La ira de los ángeles

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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

BOOK: La ira de los ángeles
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Nacida una década después de la aparición de los zombis, Temple ha pasado sus quince años de vida entre esas criaturas; sabe cómo evitarlas y defenderse de sus mordiscos. Pero, por encima de todo, sabe que algunos hombres pueden resultar mucho más temibles que cualquier horda de muertos vivientes. Tras pasar unas semanas escondida en un islote, la muchacha es adoptada por una de las comunidades humanas que siguen subsistiendo a lo largo de Estados Unidos. Pero una noche, mientras se resiste a ser violada, asesina a uno de sus miembros y se ve obligada a huir con Moses, el vengativo hermano del difunto, siguiendo sus pasos. Con esta hermosa y perturbadora novela, Alden Bell nos sumerge en un mundo de pesadilla, pero también de belleza. A través de su inolvidable heroína seremos testigos de los pequeños milagros del apocalipsis y descubriremos que no hay peor infierno que el que uno mismo lleva a cuestas.

Alden Bell

La ira de los ángeles

ePUB v1.0

AlexAinhoa
30.08.12

Título original:
The reapers are the angels

Alden Bell, 11/2011.

Traducción: Adolfo Muñoz García

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.0

Para Megan

«Todo matrimonio tiende a constar de un aristócrata y un plebeyo.»>

John Updike,Parejas

Me compadezco del hombre que puede viajar de una punta a otra,

y lamentar: “Todo es estéril…”. Y lo es. Y así es el mundo entero para el que no

cultiva los frutos que le ofrece.»

Laurence Sterne,Viaje sentimental

«A veces es mejor estar muerto.»

Cementerio de animales

Primera Parte
1

Dios es un dios mañoso. Temple lo sabe, y lo sabe por todos los alucinantes milagros que aún pueden verse en este ruinoso mundo.

Como esos peces que brillaban en el bajío como luces de discoteca. Eso fue un punto, una maravilla sin parangón con ninguna otra cosa que hubiera presenciado nunca. Era noche cerrada cuando los vio, aunque la luna brillaba tanto que proyectaba macizas sombras por toda la isla. Brillaba tanto que casi había más luz que en pleno día, y podía verlo todo más claro, como si el Sol fuera un asesino de la verdad, como si sus ojos fueran ojos nocturnos. Dejó el faro y bajó a la playa para contemplar la luna pura y limpia, y se quedó allí en el bajío, dejando que se le hundieran los pies en la arena mientras las olas que golpeaban en la orilla le hacían cosquillas en los tobillos. Y fue entonces cuando lo vio: un banco de pececitos diminutos que corrían a su alrededor como canicas en el círculo de tiza, y que brillaban con una luz eléctrica, que parecía principalmente plateada pero también tenía algo de dorado y de rosa. Se le acercaron a danzar en torno a sus tobillos, y ella notaba sus eléctricos cuerpecitos de pez, y era como si estuviera bajo la luna, pero al mismo tiempo en la luna. Y eso era algo que no había experimentado nunca. Llevaba alrededor de década y media rondando por el planeta Tierra, pero eso no lo había visto nunca.

Y siempre se puede decir que el mundo va derechito a la perdición, y que la estirpe de Caín domina a los buenos y los justos, pero lo que sabe Temple es esto: no importa en qué infierno se convierta el mundo, ni qué males haya perpetrado ella misma, ni qué serie de malditos infortunios la hayan llevado a esa isla para refugiarse del orden de la humanidad, porque, a fin de cuentas, todas esas cosas son las que la pusieron allí esa noche, en medio de aquella luna que daba una luz más propia del día, y en medio del milagro de los peces, y de no ser así no lo hubiera visto.

Ya veis, Dios es un dios mañoso. Hace así las cosas para que uno no se pierda nada de lo que tiene que ver por uno mismo.

Duerme en un faro abandonado, en lo alto de un acantilado. En la base del faro hay una habitación circular donde cocina pescado en una cazuela de hierro ennegrecido. La primera noche que pasó allí descubrió en el suelo una trampilla que daba a un frío y húmedo sótano. En él encontró velas, anzuelos, un botiquín, una pistola lanzabengalas con una caja de bengalas oxidadas. Probó una, pero estaba momificada.

Por las mañanas rebusca nueces entre la maleza y revisa las redes por si hay peces en ellas. Deja las zapatillas en el faro, pues le gusta el contacto de la arena caliente en las plantas de los pies, y de la hierba de la playa de Florida entre los dedos. Las palmeras son como arbustos tendidos en el aire, y su fronda muerta y quebradiza es como una falda de huesos que rodea al alto tronco y que traquetean al golpetear unos con otros bajo la brisa.

Cada día al mediodía, sube por la escalera de caracol hasta la cumbre del faro, deteniéndose en la mitad del recorrido, en el rellano, para recuperar el aliento y sentir en el rostro el sol que penetra por la sucia ventana. Al llegar arriba del todo, da una vuelta por la pasarela, observando el inacabable mar y mirando después hacia la cúspide rocosa de la costa del sombrío continente. A veces se detiene a contemplar el invertido hemisferio de luz, ese instrumento óptico ciego, como un caldero volcado y recubierto de mil espejos cuadrados.

Puede ver en él su reflejo, claro y multifacético: toda una multitud de sí misma.

Por las tardes repasa las revistas no podridas que encontró forrando unas cajas de keroseno. Las palabras no significan nada para ella, pero las fotos sí le gustan. Evocan lugares en los que nunca ha estado; multitudes de personas bien vestidas que reciben a alguien que llega en un largo coche negro; personas vestidas de blanco que se reclinan en el sofá de su casa, donde no hay sangre incrustada en las paredes; mujeres en ropa interior contra un fondo de blanco perfecto. Un cielo abstracto es ese blanco. ¿Dónde podría hallarse un blanco como ése? Si a ella le dieran toda la pintura blanca que hubiera quedado en el mundo, ¿iba a librarse algo de su brocha? Temple cierra los ojos y piensa en ello.

