La isla de las tormentas (38 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

BOOK: La isla de las tormentas
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Entonces, ¿por qué no quería matar a Lucy?

Decidió que el sentimiento se equiparaba al que le hizo informar de tal modo que la Luftwaffe no destruyera la catedral de San Pablo: un imperativo que le empujaba a proteger lo hermoso. Ella era una creación notable, tan llena de encanto y sutileza como un objeto de arte. Faber podía pactar consigo mismo como asesino, pero no como iconoclasta. Cuando tuvo en claro ese pensamiento, se le ocurrió que en realidad ésa era una manera particular de ser. Pero no cabía duda de que los espías eran seres muy particulares.

Recordó a algunos de los espías que habían sido reclutados por el Abwehr en la misma época que él: Otto, el gigante nórdico, que hacía delicadas esculturas de papel, al estilo japonés, y que además odiaba las mujeres. Friedrich, el pequeño genio matemático, suspicaz, que se sobresaltaba ante las sombras y sufría depresiones de cinco días cuando perdía una partida de ajedrez; Helmut, que se deleitaba leyendo libros sobre la esclavitud en América del Norte y que pronto entró en la SS… todos eran diferentes y peculiares. Si entre ellos tenían algo en común, él no sabía de qué se trataba.

Cada vez parecía conducir más despacio, y la lluvia y la niebla se volvían más impenetrables. Comenzó a preocuparle el borde del acantilado a su mano izquierda. Se sentía ardiendo, al mismo tiempo sufría escalofríos. Advirtió que había estado hablando en voz alta sobre Otto y Friedrich y Helmut, y reconoció los síntomas del delirio. Se esforzó por no pensar en nada más que mantener el jeep en la huella. El silbido del viento se convertía en una especie de ritmo que se volvía hipnótico. En un momento dado se encontró parado, mirando en dirección del mar. Y no tenía idea de cuánto tiempo llevaba en esa actitud.

Al parecer habían pasado horas cuando divisó la cabaña de Lucy. Enfiló hacia ella pensando: «Debo acordarme de frenar antes de chocar contra la pared.» Había una silueta de pie en la puerta, mirando hacia él a través de la lluvia. Debía mantener su lucidez como para poder decirle una mentira. Tenía que acordarse, tenía que acordarse…

Ya caía la tarde cuando el jeep volvió. Lucy estaba preocupada por lo que les habría sucedido a los hombres, y al mismo tiempo disgustada porque no volvían para el almuerzo que les había preparado. A medida que pasaba el tiempo, se pegaba más y más a los cristales de las ventanas, aguardando su llegada.

Cuando divisó el jeep que bajaba por la cuesta hacia la casa, supo que algo había pasado, pues venía muy despacio y zigzagueando, y adentro sólo venía una persona. Cuando estuvo más cerca, advirtió que el frente estaba retorcido y el faro destrozado.

—¡Oh, Dios!

El vehículo tironeó y se detuvo de golpe ante la casa, y vio que el que estaba dentro era Henry. Él no hizo ningún movimiento para bajar. Lucy corrió bajo la lluvia y abrió la puerta del lado del conductor.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?

La mano se le deslizó del freno, y el jeep se desplazó hacia delante. Lucy se inclinó por encima de él y llevó la palanca a punto muerto.

—Dejé a David en la cabaña de Tom… choqué al volver… —las palabras parecían costarle gran esfuerzo.

Ahora que sabía lo que había sucedido, el pánico de Lucy se calmó.

—Ven adentro —dijo con determinación. El imperativo de su voz le llegó. Se volvió hacia ella, puso el pie sobre la plataforma del guardabarro para bajar, pero se desplomó al suelo. Lucy vio que tenía el tobillo hinchado como una pelota.

Le pasó las manos por debajo de los sobacos y le ayudó a ponerse de pie.

—Pon el peso del cuerpo sobre el otro pie y apóyate en mí —ella le puso el brazo derecho en torno a su cuello y casi le arrastró adentro.

Jo miraba con los ojos abiertos de par en par mientras ella ayudaba a Henry a entrar en la casa y le depositaba en el sofá. Él se echó hacia atrás con los ojos cerrados. Sus ropas estaban mojadas y embarradas.

—Jo, vete arriba y ponte tu pijama, por favor —dijo Lucy.

—Pero yo quiero mi cuento. ¿Está muerto?

—No, no está muerto. Ha chocado con el jeep, y esta noche no te contaré un cuento. Vamos, ve arriba.

El niño hizo un gesto de fastidio y Lucy le miró amenazadora. Entonces se fue.

Lucy tomó unas tijeras grandes de su costurero y cortó las ropas de Henry. Primero la chaqueta, luego el overall, después la camisa. Frunció el ceño azorada cuando vio el estilete envainado en su antebrazo izquierdo; pensó que era alguna herramienta especial para limpiar peces, o algo así. Cuando trató de quitárselo, él le apartó la mano. Ella se encogió de hombros y se puso a quitarle las botas. La izquierda salió con facilidad, también; pero él lanzó un quejido de dolor cuando le tocó la derecha.

—Debo quitártela —le dijo—. Debes ser valiente.

