La isla de las tormentas (45 page)

Read La isla de las tormentas Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

BOOK: La isla de las tormentas
5.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y, en su delirio, algo sobre esperando en Calais un ejército fantasma…

Destruya la radio.

¿Por qué un hombre que salía de pesca tenía que llevar un rollo de negativos?

Durante todo el tiempo había sabido que él no era un loco.

El submarino era un «Uboat», y Henry sería algún agente alemán…, quizás un espía… En aquel preciso instante tenía que estar comunicándose con el submarino por radio.

Destruya la radio.

No tenía derecho a darse por vencida, menos aún ahora que había comprendido. Sabía lo que tenía que hacer. Le habría gustado dejar a Jo en algún lugar, donde no pudiera verlo —eso le molestaba más que el dolor que sabía que sentiría—, pero no había tiempo para ello. Seguramente Henry encontraría la frecuencia en cualquier momento y entonces sería demasiado tarde.

Tenía que destruir la radio, pero la radio estaba arriba, con Henry, y él tenía las dos armas y la mataría. Sólo conocía una manera de hacerlo.

Colocó una de las sillas de cocina de Tom en el centro de la habitación, se subió a ella, levantó los brazos y desenroscó la bombilla.

Se bajó de la silla, fue hasta la puerta y movió el interruptor.

—¿Vas a cambiar la bombilla? —preguntó Jo.

Lucy subió a la silla, dudó un momento, y luego metió tres dedos en el portalámparas.

Se produjo un estallido, un instante de terrible dolor y luego sobrevino la inconsciencia total.

Faber oyó el estallido. Había encontrado la frecuencia correcta en el transmisor, había pasado la palanca a «transmisor» y había cogido el micrófono. Estaba a punto de hablar cuando se produjo el estallido. Inmediatamente se apagaron las luces de los diales.

Una expresión de ira le cubrió el rostro. Ella había producido un cortocircuito en la electricidad de toda la casa. Nunca creyó que pudiera ser tan astuta.

Tendría que haberla matado antes. ¿Qué era lo que le fallaba? Nunca había dudado antes, nunca, hasta encontrarse con aquella mujer.

Cogió una de las escopetas y bajó.

El niño lloraba. Lucy estaba tendida en el suelo, inerte y fría. Faber observó el portalámparas vacío con la silla debajo y frunció el entrecejo asombrado.

Lo había hecho con la mano.

—Santo cielo —dijo Faber.

Los ojos de Lucy se abrieron.

Estaba herida y magullada por todas partes.

Henry la miraba, de pie a su lado, con la escopeta en la mano, y le dijo:

—¿Por qué lo has hecho con la mano? ¿Por qué no con un destornillador?

—No sabía que pudiera hacerlo con un destornillador. Él sacudió la cabeza.

—Eres realmente una mujer sorprendente —dijo mientras levantaba el arma. La apuntó y volvió a bajarla—. Maldita seas.

Miró en dirección de la ventana y se sobresaltó.

—Lo has visto —dijo.

Ella asintió.

Se quedó tenso durante un momento. Luego, fue hasta la puerta, y al encontrarla claveteada rompió los cristales de la ventana con la culata de la escopeta y saltó por ella.

Lucy se levantó. Jo se abrazó a sus piernas. No tenía fuerza suficiente para levantarle. Caminó vacilante hasta la ventana y miró.

Él corría en dirección a la playa. El submarino aún estaba ahí, quizás a un kilómetro de la costa. Él llegó al borde del acantilado y empezó a bajar. Seguramente intentaría nadar hasta el submarino.

Debía detenerle.

«Santo Dios, ya basta…»

Saltó por la ventana, haciendo caso omiso de los sollozos de su hijo, y corrió tras él.

Cuando llegó al borde del acantilado, se echó al suelo para mirar. Él estaba más o menos a mitad de camino entre ella y el mar. Él miró hacia arriba y la vio, se detuvo por un instante, y luego comenzó a moverse más aprisa, con una prisa peligrosa.

