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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (13 page)

BOOK: La Ira De Los Justos
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Stan hizo gala de toda su fuerza de voluntad para impedir que sus vecinos se marchasen, pero aquello no era tan sencillo como convencerlos de que las carrozas de la Feria de la Calabaza del Condado debían medir seis pies más. El pánico había bloqueado cualquier atisbo de racionalidad. Argumentó, razonó, rogó y maldijo, pero la mayor parte de la gente, asustada y temiendo la inminente llegada de los No Muertos, simplemente le decía «lo siento mucho, Stan, de veras, pero es que…» y se subía a sus coches sin mirar atrás.

Hasta que el destino puso en su camino a aquel predicador medio chiflado, que debajo de una carpa mal montada se desgañitaba al borde de la carretera. Y entonces Stan tuvo una idea.

El hombre de la carpa tenía pinta de ser uno de esos predicadores ambulantes que tanto abundaban en la zona, que vivían de la caridad, los donativos y, sospechaba, de los falsos milagros. En aquel momento estaba aullando algo acerca del Fin de los Días (un argumento bastante común en el Manual del Predicador, por otra parte), pero lo realmente interesante era lo que añadía a continuación. Gulfport. Gulfport era seguro. De hecho, era el único sitio seguro en miles de kilómetros a la redonda.

Gulfport. SU ciudad.

Así que, sin pensarlo, se subió a la roñosa tarima del predicador y le extendió la mano.

—Buenas tardes, reverendo —dijo mostrando su sonrisa de tiburón, que tantos negocios inmobiliarios le había ayudado a cerrar—. Soy Stan Morgan, el alcalde de Gulfport, y creo que Dios le ha puesto en mi camino.

Menos de dos horas después, la pequeña tienda mal montada del reverendo Greene había desaparecido y en su lugar se levantaba una enorme y moderna carpa con capacidad para más de cuatrocientas personas, de la que los empleados de Stan habían retirado apresuradamente los carteles de Promociones Inmobiliarias Morgan. Bajo ella, con un equipo de sonido que podía competir con el del estadio local de los Gulfport Merlins (de hecho
era
el equipo de sonido de los Merlins) el reverendo Greene, con Stan Morgan a su lado, hacía que fuese imposible avanzar por la interestatal sin fijarse en él.

La combinación del magnético discurso de Greene, junto con la impresionante figura de Stan Morgan, un hombre conocido por todos sus vecinos, hizo que los vehículos empezasen a detenerse; primero un par de coches, más tarde tres o cuatro camionetas y, en poco menos de media hora, una pequeña multitud se congregaba bajo la carpa, donde Greene se desgañitaba anunciando que Gulfport era el único lugar seguro de todo Mississippi. El ser humano, como bien sabía Stan, es de naturaleza gregaria. Tiende a hacer lo que hace la mayoría. Y al ver a aquella muchedumbre detenida bajo la carpa plantada en el arcén de la carretera, los vecinos de Gulfport comenzaron a hacer exactamente eso. Detenerse y escuchar.

Stan aprovechaba la ocasión para circular entre sus vecinos, a los que las palabras de Greene parecían hacerles el mismo efecto que una caricia suave en el lomo de un perro aterrorizado. Súbitamente, la histeria colectiva se fue apaciguando, y los que antes no eran capaces de ver más allá de la huida hacia el Punto Seguro de Biloxi, de repente estaban en disposición de escuchar de nuevo a Stan.

—Es un hombre santo —susurraba Stan, mientras apretaba manos y repartía palmadas en la espalda—. Ha atravesado más de tres estados en esa maldita furgoneta, rodeado de millones de esos seres, y no ha sufrido ni un rasguño. Realmente tiene que estar bendito por el Señor.