Una especie de extraña sonrisa se le dibujó en el rostro, y asintió. Ella le cortó los cordones y con firmeza, pero suavemente, agarró la bota con las dos manos y tiró. Esta vez él se mantuvo callado. Cortó el calcetín y también se lo quitó.

—Está en calzoncillos —exclamó Jo entrando.

—Tiene toda la ropa mojada —besó al niño para que fuera a dormir—. Vete solo a la cama. Después te arreglaré las mantas.

—Entonces besa al osito.

—Hasta mañana, osito.

Jo se fue. Lucy miró otra vez a Henry. Tenía los ojos abiertos y le sonreía. Dijo:

—Entonces besa a Henry.

Ella se inclinó y le besó la cara maltrecha. Luego, cuidadosamente, le quitó la ropa interior.

El calor del fuego pronto le secaría la piel desnuda. Ella fue a la cocina, llenó una vasija con agua tibia y le echó un poco de antiséptico para lavarle las heridas. Encontró un paquete de algodón y volvió a la sala.

—Ésta es la segunda vez que llegas al umbral medio muerto —dijo ella mientras comenzaba la tarea.

—La consigna habitual —dijo Henry. Las palabras le brotaron súbitamente.

—¿Qué?

—Esperar en Calais un ejército fantasma…

—Henry, ¿de qué estás hablando?

—Todos los viernes y los lunes…

Finalmente ella se dio cuenta de que deliraba.

—No trates de hablar —le dijo levantándole la cabeza levemente para quitarle la sangre coagulada en torno al chichón.

De pronto él se irguió, la miró con ferocidad y dijo:

—¿Qué día es hoy? ¿Qué día es hoy?

—Es domingo, quédate tranquilo.

—Está bien.

Después de eso se calmó, y le permitió a ella que le sacara la vaina con el estilete. Ella le enjugó el rostro, le vendó el dedo que había perdido la uña y le puso pomada en el tobillo. Una vez terminada la tarea, se quedó mirándole un momento. Parecía dormido: Le tocó la larga cicatriz sobre el pecho y la marca en forma de estrella sobre la cadera, que supuso era una mancha de nacimiento.

Antes de tirar a un lado las ropas deshechas que le había quitado revisó bien los bolsillos. No era mucho lo que había: algo de dinero, sus documentos, una cartera de cuero y una cápsula para guardar una película. Puso todo junto en una pila sobre la repisa de la estufa, junto con su cuchillo de pescador. Tendría que ponerse alguna ropa de David.

Le dejó y fue arriba a ver a Jo. El niño estaba dormido, sobre su osito y con los brazos estirados. Le besó la mejilla con suavidad y le arregló las mantas. Luego salió y puso el jeep en el cobertizo.

Se preparó algo para beber en la cocina y luego se sentó mirando a Henry, deseando que despertara y volviera a hacerle el amor.

Cuando él despertó era casi medianoche. Abrió los ojos, por su cara pasaron varias expresiones que ya eran familiares para ella: primero el temor, luego una cautelosa inspección del lugar, y por último la distensión. Siguiendo un impulso, ella le preguntó:

—¿De qué tienes miedo, Henry?

—No sé qué quieres decir.

—Cuando despiertas siempre tienes cara de miedo.

—No sé —se encogió de hombros y el movimiento pareció causarle dolor—. Diablos, estoy molido.

—¿Quieres contarme qué pasó?

—Sí, si me das un trago de coñac.

Ella sacó el coñac del aparador.

—Puedes ponerte alguna ropa de David.

—Dentro de un momento… A menos que te sientas incómoda.

Ella le alargó la copa, sonriente.

—Me temo que me estoy divirtiendo.

—¿Qué ha pasado con mi ropa?

—Tuve que arrancártela cortándola. La he tirado. —Supongo que no habrás tirado mis papeles —sonrió, pero por debajo corría otra sensación.

—Ahí está todo sobre la repisa —señaló ella—. ¿El cuchillo es para limpiar los pescados o algo así?

Su mano derecha fue al encuentro de su brazo izquierdo, donde había estado la vaina.

—Sí, algo parecido —respondió. Pareció incómodo por un momento, luego se relajó con un poco de esfuerzo tomó un sorbo de bebida—. Me sienta bien.

—¿Y bien? —dijo ella pasado un momento.

—¿Y bien qué?

—¿Cómo te las arreglaste para perder a mi marido y estrellar el jeep?

—David decidió quedarse a pasar la noche en casa de Tom. Algunas ovejas tuvieron dificultades en un lugar que llaman The Gully…

—Sí, lo conozco.

—…y seis o siete estaban heridas. Están todas en la cocina de Tom; las están vendando mientras arman un escándalo terrible. De todos modos, David sugirió que yo volviera y te dijera que él se quedaría. Y no sé realmente cómo lo hice para chocar. No tengo práctica de manejo en ese tipo de coche, y no hay camino propiamente dicho. Choqué contra algo y patiné, y el jeep se fue de lado. Los detalles… —se encogió de hombros.

—Debes de haber venido a bastante velocidad. Cuando llegaste aquí, te hallabas en un estado miserable.