Su primera idea fue bajar en su persecución. Pero, ¿qué sentido tenía? Aun cuando le alcanzara, no podría detenerle.

La tierra sobre la que se apoyaba, cedió un poco. Retrocedió, temerosa de que continuara cediendo y que la enviara barranco abajo.

Lo cual le dio una idea.

Golpeó la tierra rocosa con los dos puños. Pareció sacudirse un poco más y apareció una fisura. Puso una mano sobre el borde y con la otra empujó allí donde se había producido la grieta. Un trozo de piedra calcárea del tamaño de un melón se le quedó entre las manos.

Volvió a mirar sobre el borde y le vio.

Con gran cuidado, apuntó y arrojó la piedra.

Parecía caer muy despacio. Él la vio llegar y se cubrió la cabeza con el brazo. A ella le pareció que no le acertaría.

La piedra pasó a poca distancia de su cabeza y fue a golpearle el hombro izquierdo. Estaba agarrado con la mano izquierda y pareció aflojarla, se balanceó peligrosamente durante un momento. La mano derecha, a la que faltaban los dedos, se estiró para asirse. Luego pareció inclinarse hacia el vacío, formando remolinos con los brazos, hasta que sus pies resbalaron del precario apoyo y quedó suspendido en el aire, para ir a caer como un peso muerto sobre las rocas de abajo.

No se oyó ningún grito.

Quedó tendido sobre una roca plana que sobresalía de la superficie del agua. El sonido del cuerpo al chocar contra la roca le produjo un gran malestar. Él yacía allí, de espaldas, con los brazos extendidos y la cabeza en un ángulo absurdo.

Algo le brotaba de la boca y corría por la piedra, y Lucy se volvió para no verlo.

Entonces los acontecimientos se precipitaron.

Se oyó un ruido ensordecedor en el cielo y tres aviones con las insignias circulares de la RAF en las alas salieron de entre las nubes y se lanzaron en picado sobre el submarino disparando ráfagas de ametralladora.

Cuatro soldados de Infantería de Marina subían corriendo por la cuesta de la montaña, y uno de ellos gritaba: «Izquierda derecha izquierda derecha izquierda derecha.»

Otro avión amerizó, de su interior salió un bote y un hombre con salvavidas comenzó a remar hacia la costa.

Un barco pequeño apareció en la curva de la costa avanzando hacia el submarino.

El submarino se sumergió.

El bote chocó contra las rocas del pie del acantilado y un hombre que salió de él empezó a examinar el cuerpo de Faber.

Apareció una lancha que ella reconoció como un cúter guardacostas.

Uno de los soldados llegó hasta ella.

—¿No está herida? Hay una niña en la cabaña que está llorando y llama a su mamá…

—Es un niño —dijo Lucy—. Tengo que cortarle el pelo.

Bloggs condujo el bote en dirección al cuerpo que estaba al pie del acantilado. La embarcación chocó contra la roca y él se sacudió el agua y salió a la superficie plana.

El cráneo de Die Nadel se había destrozado como una botella al chocar contra la roca. Al mirar más de cerca, Bloggs advirtió que incluso antes de la caída el hombre había quedado bastante estropeado, tenía la mano derecha mutilada y le había pasado algo en el tobillo.

Bloggs le registró. El estilete estaba donde él suponía, en una funda ajustada sobre su brazo izquierdo. En el bolsillo interior de la chaqueta manchada de sangre, Bloggs encontró una billetera, papeles, dinero y un pequeño envase para guardar el negativo de una película, donde había una con veinticuatro negativos de 35 mm. La sostuvo en alto contra la luz y correspondían a las copias que encontró en los sobres que Faber había enviado a la Embajada portuguesa.

Los marineros que se encontraban en la cumbre del acantilado hicieron bajar una soga. Bloggs se guardó las cosas de Faber en el bolsillo, y luego ató la cuerda en torno al cadáver. Una vez que lo hubieron izado hasta arriba, volvieron a lanzar la cuerda para Bloggs.

