Cuando se entró el más débil de los soles, Faustine se levantó de nuevo. La seguí… corrí, me tiré de rodillas y le dije, casi gritando:
—Faustine, la quiero.
Hice esto porque pensé que, tal vez, lo más conveniente fuera sacar partido de la inspiración, dejarla imponer su notable sinceridad. Ignoro el resultado. Me ahuyentaron unos pasos, una sombra densa. Me escondí atrás de una palmera. La respiración, alteradísima, casi no me dejaba oír.
Morel le decía que necesitaba hablarle. Faustine contestó: —Bueno, vamos al museo. (Oí esto claramente).
Hubo algunas discusiones. Morel se oponía:
—Quiero aprovechar esta ocasión… fuera del museo y de las miradas de nuestros amigos.
Le oí también:
ponerte sobre aviso; eres una mujer distinta; dominio de los nervios
.
Puedo afirmar que Faustine se negó obstinadamente a quedarse. Morel transó:
—Esta noche, cuando todos se vayan, hazme el favor de quedarte. Estuvieron caminando entre las palmeras y el museo. Morel hablaba mucho y hacía ademanes. En uno de esos movimientos, tomó el brazo de Faustine. Después caminaron en silencio.
Cuando los vi entrar en el museo, pensé que debía prepararme alguna comida para estar bien toda la noche y poder vigilar.
T
é para dos
y
Valencia
persistieron hasta más allá de la madrugada. Yo, a pesar de mis propósitos, comí poco. Ver a la gente ocupada con el baile, ver y probar las hojas viscosas, las raíces de sabor a tierra, los bulbos como ovillos de hilos notables y duros, no fueron argumentos ineficaces para determinarme a entrar en el museo y buscar pan y otros verdaderos comestibles.
Entré por la carbonera, a medianoche. Había sirvientes en el antecomedor, en la despensa. Decidí esconderme, esperar que la gente se fuera a sus cuartos. Podría oír, tal vez, lo que Morel sometería a Faustine, al muchacho de las cejas, al gordo, el verdinegro Alec. Después robaría algunos alimentos y buscaría la manera de salir.
En realidad, la declaración de Morel no me importaba mucho. Me angustiaba el buque cerca de la playa; la fácil, la irremediable partida de Faustine.
Al pasar por el
hall
vi un fantasma del Tratado de Belidor que me había llevado quince días antes; estaba en la misma repisa de mármol verde, en el mismo lugar de la repisa de mármol verde. Palpé el bolsillo: saqué el libro; los comparé: no eran dos ejemplares del mismo libro, sino dos veces el mismo ejemplar; con la tinta celeste corrida, envolviendo en una nube la palabra PERSE; con la rasgadura oblicua en la esquina de abajo, de afuera… Hablo de una identidad exterior… Ni siquiera pude tocar el libro que estaba sobre la mesa. Me escondí precipitadamente, para que no me descubrieran (primero, unas mujeres; después, Morel). Pasé por el salón del acuario y me escondí en el cuarto verde, en el biombo (formaba como una casita). Por una rendija podía ver el salón del acuario.
Morel daba órdenes:
—Aquí me pone una mesa y una silla.
Pusieron las otras sillas en filas, ante la mesa, como en sala de conferencias.
Tardísimo, fueron entrando casi todos. Hubo algún estrépito, alguna curiosidad, alguna meritoria sonrisa; predominaba la paz deshecha del cansancio.
—Nadie puede faltar —dijo Morel—. Hasta que lleguen todos, no empezaré.
—Falta Jane.
—Falta Jane Gray.
—No es para menos.
—Hay que ir a buscarla.
—¿Quién la saca ahora de la cama?
—No puede faltar.
—Está durmiendo.
—Yo no empiezo hasta verla aquí.
—Voy a buscarla —dijo Dora.
—Te acompaño —dijo el muchacho de las cejas.
