cuando la azotó el asesino?

—No he visto el cadáver —se quejó el detective—. Ni siquiera sé la causa de la muerte.

—Estrangulamiento por ligadura, confirmado por la fractura del hueso hioides que he observado al abrirle la cavidad torácica. Una bonita rotura, si se me permite decirlo, como el hueso de la suerte de un pollo limpiamente partido. Un adorable pecho femenino, la verdad: las costillas perfectas, los pulmones y el corazón, una vez sacados, la viva estampa de unos tejidos sanos necrosados por la asfixia. Ha sido un placer tenerlo en las manos. Pero al grano: la señorita Riverford estaba de pie cuando la azotaron. Lo sabemos por la sencilla razón de que la sangre se deslizó hacia abajo en línea recta desde las laceraciones. Las manos sin duda las tenía atadas por encima de la cabeza con una cuerda bastante gruesa, que seguramente habían colgado de un elemento del techo. Vi hebras de cuerda en él. ¿Y usted? ¿No? Bien, vuelva y búsquelas. La pregunta es la siguiente: ¿por qué un hombre que dispone de una cuerda tan recia iba a utilizar una delicada tela de seda para estrangular a su víctima? Deducción, señor Littlemore: porque no quería usar una cosa tan tosca alrededor del cuello de la joven. ¿Y eso por qué? Hipótesis, señor Littlemore: porque albergaba ciertos sentimientos por ella. Ahora bien, en lo relativo a la altura del sujeto, volvemos al terreno de las certezas. La señorita Riverford medía un metro sesenta y cinco; a juzgar por sus heridas, los latigazos tuvo que infligírselos alguien que le llevara de quince a veinte centímetros. Luego el asesino tiene que medir entre uno ochenta y uno ochenta y cinco.

—A menos que estuviera subido a algo —dijo Littlemore.

—¿Qué?

—A un taburete o algo.

—¿A un taburete? —repitió el
coroner
.

—Es posible —dijo Littlemore.

—Un hombre no se sube a un taburete para azotar a una mujer, detective.

—¿Por qué no?

—Porque es ridículo. Se caería.

—No si tenía algo a lo que sujetarse —dijo el detective—. Una lámpara, por ejemplo, o un colgador de sombreros.

—¿Un colgador de sombreros? —repitió Hugel—. ¿Y por qué habría de hacer algo semejante, detective?

—Para hacemos creer que es más alto.

—¿Cuántos casos de homicidio ha investigado usted? —preguntó el
coroner
.

—Éste es el primero —dijo Littlemore con indisimulado entusiasmo— que investigo como detective.

Hugel asintió con la cabeza.

—Habrá hablado con la doncella al menos, espero.

—¿La doncella?

—Sí, la doncella. La doncella de la señorita Riverford. ¿Le preguntó usted si había notado algo especial?

—Pienso que…

—No quiero que piense —le cortó el
coroner&mdash
;. Quiero que
detecte
. Quiero que vuelva al Balmoral y hable otra vez con esa doncella. Fue la primera persona que estuvo en aquel dormitorio. Pídale que le cuente exactamente lo que vio al entrar. Entérese de los detalles, ¿me oye?

En la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y tres, en una habitación en la que ninguna mujer había entrado nunca, ni siquiera para quitar el polvo o sacudir las cortinas, un mayordomo llenaba tres copas de cristal tallado de un decantador centelleante. Los cuencos de las copas, profusamente grabados, eran tan hondos que podían contener una botella entera de burdeos. El mayordomo sirvió un centímetro de vino tinto en cada uno.

Y ofreció la copas al Triunvirato.

Los tres hombres estaban sentados en sillones hondos de cuero, dispuestos en torno a una chimenea central. La pieza era una biblioteca que contenía más de tres mil setecientos libros, la mayoría de los cuales estaban escritos en griego, latín o alemán. A un lado de la chimenea apagada había un busto de Aristóteles sobre un pedestal de mármol de color verde jade. Al otro, un busto de un hindú antiguo. Sobre la repisa de la chimenea había un cornisamento en el que podía verse una gran serpiente desplegada en una curva de seno y contra un fondo de llamas. Al pie, se leía la palabra CHARAKA grabada en letras mayúsculas.

El humo de las pipas de los hombres acariciaba el techo alto, muy por encima de sus cabezas. El hombre que ocupaba el centro de los tres hizo un movimiento apenas perceptible con la mano derecha, en la que llevaba un gran y extraño anillo de plata. De poco menos de sesenta años, era de complexión delgada y nervuda y tenía un rostro distinguido y enjuto, ojos oscuros, cejas negras bajo el pelo plateado y manos de pianista.