Cuando llegó a la cima, el subteniente se presentó y los dos se dirigieron a la casa situada en la cima de la montaña.

—No hemos tocado nada, para no destruir las pruebas —dijo el marino más veterano.

—No se preocupen demasiado —respondió Bloggs—. No será un caso para ir a juicio.

Tuvieron que entrar en la casa por la ventana rota de la cocina. La mujer estaba sentada ante la mesa de la cocina con la criatura sobre las rodillas. Bloggs le sonrió. No se le ocurrió nada que decirle.

Echó una mirada a su alrededor. Era un campo de batalla. Vio las ventanas claveteadas, las puertas con las tablas cruzadas, los restos del fuego, el perro con el cuello cortado, las escopetas, la baranda de la escalera cortada, y el hacha incrustada en el marco de la ventana junto a dos dedos seccionados.

Pensó: «¿Qué clase de mujer es ésta?»

Ordenó diversas tareas para los infantes de Marina: uno debía limpiar la casa y desclavar puertas y ventanas, otro remplazar los cristales que se habían roto, un tercero preparar té.

Se sentó frente a la mujer y la miró. Iba vestida con ropas masculinas muy poco elegantes, tenía el pelo mojado y la cara socia. Pese a todo, era notablemente hermosa, con bellos ojos color ámbar y un rostro ovalado.

Bloggs le sonrió al niño y le habló quedamente a la mujer:

—Lo que usted ha hecho es tremendamente importante —dijo—. Uno de estos días le daremos explicaciones, pero por el momento debo hacerle un par de preguntas. ¿Me lo permite?

Ella fijó la mirada en el rostro de Bloggs y pasado un momento asintió.

—¿Consiguió Faber comunicarse por radio con el submarino?

La mujer pareció no entender nada.

Bloggs encontró un caramelo en el bolsillo de su pantalón.

—¿Puedo dárselo al niño? Parece tener hambre.

—Gracias —respondió ella.

—Bien. ¿Logró Faber comunicarse con el submarino?

—Su nombre era Henry Baker —respondió ella.

—Ah, bueno. ¿Consiguió hacerlo?

—No. Produje un cortocircuito.

—Fue algo muy inteligente —dijo Bloggs—. ¿Cómo lo logró?

Ella señaló el portalámparas vacío encima de sus cabezas.

—¿Metió un destornillador?

—No; no fui tan inteligente. Los dedos.

Él la miró horrorizado, sin poderlo creer. El pensamiento de introducir deliberadamente… Sintió un escalofrío y trató de quitarse el pensamiento de la cabeza, y una vez más se preguntó qué clase de mujer era aquélla.

—Bien, entonces, ¿cree usted que alguien del submarino puede haberle visto descolgándose por el acantilado?

En la expresión de la cara de ella se notaba el gran esfuerzo que estaba realizando.

—Estoy segura que nadie salió de la escotilla —respondió—. ¿Podrían haberle visto con el periscopio?

—No —dijo él—. Ésta es una buena noticia, muy buena noticia. Significa que no saben que… ha sido, neutralizado… —Cambió rápidamente de tema—. Usted ha pasado por todo lo que puede pasar alguien que está en el frente de batalla. Más aún. Les llevaremos a usted y al niño a un hospital en tierra firme.

—Sí —consintió ella.

Bloggs se volvió al infante de Marina de mayor jerarquía.

—¿Se dispone de alguna forma de transporte?

—Naturalmente.

Bloggs se volvió una vez más hacia la mujer. Sintió hacia ella un gran impulso afectivo mezclado con admiración, que ahora parecía frágil y desvalida, pero él sabía que era tan valiente y fuerte como hermosa. Para sorpresa de ella —y de él mismo— la cogió de la mano.

—Una vez que haya permanecido internada durante un par de días, comenzará a sentirse deprimida. Pero ésa será una señal de que comienza a reponerse. No estaré lejos y los médicos me mantendrán informado. Mi deseo será hablar más con usted, pero sólo cuando tenga ganas de hacerlo. ¿De acuerdo?