He querido transcribir esta conversación fielmente. Si ahora no es natural, tiene culpa el arte o la memoria. Fue natural. Viendo esa gente, oyendo esa conversación, nadie podía esperar un suceso mágico ni la negación de la realidad, que vino después (aunque todo ocurriera sobre un acuario iluminado, sobre peces coludos y líquenes, entre un bosque de columnas negras).
Morel habló con unas personas que no pude ver:
—Hay que buscarlo por toda la casa. Yo lo vi entrar en este cuarto, hace mucho.
¿De quién hablaba? Entonces creí que mi interés por la conducta de los intrusos quedaría satisfecho, definitivamente.
—Hemos recorrido toda la casa —dijo una voz rudimentaria.
—No importa. Tráiganlo —contestó Morel.
Me pareció que ya estaba acorralado. Quería salir. Me contuve. Había recordado que los cuartos de espejos eran infiernos de famosas torturas. Empezaba a sentir calor.
Después volvieron Dora y el muchacho, con una mujer vieja, alcoholizada (yo había visto a esta mujer en la pileta). Venían, también, dos individuos, aparentemente sirvientes, que se ofrecían para ayudar; se acercaron a Morel; uno de ellos dijo:
—Imposible hacer nada.
(Reconocí la voz rudimentaria de hacía un rato.)
Dora gritó a Morel:
—Haynes está durmiendo en el cuarto de Faustine. Nadie será capaz de sacarlo.
¿Habían estado hablando de Haynes? No pensé que pudieran relacionarse las palabras de Dora y la conversación de Morel con los hombres. Hablaban de buscar a alguien y yo estaba asustado, dispuesto a descubrir en todo alusiones o amenazas. Ahora se me ocurre que tal vez nunca haya ocupado la atención de esta gente… Es más: ahora sé que no pueden buscarme.
¿Estoy seguro? Un hombre de buen sentido ¿creería lo que oí ayer noche, lo que imagino saber? ¿Me aconsejaría olvidar la pesadilla de ver en todo una máquina organizada para capturarme?
Y si fuera una máquina para capturarme, ¿por qué tan compleja? ¿Por qué no detenerme, directamente? ¿No sería una locura esta laboriosa representación?
Nuestros hábitos suponen una manera de suceder las cosas, una vaga coherencia del mundo. Ahora la realidad se me propone cambiada, irreal. Cuando un hombre despierta o muere, tarda en deshacerse de los terrores del sueño, de las preocupaciones y de la manías de la vida. Ahora me costará perder la costumbre de temer a esta gente. Morel tenía unas hojas de papel de seda amarillo, escritas a máquina. Las sacó de un bol de madera que estaba sobre la mesa. En el bol había muchísimas cartas prendidas con alfileres a recortes de avisos de
Yachting
y
Motor Boating
. Pedían precios de barcos viejos, condiciones de venta, informes para ir a revisarlos. Vi unas pocas.
—Quede Haynes dormido —dijo Morel—. Pesa mucho, y si van a buscarlo nunca llegará el momento de empezar.
M
orel extendió los brazos y dijo con voz entrecortada:
—Debo hacerles una declaración.
Sonrió nerviosamente:
—No es grave. Para no cometer inexactitudes, he decidido leer. Por favor, escuchen:
(Empezó a leer las páginas amarillas que inserto en la carpeta. Hoy a la mañana, cuando me escapé del museo, estaban sobre la mesa; las tomé de ahí.)
[4]
»Tendrán que disculparme esta escena, primero fastidiosa, después terrible. La olvidaremos. Esto, asociado a la buena semana que hemos vivido, atenuará su importancia.
«Había resuelto no decirles nada. No hubieran pasado por una inquietud muy natural. Yo habría dispuesto de todos, hasta el último instante, sin rebeliones. Pero, como son amigos, tienen derecho a saber.»
En silencio movía los ojos, sonreía, temblaba; después siguió con ímpetu:
«Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente nuestra vida en estos siete días. Nosotros representamos. Todos nuestros actos han quedado grabados».
