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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (17 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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Tras un largo silencio, Goering habló el primero.

—Mi Führer, creo que usted sobrevalora a Churchill al atribuirle un ingenio similar al suyo.

Sus palabras aflojaron la tensión que reinaba en el lugar. Goering había dicho exactamente lo que había que decir, componiéndoselas para manifestar su desagrado dándole la forma de un cumplido. Los demás le hicieron coro, cada uno acentuando un poco más lo dicho. Los aliados eligirían el camino más corto en pro de la velocidad; la costa más cercana permitiría que los aviones se reabastecieran y retornaran en menos tiempo; el Sudeste era mejor plataforma de lanzamiento, con más estuarios y puertos; era improbable que todos los informes del Servicio de Inteligencia fueran erróneos.

Hitler escuchó durante media hora, luego levantó los brazos para que se hiciera silencio. Cogió un fajo de papeles amarillentos que se hallaban sobre la mesa y los agitó.

—En 1941 —dijo— lancé mis instrucciones para la Construcción de las defensas costeras, donde vaticino que el decisivo desembarque de los aliados se realizaría en las partes salientes de Normandía y Bretaña, pues ahí los excelentes puertos favorecerán la operación. ¡Eso fue lo que me indicó mi intuición entonces, y eso es lo que me indica ahora!

En el labio inferior del Führer apareció un hilo de saliva.

Von Roenne volvió a hacer oír su voz. («Tiene más coraje que yo», pensó Rommel.)

—Mi Führer, nuestras investigaciones continúan, como es natural, y existe una línea particular de investigación acerca de la cual usted debería estar informado. Hace pocas semanas mandé un emisario a Inglaterra para que entrara en contacto con el agente conocido como Die Nadel.

Los ojos de Hitler brillaron.

—¡Ah!, conozco al hombre. Continúe.

—La orden que tiene Die Nadel es realizar una apreciación de la fuerza del primer Grupo de Ejército de los Estados Unidos bajo el mando del general Patton en East Anglia. Si él encuentra que esto ha sido exagerado, deberemos indiscutiblemente reconsiderar nuestros pronósticos. Si, en cambio, informa que el Ejército es tan fuerte como creemos en este momento, no cabe duda de que el objetivo es Calais.

—¿Quién es ese Nadel? —le preguntó Goering a Von Roenne.

Hitler respondió a la pregunta.

—Es el único agente valioso que reclutó Canaris, y eso porque lo hizo a indicación mía. Conozco a su familia. Son alemanes de honor, leales, de una sola pieza. ¡Y Die Nadel es un hombre brillante, brillante! Conozco sus informes. Ha estado en Londres desde…

Von Roenne le interrumpió:

—Mi Führer…

—¿Sí? —dijo Hitler fulminándole con la mirada. —Entonces usted aceptará el informe que envía Die Nadel —dijo Von Roenne tentativamente.

—Ese hombre descubrirá la verdad —dijo, asintiendo con la cabeza.

TERCERA PARTE
13

Faber se inclinó temblando contra un árbol y vomitó. Luego consideró si debía enterrar a los cinco hombres muertos.

Podría necesitar entre treinta y sesenta minutos, más o menos, todo dependía de lo bien que escondiera los cuerpos. Durante ese tiempo podía ser atrapado.

Tenía que considerar el riesgo contra las preciosas horas que podría ganar demorando el descubrimiento de los cuerpos.

Muy pronto se descubriría la ausencia de los cinco hombres. Alrededor de las nueve comenzaría a organizarse la búsqueda. Dando por sentado que pertenecían a una patrulla de servicio regular, su recorrido sería conocido. Lo primero que harían los encargados de buscarles sería mandar a alguien que recorriera el mismo trayecto. Si los cuerpos quedaban tal como estaban, inmediatamente serían descubiertos y se daría la voz de alarma. Del otro modo, el enviado informaría y se organizaría toda una operación de búsqueda, con sabuesos y policías registrando todos los arbustos. Podrían necesitar un día entero para hallar los cadáveres. Para entonces Faber podría estar ya en Londres. Era importante que estuviese fuera del área antes de que supieran que estaban buscando al asesino. En consecuencia, decidió arriesgar la hora adicional.

Cruzó una vez más a nado el canal con el capitán sobre sus hombros, y lo lanzó sin mayor cuidado tras unos arbustos. Luego rescató los dos cuerpos del interior del barco y los apiló encima del cuerpo del capitán. Finalmente, agregó a Watson y al cabo.

No tenía con qué cavar y necesitaba una fosa grande. Encontró un lugar donde la tierra estaba bastante suelta, situado bastante adentro en el bosque. Además, el terreno formaba una especie de hueco, lo cual suponía alguna ventaja. Trajo una sartén de la pequeña cocina del barco y con ella comenzó a cavar.

Hasta un medio metro más o menos sólo había hojas sueltas y tierra floja, de modo que era fácil avanzar. Luego, cuando llegó a la arcilla, la labor se hizo terriblemente dificultosa. En media hora no alcanzó a cavar veinte centímetros. Y tendría que ser suficiente con eso.