De noche puede hacer frío. Temple no deja que el fuego se apague, se aprieta la cazadora militar alrededor del torso, y escucha el viento del océano, que silba con fuerza por la hueca flauta de su alto hogar.

Un milagro, o tal vez un augurio, pues a la mañana que sigue a la noche de los peces luminosos, Temple encuentra el cuerpo en la playa. Lo descubre durante la ronda matutina por la isla que hace para revisar las redes. Lo encuentra en la punta norte de la lágrima que traza el continente junto al bajío.

Al principio es sólo una forma negra recortada contra la blanca arena, y la examina desde cierta distancia, la mide poniendo los dedos delante del ojo.

Demasiado pequeño para ser una persona, a menos que esté doblada o semienterrada. Eso podría ser.

Mira a su alrededor. Al soplar por entre la hierba, sobre la orilla, el viento emite un sonido tranquilizador.

Se sienta, estudia la cosa, y espera a ver algún movimiento.

El bajío es hoy más grande. Se va haciendo más grande cada vez. El día que llegó, la isla parecía muy lejos del continente. Llegó nadando, utilizando una nevera de camping vacía, de color rojo y blanco, para mantenerse a flote en las corrientes. Eso fue hace meses. Desde entonces la isla ha ido creciendo, pues la temporada retira el agua un poco más cada noche, aproximando la isla al continente. Hay una lengua de arrecifes rocosos que se extiende desde la orilla del continente hacia la isla, y hay grandes áreas de prominente coral que desde la isla se dirigen a su encuentro. Como los dedos de Dios y de Adán. Y cada día se acercan un poco más, conforme se retira el agua y el bajío se hace aún menos hondo.

Pero la isla aún parece segura. Las olas que rompen contra los arrecifes son violentas y atronadoras, y nadie puede atravesar el bajío sin despeñarse en las rocas. Al menos por el momento.

El cuerpo no se mueve, así que Temple se pone en pie y se acerca con cuidado.

Se trata de un hombre enterrado cabeza abajo en la arena. El faldón de su camisa de franela se agita al viento. Hay algo en la manera en que tiene puestas las piernas, con una de las rodillas levantada hasta la parte inferior de la espalda, que parece indicar que tiene la espalda rota. Tiene el pelo lleno de arena, y sus uñas están rasgadas y azules.

Vuelve a mirar a su alrededor. A continuación levanta el pie y empuja la espalda del hombre con un dedo del pie. No sucede nada, así que vuelve a empujar, esta vez con más fuerza.

Entonces el hombre empieza a retorcerse.

De su garganta salen unos sonidos apagados, gruñidos diversos emitidos con esfuerzo, en los que hay más frustración y patetismo que sufrimiento o dolor. Los brazos empiezan a barrer la arena, como un ángel batiendo las alas. Un movimiento de tensión y contorsión recorre los músculos de su cuerpo. Parece un juguete estropeado que ha quedado enganchado en una repetición mecánica, incapaz de funcionar bien.

—Pellejo —dice ella en voz alta.

Una de las manos la agarra del tobillo, pero ella se la sacude.

Se sienta a su lado, se echa hacia atrás un poco, apoyándose en las manos, coloca los pies contra el torso del hombre y empuja el cuerpo de tal manera que le da la vuelta y lo deja situado boca arriba. En la arena ha quedado una huella húmeda y quebrada.

El hombre sigue moviendo un brazo, pero el otro ha quedado bajo la espalda. Temple permanece en aquel lado y se arrodilla sobre el rostro descubierto.

Le falta la totalidad de la mandíbula, junto con uno de los ojos. La cara está ennegrecida, ampollada, rasgada. En el pómulo, un trozo de piel se ha corrido hacia atrás, con un pegote de arena húmeda, dejando al descubierto el blanco amarillento del hueso y el cartílago. El espacio donde estaba el ojo es ahora una blanda viscosidad mezclada con sangre, como huevos revueltos con salsa de tomate. De la nariz le sale un alga, lo que le proporciona un aspecto casi cómico, como si alguien hubiera querido hacer una gracia con él.

Pero su rostro está deformado por la mandíbula que falta. Incluso las cosas repulsivas pueden contemplarse si hay simetría en ellas. Pero con la mandíbula desaparecida, la cara adquiere una forma cuadrada y el cuello exhibe un aspecto absurdamente equino.

Temple mueve los dedos hacia delante y hacia atrás delante del único ojo que le queda, y el ojo gira en la cuenca, tratando de seguir el movimiento pero incapaz de enfocar. A continuación baja los dedos hacia donde debería estar la boca. El hombre conserva los dientes de arriba, rotos y quebradizos, pero debajo no tiene nada contra lo que pueda morder. Cuando pone allí los dedos, ve detrás de los dientes los tendones que chasquean al encogerse en forma de radios. Donde tendría que estar la mandíbula le sobresalen unos huesos de color leche y unos ligamentos amarillos, como gomas, que se tensan y relajan, se tensan y relajan, intentando masticar.

—¿Qué quieres hacer, morderme? —pregunta ella—. Me parece que sus días de morder se han acabado, señor mío.

Retira la mano de su rostro y se sienta, sin dejar de observarlo.

Él consigue volver la cabeza hacia ella sin dejar de retorcerse.

—Deja de pelear contra ti mismo —dice ella—. Tienes la espalda rota. No vas a ir a ninguna parte. Esto no es más que el fin de tus días.

Suspira y echa un vistazo a la distancia, por encima del bajío rocoso, hasta el ancho y llano continente.

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