—Supongo que reboté dentro del jeep. Me golpeé la cabeza, torcí el tobillo…

—Perdiste una uña, te magullaste toda la cara, y casi pescas una pulmonía. Debes tener predisposición a los accidentes.

Él bajó las piernas al suelo, se puso de pie y fue hasta la repisa.

—Tu poder de recuperación es increíble —dijo ella. Él volvía a ajustarse el cuchillo al brazo.

—Nosotros, los pescadores, somos muy saludables. Me dijiste que me darías ropa.

Ella se levantó y se quedó muy cerca de él.

—¿Para qué necesitas ropa? Es hora de ir a la cama.

Él la abrazó, la apretó contra su cuerpo desnudo y la besó con fuerza. Ella le palmeó los muslos.

Pasado un momento, él se separó de ella, recogió sus cosas de la repisa, la cogió de la mano y luego, con paso inseguro, la condujo arriba, a la cama.

QUINTA PARTE
30

La ancha y blanca supercarretera serpenteaba a través del valle de Baviera en camino a la montaña. En el asiento trasero de cuero del «Mercedes» del comando, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt aún estaba abatido. Tenía sesenta y nueve años, sabía que era demasiado aficionado al champaña y no lo bastante adicto a Hitler. Su delgado rostro lúgubre reflejaba una carrera más larga y errática que cualquiera de los demás oficiales de Hitler. Había sido apartado del mando por caer en desgracia más veces de las que podía recordar, pero el Führer siempre le pedía que volviera.

A medida que el coche pasaba por la villa de Berchtesgaden, se preguntaba por qué volvía siempre que Hitler le perdonaba. El dinero no significaba nada para él; había alcanzado el rango más alto posible; las condecoraciones no tenían valor alguno en el Tercer Reich, y él creía que no era posible ganar honores en aquella guerra.

Rundstedt había sido el primero en llamar a Hitler el cabo de Bohemia. El pequeño hombre no sabía nada de la tradición militar alemana ni tampoco —pese a sus raptos de inspiración— de estrategia militar. De haber estado en sus manos, él no habría comenzado esta guerra, que era imposible de ganar. Rundstedt era el mejor de los soldados alemanes, y lo había demostrado en Polonia, Francia y Rusia, pero no creía en la victoria.

De todos modos, tampoco tenía nada que ver con el pequeño grupo de generales que, según él sabía, estaban conspirando para derrocar a Hitler. Hacía la vista gorda con respecto a ellos, pero el juramento de sangre del guerrero alemán el Fahneneid, era demasiado fuerte en él como para permitirle que se uniera a la conspiración. Y ése era el motivo —según suponía él— por el cual seguía al servicio del Tercer Reich. Estuviera o no en lo cierto, su país estaba en peligro y no le quedaba más alternativa que protegerlo. «Soy como un viejo soldado de Caballería —pensó—. Si me quedara en casa sentiría vergüenza.»

Estaba al mando de cinco ejércitos en el frente occidental; es decir que tenía a un millón y medio de hombres bajo sus órdenes. No eran tan fuertes como podrían parecer. Algunas divisiones eran casi hogares de descanso para inválidos del frente ruso, había carencia de armamento, y entre las restantes formaciones abundaban los proscritos de otras nacionalidades. Sin embargo, Rundstedt podría mantener a los aliados fuera de Francia siempre y cuando utilizara a sus fuerzas con astucia.

Aquel despliegue de tropas era el que ahora debía discutir con Hitler.

El automóvil subió la Kehlsteinstrasse hasta donde finalizaba el camino, ante una gran puerta de bronce junto al Kehlstein Mountain. Un SS de la guardia presionó un botón y la puerta se abrió con un zumbido; el coche penetró en un largo túnel de mármol iluminado por focos emplazados sobre pedestales de bronce. Al llegar al extremo del túnel el conductor detuvo la marcha y Rundstedt, tras bajar del automóvil, se dirigió al ascensor, donde se sentó en uno de los asientos de cuero hasta completar el ascenso al Adlehorst, el Nido de las Águilas.

En la antecámara, Rattenhuber recogió su pistola y le hizo esperar. Indiferente, él fijaba la vista en la porcelana de Hitler mientras repasaba las palabras que le diría.

Poco después, uno de los guardaespaldas rubio retornó para conducirle hasta la sala de reuniones.

El lugar le hizo pensar en un palacio del siglo xviii. Las paredes estaban cubiertas con óleos y tapices, y había un busto de Wagner y un enorme reloj rematado por un águila de bronce. La vista desde la amplia ventana era realmente asombrosa: se podían ver las montañas de Salzburgo y el pico del Untersberg, el monte donde, según la leyenda yacía el cuerpo del emperador Federico Barbarroja aguardando el momento para levantarse de su tumba y salvar a la patria. Dentro de la habitación, sentados en sillas especialmente incómodas, estaban Hitler y tres de los miembros de su estado mayor: el almirante Theodor Krancke, comandante de la Marina en el Oeste; el general Alfred Jodl, jefe del estado mayor, y el almirante Karl Jesko von Puttkamer, el ayuda de campo de Hitler.

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