Llevó los cuerpos hasta el agujero, uno por uno, los arrojó dentro. Luego se quitó las ropas embarradas y ensangrentadas y las arrojó encima. Cubrió la fosa con tierra blanda y una capa de hojarasca reunida de debajo de los árboles y arbustos cercanos. Aquello debería ser suficiente para burlar la primera inspección superficial.

Con el pie empujó tierra sobre el lugar cerca de la orilla donde se había desangrado Watson. También en el barco había sangre en el lugar donde había caído el soldado. Faber buscó un trapo y limpió la cubierta.

Después se puso ropa limpia, desplegó las velas y partió.

No pescó ni observó pájaros; no era momento de protegerse con actividades deportivas. En cambio, desplegó bien las velas, poniendo tanta distancia como fuera posible entre él y la fosa. Tenía que salir del agua y acceder a una forma más rápida de viajar y lo antes posible. Mientras navegaba iba meditando sobre las ventajas y desventajas de coger un tren o de robar un coche. Este último era más rápido en caso de que fuera posible hallar uno; pero la búsqueda del vehículo podría iniciarse inmediatamente, aunque el robo no estuviera vinculado con la desaparición de la patrulla de la Home Guard. Encontrar una estación de ferrocarril podría requerir más tiempo, pero todo indicaba que era lo más seguro; si tomaba las debidas precauciones podría evitar ser considerado sospechoso durante quizá todo un día.

No sabía qué hacer con el velero. Lo ideal sería echarlo a pique, pero no pasaría inadvertido. Si lo dejaba en un muelle o simplemente amarrado a la orilla del canal, la Policía lo vincularía mucho antes con los asesinatos; ello indicaría a la Policía, además, en qué dirección se desplazaba él. Por tanto, aplazó la decisión.

Por desgracia no estaba seguro del lugar en que se hallaba. Su mapa de los cursos de agua de Inglaterra incluía todos los puentes, puertos y atracaderos; pero no incluía las estaciones ferroviarias. Calculó que se encontraba a una o dos horas a pie de varias poblaciones, pero una población no significa necesariamente una estación de ferrocarril.

Los dos problemas tuvieron una solución simultánea, pues el canal pasaba por debajo de un puente ferroviario.

Tomó una brújula, el rollo de fotografías, su billetera y su estilete. El resto de sus pertenencias se hundiría junto con el barco.

El camino a ambos lados estaba sombreado por árboles y no había carreteras en las cercanías. Arrió las velas, desmanteló la base del mástil y puso el palo sobre la cubierta. Luego quitó el tapón de la quilla y saltó a la ribera sosteniendo la soga.

Al ir llenándose de agua, el barco se fue tumbando debajo del puente. Faber sostenía la cuerda para mantener la embarcación justo debajo del arco de ladrillos mientras se hundía. La popa se sumergió primero, luego la proa, y finalmente el agua del canal se cerró sobre el techo de la cabina. Afloraron unas cuantas burbujas, luego nada. La silueta del barco quedaba desdibujada a las miradas desaprensivas por la sombra que proyectaba el puente. Faber dejó que la soga también se hundiera.

El tren corría del Noroeste al Sudoeste. Faber subió a la costa y caminó en dirección Sudoeste, es decir hacia Londres. Era una línea de doble vía, probablemente rural. Incluiría pocos trenes, pero pararían en todas las estaciones.

A medida que caminaba, el sol se hacía sentir con más fuerza y el esfuerzo le provocó calor. Tras enterrar sus ropas negras había tenido que ponerse una chaqueta cruzada y pantalones de franela gruesa. Se quitó la chaqueta y dejó que le colgara sobre el hombro.

Después de haber andado cuarenta minutos, oyó el distante chufchufchuf y se escondió entre los arbustos a los lados de las vías. Una vieja máquina de vapor pasó lentamente hacia el Norte arrojando espesas nubes de humo y arrastrando una hilera de vagones de carga con carbón. Si pasaba otro en dirección opuesta podía saltar adentro. Pero, ¿debía hacerlo? Le ahorraría un buen trayecto, pero por otra parte quedaría evidentemente sucio, y quizá no le sería fácil salir del tren sin ser visto. No, era más seguro seguir a pie. La línea corría recta como una flecha a través de la llanura. Faber se cruzó con un campesino que araba su campo con un tractor. No podía evitar que le vieran. El campesino le saludó agitando su mano y sin interrumpir su trabajo. Estaba demasiado lejos para distinguir con claridad la cara de Faber.

Habría caminado más de diez kilómetros cuando alcanzó a divisar una estación de tren a más o menos un kilómetro de distancia; todo lo que podía distinguir era la elevación de las plataformas y un racimo de señales. Dejó de seguir las vías y fue a campo traviesa, manteniéndose junto a las líneas de árboles hasta que encontró una carretera.