Finalmente ella le sonrió, y él sintió su calidez.

—Es usted muy bondadoso —dijo ella. Luego se puso de pie y llevó al niño fuera de la casa.

—¿Bondadoso? —murmuró Bloggs para sí mismo—. Dios, qué mujer.

Se dirigió arriba, donde estaba el radiotransmisor, y sintonizó en la frecuencia del Royal Observer Corps. —Isla de las Tormentas, llamando. Cambio.

—Adelante, Isla de las Tormentas.

—Comuníqueme con Londres.

—Manténgase en la línea. —Se produjo una larga pausa, luego apareció una voz familiar—. Godliman.

—Percy. Hemos pescado al… contrabandista. Está muerto.

—Magnífico, magnífico. —Había un indisimulado tono de triunfo en la voz de Godliman—. ¿Pudo establecer contacto con su cómplice?

—Es casi seguro que no.

—¡Magnífico, magnífico! ¡Felicitaciones!

—No me felicite a mí —dijo Bloggs—. Cuando llegué aquí ya estaba todo a punto, excepto la limpieza.

—¿Quién…? —La mujer.

—Bien. Parece mentira. ¿Cómo es la mujer?

Bloggs sonrió significativamente.

—Es un héroe, Percy.

Y Godliman sonrió a su vez desde su puesto, comprendiendo.

Hitler estaba de pie ante el ventanal mirando las montañas. Llevaba su uniforme gris y parecía cansado y deprimido. Durante la noche había hecho llamar a su médico.

El almirante Puttkamer se cuadró y saludó.

Hitler se volvió y miró intensamente a su ayuda de campo. Aquellos ojillos redondos siempre enervaban a Puttkamer.

—¿Han recogido a Die Nadel?

—No. Se produjo algún inconveniente en el punto de encuentro. La Policía inglesa estaba persiguiendo a unos contrabandistas. De cualquier modo parece que Die Nadel no estaba allí. Ha enviado un mensaje por radio hace algunos minutos. —Y le alargó la hoja de papel donde estaba transcrito.

Hitler lo cogió, se puso las gafas y comenzó a leer:

LUGAR FIJADO DE ENCUENTRO NO OFRECE SEGURIDAD ESTÚPIDOS ESTOY HERIDO Y TRANSMITO CON MANO IZQUIERDA

PRIMER GRUPO EJÉRCITO ESTADOS UNIDOS REUNIDO EAST ANGLIA A LAS ÓRDENES DE GENERAL PATTON EN EL SIGUIENTE ORDEN DE GUERRA

VEINTIUNA DIVISIÓN DE INFANTERÍA CINCO DIVISIONES ARMADAS APROXIMADAMENTE CINCO MIL AVIONES MAS BARCOS TRANSPORTE

TROPA EN FUSAG ATACARÁN CALAIS QUINCE DE JUNIO SALUDOS A WILLI.

Hitler entregó nuevamente el mensaje a Puttkamer y suspiró:

—De modo que finalmente es Calais.

—¿Podemos estar seguros con respecto a este hombre? —preguntó su ayudante.

—Totalmente. —Hitler se volvió y atravesó el salón hasta una silla. Sus movimientos eran duros y parecía sufrir dolores—. Es un alemán leal. Le conozco a él. Conozco su familia…

—Pero su instinto…

—Ach. Dije que confiaría en el mensaje de este hombre y lo haré. —Hizo un gesto que indicaba al otro que se retirara—. Comunique a Rommel y a Rundstedt que no pueden disponer de las divisiones acorazadas y envíeme al maldito médico.

Other books

Burn by Suzanne Phillips
Open Seating by Mickie B. Ashling
The Clones of Mawcett by Thomas DePrima
Some Things About Flying by Joan Barfoot
Proof of Forever by Lexa Hillyer
How to Save Your Tail by Mary Hanson
Last Summer by Hailey Abbott
The Stone of Farewell by Tad Williams