—¡Qué impudor! —gritó un hombre de bigotes negros y dientes para afuera.
—Espero que sea broma —dijo Dora. Faustine no sonreía. Parecía indignada.
»Podría haberles dicho, al llegar: Viviremos para la eternidad. Tal vez lo hubiéramos arruinado todo, forzándonos para mantener una continua alegría. Pensé: cualquier semana que nosotros pasemos juntos, si no sentimos la obligación de ocupar bien el tiempo, será agradable. ¿No fue así?
»Entonces les he dado una eternidad agradable.
«Por cierto que las obras de los hombres no son perfectas. Aquí faltan algunos amigos. Claude se ha disculpado: trabaja la hipótesis, en forma de novela y de cartilla teológica, de un desacuerdo entre Dios y el individuo; hipótesis que le parece eficaz para hacerlo inmortal y que no quiere interrumpir. Madeleine hace dos años que no va a la montaña; teme por la salud. Leclerc se comprometió con los Davies para ir a Florida.»
Agregó:
—El pobre Charlie, es claro…
Por el tono de estas palabras, más señalado en
pobre
, por la solemnidad muda, con algunos cambios de postura y movimientos de sillas, que hubo en seguida, inferí que ese Charlie era un muerto; con más precisión: un muerto reciente.
Morel dijo después, como queriendo aliviar al auditorio:
—Pero lo tengo. Si alguno quiere verlo, puedo mostrárselo. Fue uno de mis primeros ensayos con buen resultado.
Se detuvo. Me parece que advirtió el nuevo cambio en la sala (en el primero había pasado de un aburrimiento afable a la pesadumbre, con ligera reprobación por el mal gusto de traer un muerto a la mitad de una broma; ahora estaba perpleja, casi horrorizada).
Volvió a los papeles amarillos, con precipitación.
«Mi cerebro ha tenido, desde hace mucho tiempo, dos ocupaciones primordiales: pensar mis inventos y pensar en…» Se restableció, decididamente, la simpatía entre Morel y la sala. «Por ejemplo, corto las páginas de un libro, paseo, cargo mi pipa, y estoy imaginando una vida feliz, con…»
Cada interrupción provocaba una salva de aplausos.
»Cuando completé el invento se me ocurrió, primero como un simple tema para la imaginación, después como un increíble proyecto, dar perpetua realidad a mi fantasía sentimental…
»Creerme superior y la convicción de que es más fácil enamorar a una mujer que fabricar cielos, me aconsejaron obrar espontáneamente. Las esperanzas de enamorarla han quedado lejos; ya no tengo su confiada amistad; ya no tengo el sostén, el ánimo para encarar la vida.
«Convenía seguir una táctica. Trazar planes» (Morel cambió de tono, como queriendo cortar la gravedad que habían traído sus palabras.) En los primeros, o la convencía de venirnos solos (imposible: no la he visto sola desde que le confesé mi pasión) o la raptaba (habríamos estado peleando eternamente). Nótese que, por esta vez, no cabe exageración en la palabra «
eternamente
». Alteró mucho este párrafo. Dijo —me parece— que había pensado raptarla, y ensayó algunas bromas.
«Ahora les explicaré mi invento.»
H
asta aquí un discurso repugnante y desordenado. Morel, mundano hombre de ciencia, cuando deja los sentimientos y entra en su valija de cables viejos, logra mayor precisión; su literatura continúa desagradable, rica en palabras técnicas y buscando en vano cierto impulso oratorio, pero es más clara. Juzgue el lector:
»¿Cuál es la función de la radiotelefonía? Suprimir, en cuanto al oído, una ausencia espacial: valiéndonos de transmisores y receptores podemos reunirnos en una conversación con Madeleine, en este cuarto, y aunque ella esté a más de veinte mil kilómetros, en las afueras de Quebec. La televisión consigue lo mismo, en cuanto a la vista. Alcanzar vibraciones más rápidas, más lentas, será extenderse a los otros sentidos; a todos los otros sentidos.