A los pocos minutos llegó a un pueblo, pero no había ninguna señal que indicara su nombre. Ahora que el peligro de la invasión era un mal recuerdo, estaban devolviendo a su lugar los postes de señalización y demás indicaciones, pero en aquel villorrio aún no habían llegado a esa etapa.

Había una oficina de Correos, una tienda de granos y un pub llamado «The Bull». Una mujer con un cochecito de bebé le dirigió un amable «buenos días» mientras él pasaba junto al monumento conmemorativo de la guerra. La pequeña estación se bañaba perezosamente en el sol de primavera. Faber entró en la sala de espera.

En la pizarra de informaciones había una tabla de horarios. Faber se detuvo ante ella. Desde la ventanilla de venta de billetes una voz le dijo:

—Yo de usted no me molestaría en leerla. Es la obra de ficción más importante desde que se escribió La saga de los Forsyth.

Faber sabía que la tabla de horarios sería vieja, pero tenía que averiguar si había algún tren que fuera a Londres. Los había. Entonces preguntó:

—¿Tiene alguna idea de a qué hora sale el próximo para Liverpool Street?

—Con buena suerte —rió sarcásticamente el empleado—, en algún momento del día.

—De todos modos sacaré el billete. Ida, por favor. —Cinco libras y cuatro peniques. Dicen que los trenes italianos son puntuales —dijo el empleado.

—Ya no —observó Faber—. De todos modos, es preferible tener malos trenes y nuestra política.

—Tiene razón —dijo el hombre con una mirada de resquemor—, naturalmente. ¿Quiere esperar en «The Bull»?

Desde ahí oirá la llegada del tren, y si no la oye ya enviaré a alguien que le avise.

Faber no quería que más gente viera su cara.

—No, gracias. No haría más que gastar dinero —tomó el billete y se fue a la plataforma.

Unos minutos más tarde el empleado le siguió y se sentó en un banco a su lado, al sol. Le preguntó:

—¿Tiene prisa? —Faber sacudió la cabeza negando.

—Hoy me tomo el día libre. Me he levantado tarde, he discutido con el patrón, y el camión que me ha recogido en el camino ha tenido avería.

—Es uno de esos días que, bueno… —el empleado miró su reloj—. Esta mañana la máquina ha pasado puntual, y lo que va tiene que volver, dicen. De modo que podría usted tener suerte —se levantó y volvió a su oficina.

Faber tuvo suerte. El tren llegó veinte minutos más tarde. Estaba lleno de campesinos, familias, hombres de negocios y soldados. Faber encontró sitio en el suelo junto a una ventanilla. Mientras el tren arrancaba recogió un periódico de dos días atrás que alguien había tirado, pidió prestado un lápiz y comenzó a hacer los crucigramas en inglés. Era una verdadera prueba de fluidez en un idioma extranjero. Pasado un rato, el movimiento del tren le adormiló, e incluso soñó.

Era un sueño familiar; se trataba de su llegada a Londres.

Venía desde Francia con un pasaporte belga en el que figuraba como Jan van Golder, un representante de la «Phillips» (lo cual justificaba su aparato de radio si en la Aduana le abrían la maletita). En aquel entonces su inglés era fluido, pero no coloquial. En la Aduana no le habían molestado, era un aliado. Había tomado el tren para Londres. En aquellos días había abundancia de asientos vacíos en los vagones y se podía pedir comida. Faber había comido carne al horno y Pudín de Yorkshire. Le gustaba. Había estado charlando sobre la situación política europea con un estudiante de Historia que venía de Cardiff. El sueño fue como la realidad hasta que el tren se detuvo en Waterloo. Ahí se convirtió en una pesadilla.

La dificultad comenzó cuando le pidieron el billete. Como en todos los sueños, éste tenía su propia extraña falta de lógica. El documento que le pedían no era su pasaporte falso sino su billete perfectamente legítimo. El empleado, al reclamárselo, le dijo:

—Éste es un billete del Abwehr.

—No, no es verdad —dijo Faber con un increíble acento alemán. ¿Qué había pasado con su hermosa pronunciación de las consonantes? Simplemente no le salían.

—Lo compré en Dover —dijo empleando el verbo gekauft en lugar del bought inglés, y maldiciéndose interiormente.

Pero el empleado, que se había vuelto hacia un policía londinense con casco y todo, parecía ignorar su repentina caída en el idioma alemán. Le sonrió amablemente y dijo:

—Será mejor si registro sólo su Klamotte, señor.

La estación estaba llena de gente. Faber pensó que si se podía mezclar entre la multitud podría escapar. Abandonó su maleta con el transmisor y disparó, abriéndose camino entre la multitud. De pronto se dio cuenta de que se había dejado los pantalones en el tren y de que llevaba esvásticas en los calcetines. Tenía que comprarse pantalones en la primera tienda que encontrara antes que la gente empezara a darse cuenta de que había por ahí un individuo sin pantalones que huía y que llevaba calcetines con la esvástica. Luego, alguien en la multitud dijo:

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