Y la gente, asustada, comenzó a mirar al reverendo con otros ojos mientras bebían literalmente sus palabras. Después de semanas de intenso terror, en las que las únicas noticias que llegaban eran de muerte, devastación y de aquella misteriosa plaga de No Muertos acercándose, el verbo incendiario de Greene hablando de salvación y seguridad en su propia casa era música para sus oídos.

Y así, por primera vez en casi cuarenta años, gracias al Apocalipsis, el reverendo Josiah Greene se encontró ante una congregación dispuesta a escucharle con fervor.

Y durante muchos meses fue feliz.

Hasta que esa mañana, justo cuando el
Ithaca
entraba en el puerto, en medio de un estruendo de sirenas enloquecidas, su rodilla comenzó a latir de nuevo. Muy débilmente, es cierto, pero aquel latido era inconfundible.

Y de repente, el reverendo Greene sintió miedo.

13

—¡Lucía! ¡Viktor! ¡Venid a ver esto! ¡No me lo puedo creer!

Cuando el
Ithaca
entró en el puerto de Gulfport, no pude contener un grito de asombro. El barco navegaba muy lentamente por el canal de entrada a la dársena arrastrado por un par de pequeños remolcadores que respiraban fatigosamente enormes bocanadas de humo mientras tiraban del coloso hacia su amarradero definitivo. De cada uno de los barcos salían enormes chorros de agua hacia los lados, celebrando la llegada del petrolero. En las orillas, la gente se agolpaba, saludando y agitando los brazos, mientras que por el bulevar una caravana de coches circulaba con gente asomándose por las ventanillas y haciendo sonar sus cláxones. Daba la sensación de que la locura se había adueñado de aquella tranquila ciudad.

Y no es para menos
, pensé. Con todo el petróleo que llevaba el
Ithaca
dentro de sus bodegas, la población tendría combustible suficiente para aguantar al menos un año más. O quizá un poco menos, sobre todo si seguían usando aquellos enormes Hummer negros, que tenían aspecto de consumir combustible a cubos. Precisamente una caravana de seis vehículos de ese tipo se acercaba a toda velocidad hacia el muelle, con un coche patrulla abriéndole camino entre la multitud alborozada que se agolpaba en el paseo. Con inquietud, observé que los dos últimos vehículos eran la versión militar del Hummer, sin puertas y que escoltaban un clásico autobús escolar americano. Dentro de cada uno de los Hummer se apelotonaba un grupo de hombres armados con fusiles de asalto y con un brazalete verde alrededor de su brazo derecho.

—Misión cumplida —dijo el capitán Birley con satisfacción, mientras observaba el muelle y encendía su pipa—. Gracias a la bendición de Dios Nuestro Señor Todopoderoso hemos atravesado medio mundo y hemos vuelto a casa sin sufrir un rasguño. Bendito sea el reverendo Greene y bendita sea esta nave, ¿no cree?

Estuve a punto de responderle que la media docena de hombres que habían muerto en el puerto de Luba y los otros cuatro que en aquel momento ya eran pasto de los peces en el fondo del océano posiblemente no estuviesen de acuerdo con su definición de «volver sin un rasguño», pero me mordí la lengua. La cautela nos había mantenido vivos hasta ese momento y me parecía la política más prudente.

—¿Quién viene en esa caravana? —preguntó Lucía, mientras señalaba a la columna de vehículos que ya se había detenido al pie del muelle donde íbamos a atracar—. ¿Es el reverendo Greene?

—Oh, no —bufó Birley—. Es la Guardia Verde del reverendo. Son los encargados de mantener la paz y el orden del Señor en la ciudad. Vienen hasta el
Ithaca
para llevarse a esa chusma que se apelotona en la proa. Y créame, señorita, en el momento en el que el último de esos chicanos apestosos abandone mi barco me sentiré mucho mejor.

—¡Oiga, no hable así de esa gente! —La voz de Lucía vibraba con una nota de cólera que me sorprendió—. Esa gente se jugó la vida para poder llenar de petróleo su maldito barco. Sin ellos su viaje habría sido un completo fracaso. Además, ¿qué diablos importa si son chicanos, negros o esquimales? Esos comentarios son asquerosos.