En respuesta a su gesto, el mayordomo encendió un manojo de papeles de periódico que había en la chimenea, que al poco comenzó a arder y a crepitar con fluctuantes llamas naranjas.

—Asegúrate de conservar las cenizas —le dijo el señor a su sirviente.

Asintiendo con la cabeza, el mayordomo se retiró en silencio, y cerró la puerta a su espalda.

—Sólo hay un medio para combatir el fuego —prosiguió el hombre de las manos de pianista. Levantó la copa—. Caballeros…

Cuando los otros dos hombres alzaron sus copas de cristal, alguien que les hubiera estado observando habría reparado en que ambos llevaban un anillo plateado similar al del primer hombre en la mano derecha. Uno de aquellos caballeros era corpulento y rubicundo, y llevaba patillas de boca de hacha. Terminó de pronunciar el brindis que el primer hombre había iniciado:

—Con el fuego.

Y apuró la copa de vino.

El tercer hombre era muy delgado, y tenía ojos penetrantes y una incipiente calva. No dijo ni una palabra; se limitó a beber el vino de su copa, un Chateau Lafite de 1870.

—¿Conoce al barón? —preguntó el hombre primero, volviéndose hacia el hombre casi calvo—. Supongo que es usted pariente de él.

—¿A Rothschild? —respondió el hombre casi calvo en tono blando—. Nunca me lo han presentado. Nuestro parentesco viene por la rama inglesa de la familia.

III

Como primer lugar que visitaría Freud en los Estados Unidos Brill fue a elegir, precisamente, Coney Island. Fuimos a pie a la estación Grand Central, a apenas una manzana del hotel. El cielo estaba despejado, y el sol caldeaba ya las calles atascadas por el tráfico de los lunes por la mañana. Los automóviles aceleraban con impaciencia para orillar a los furgones de reparto tirados por caballos. Era imposible conversar en medio de aquella algarabía. Enfrente del hotel, en la calle Cuarenta y dos, habían levantado un andamio gigantesco para la construcción de un nuevo edificio, y los martillos neumáticos expandían un ruido ensordecedor en torno.

De pronto, dentro de la terminal, se hizo un silencio. Freud y Ferenczi se detuvieron, estupefactos. Estábamos en un fabuloso túnel de cristal y acero de doscientos metros de longitud por treinta de altura, con gigantescas arañas de gasóleo a todo lo largo del techo curvado. Era una hazaña de la ingeniería que superaba con mucho la de la torre parisiense del señor Eiffel. El único que no parecía impresionado era Jung. Me pregunté si estaría bien; parecía un poco pálido y distraído. Freud estaba anonadado, lo mismo que me había quedado yo al enterarme de que iban a echar la estación entera abajo, pero había sido construida para las viejas locomotoras de vapor, y la época del vapor pertenecía ya al pasado.

Cuando bajábamos por las escaleras hacia los andenes de los trenes de cercanías, el ánimo de Freud se volvió sombrío.

—Está aterrorizado de la red de trenes subterráneos de ustedes —me susurró al oído Ferenczi—. Una pizca de neurosis sin analizar. Me lo dijo anoche.

El humor de Freud, probablemente, no mejoró mucho cuando nuestro tren se detuvo con violencia en medio de un túnel entre dos estaciones, y las luces parpadearon y se apagaron, sumiéndonos en una oscuridad de boca de lobo.

—Edificios en el cielo, trenes bajo tierra —dijo Freud, en tono irritado—. Ustedes los norteamericanos actúan como Virgilio: si no pueden hacer que los cielos bajen a la tierra, subirán el infierno hasta la superficie.

—¿No es lo que dice el epígrafe
[5]
de su libro? —le preguntó Ferenczi.

—Sí, pero no tendría que ser también mi epitafio —le respondió Freud.

—¡Caballeros! —exclamó Brill si previo aviso—. Aún no han oído ustedes el análisis de la mano paralizada de nuestro Younger aquí presente.

—¿Una historia clínica? —dijo Ferenczi con entusiasmo—. Tenemos que oírla. Sin falta.

—No, no —dije yo—. Era incompleta.

—Tonterías —me reconvino Brill—. Es uno de los psicoanálisis más perfectos que he oído en la vida. Confirma cada punto de la teoría psicoanalítica.

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