El capitán Birley se quedó contemplando a Lucía durante un largo rato. La expresión de sus ojos era amenazadora; observaba a la chica como si no la hubiese visto hasta entonces y se hubiese materializado por arte de magia en el puente de su barco. Cuando habló lo hizo arrastrando las palabras y con un tono gélido en su voz.

—Controle lo que dice, jovencita. Sería una pena tener que darle una zurra a una muchachita tan encantadora como usted. Es usted mujer, y evidentemente no sabe lo que dice, pero los hombres que están a su cargo deberían tenerla más educada, si me permite la observación.

—Pero ¿quién te has creído que eres, pedazo de gilipollas? —La ira de Lucía explotó, incontrolable. Afortunadamente, estaba tan enfadada que sus insultos eran en español, idioma que Birley desconocía—. ¡Racista estirado de los cojones, soplapollas, animal, machista!

—Lucía, contrólate —susurré en su oído, mientras la sujetaba. Si no lo hubiese hecho no me cabe la menor duda de que habría saltado sobre Birley y le habría sacado los ojos con sus propias manos.

—¿Has oído lo que me ha dicho? ¿Has oído lo que ha dicho de esa gente? ¡Si ésa es su forma de pensar, este tipo es un enfermo retorcido! —Lucía se debatía en mis brazos, tratando de soltarse.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, pero escúchame. ¡Escúchame! No sé de qué diablos va esta gente, y está claro que si el color de tu piel no es blanco tienes todas las papeletas para acabar como carne de cañón —le dije, mientras le sujetaba la cabeza para que me mirase a los ojos—. Pero esta gente es la que nos ha salvado, estamos lejos de cualquier sitio que podamos llamar hogar y nuestras vidas dependen de su voluntad. Así que, por favor, trata de disimular un poco y discúlpate con el capitán.

Lucía escupió un bufido de furia y se zafó de mis brazos. Encolerizada, se alejó a grandes zancadas hacia el otro extremo del puente, cruzándose con un sorprendido Pritchenko que se la quedó mirando, atónito.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el ucraniano—. Parecía un tigre siberiano cabreado.

—Créeme, Viktor, un tigre siberiano es un gatito comparado con Lucía en este momento. —Me giré hacia Birley, que había contemplado toda la escena en silencio y me disculpé—. Perdone la reacción de Lucía, capitán Birley. Es una chica joven, e impulsiva, y además creo que no se siente demasiado bien.

—Oh, no se preocupe, joven amigo —dijo Birley, haciendo un gesto con la mano como para quitarle importancia al asunto—. Al fin y al cabo tan sólo es una mujer. Su opinión no tiene mayor importancia, y además todo el mundo sabe que el carácter femenino es muy variable, sobre todo si está en «esos días». ¿No es cierto? Átela corto, amigo, átela corto, hágame caso.

Birley remató su frase con una carcajada mientras me palmeaba la espalda. Yo sonreí, aliviado al ver que el conato de enfrentamiento se había abortado. Viviríamos para ver un día más.

Pero no pude evitar sentirme sucio y miserable.

Mientras tanto, el
Ithaca
ya se había arrumbado al muelle y con unos enormes cabos del grosor de la cintura de un hombre lo sujetaron firmemente a los norays de la terminal. Un grupo de operarios tendió dos pasarelas a tierra, una a popa y otra a proa. El autobús escolar y los dos Hummer militares se detuvieron frente a la escalera de proa. Parte del grupo de hombres que iban a bordo de los Hummer descendió y formó un perímetro alrededor de los vehículos. Mientras tanto, otro grupo subió a bordo del
Ithaca
y con gritos secos, maldiciones y patadas obligó a formar en una compacta piña a los soldados de la proa. Resultaba sorprendente ver cómo aquellos hombres, que se habían batido con tanto valor y arrojo en el puerto de Luba, se comportaban de repente como un grupo de ovejas asustadas.

O más bien resignadas. En medio del grupo sobresalía el gigantón negro que había capitaneado el asalto, e incluso desde allí pude distinguir la ira brillando en sus ojos. Si las miradas matasen, al menos media docena de los tipos del brazalete verde hubiesen caído desplomados allí mismo. Sin embargo se limitaba simplemente a eso, a mirar. Cuando los hombres de brazaletes verdes comenzaron a arrearlos hacia la pasarela, agachó la cabeza como los demás y se unió al grupo que marchaba.

Una vez en tierra, uno de los guardias verdes deslizaba un detector de metales por todo su cuerpo, sin duda para cerciorarse de que no llevaban ningún arma oculta entre las ropas. Otro de los guardias les pasaba un botellín de agua y un tercero punteaba una lista a medida que iban subiendo al autobús.

—¿Tú entiendes algo, Viktor?

—No tengo ni idea —contestó mi amigo—. Pero si de algo estoy seguro es de que esos mexicanos serían capaces de hacer picadillo a los guardias en menos tiempo que tardo en decirlo. Y sin embargo, ahí los tienes, como ovejas camino del matadero.

—Es sorprendente, ¿no es cierto? —La voz de Strangärd, el oficial sueco, sonó de golpe a nuestras espaldas, sobresaltándonos, o al menos a mí. Dudaba mucho de que Viktor no se hubiese dado cuenta de que se había acercado alguien por detrás. El ucraniano tenía ojos en la espalda.

—¿Quién es esa gente? —preguntó Viktor, con voz seca, señalando a los guardias verdes.

—¿Ésos? —Strangärd miró discretamente a ambos lados, para cerciorarse de que nadie más nos escuchaba antes de seguir hablando—. Son chusma. Escoria. Mala gente. Ex presidiarios, casi todos ellos. Si quieren un consejo, procuren no cruzarse en su camino. Y si por desgracia lo hacen, intenten no cabrearlos demasiado. Golpean primero y preguntan después. Pero son la autoridad aquí. O mejor dicho, son el ejército privado del reverendo, y cumplen fielmente sus órdenes. Además, la mayor parte de la población de Gulfport los adora. Sienten que son ellos los que les permiten vivir en paz y seguridad.

Asentí como si comprendiese, aunque aquello no tenía ningún sentido para mí. Observé detenidamente a aquellos hombres. Todos ellos eran corpulentos, con el tipo de musculatura que delata muchas horas levantando pesas. La mayoría vestían pantalones militares y llevaban camisetas blancas de asas, con el fajín verde envolviéndoles uno de los bíceps. Todos iban rapados, y unos cuantos lucían unas barbas recortadas de aspecto siniestro.

—Parece que el tatuador les ha hecho precio de grupo —comentó Pritchenko, sarcástico, mientras señalaba discretamente a los más cercanos. No había ni uno solo de ellos que no llevase alguna parte de su cuerpo cubierto de tatuajes. Cruces gamadas se alternaban con telarañas, calaveras e inscripciones en letras góticas. Uno de ellos incluso llevaba la leyenda «White Pride» tatuada en la parte de atrás de su cabeza. Un escalofrío recorrió mi espalda.

Orgullo Blanco. Aquellos tipos armados del brazalete verde eran de la Nación Aria. Los supremacistas blancos del fondo del pozo social de América. La Nación Aria, un grupo racista que hacía que el Ku Klux Klan pareciese el Club de la Tolerancia. Estaban implicados en extorsión, narcotráfico, asesinatos y tráfico de armas. Ni una sola cárcel del sistema federal de prisiones estadounidense se libraba de su grupo de la Nación Aria. Y resulta que en Gulfport eran la ley. Aquello cada vez pintaba peor.

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