Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
"Hay una meseta —dije, sin poder ocultar apenas mi entusiasmo—. Es un sitio perfecto."
Tan absorto y arrobado quedó Rasmussen al ver la isla mayor del grupo, que pareció haber echado al olvido mi propósito. Mis palabras lo volvieron de pronto a la realidad.
"Quiero que descendamos —dije. Tuve que repetírselo varias veces, como un niño que se deleita repitiendo el nombre de un dulce—. Quiero verlo por mis propios ojos."
Tenía el corazón rebosante de esperanza, pues comprendí que aquella era la isla que buscaba. Me permitiría cumplir satisfactoriamente la misión encomendada por Mr. Trevor y "Vuelos Interoceánicos". Recibiría mi paga.
"No", contestó el capitán Rasmussen.
"¿No?" —repetí con incredulidad—. ¿Qué significa esto?"
Habíamos virado para pasar de nuevo sobre la isla principal. Rasmussen indicó con ademán vago la ventanilla.
"Hay mucho oleaje… las rompientes… muy mal tiempo… volcaríamos."
Yo miré hacia abajo.
"El mar está como un lago. Apenas se mueve."
"No es posible —murmuró Rasmussen—. Hay otras cosas. Es peligroso. Hay cazadores de cabezas… caníbales…"
"Usted ha dicho que estaba deshabitada", le recordé con severidad.
"Lo había olvidado."
Yo sabía que por aquellas latitudes no había caníbales. Sin embargo, no podía llamarle embustero. Así es que dije:
"Estoy dispuesto a correr ese riesgo, capitán. Le ruego que ordene a Mr. Hapai que aterrice; únicamente necesitaré un par de horas a lo sumo".
Rasmussen continuaba impertérrito y en sus trece.
"No es posible —dijo con voz débil—. Soy responsable de su seguridad". "Ya sé velar por mí —dije con voz firme—. No necesito que lo haga usted. Se lo he dicho dos veces y ahora vuelvo a repetírselo… si continúa impidiendo que visite esta isla, volveré mañana con otra persona, más dispuesta a cooperar conmigo."
Rasmussen me miró de hito en hito durante unos segundos, únicamente se oía el zumbido de los dos motores del avión. Sus facciones nórdicas, surcadas por arrugas y sin afeitar, eran la imagen de la consternación.
Finalmente, casi sin emoción alguna, observó:
"Tendría que abrir la portezuela y tirarle de cabeza al mar".
No pude comprender si bromeaba, pero su rostro no mostraba el menor indicio de que lo hiciese.
"Hay varias personas que saben que he salido con usted —dije—. Lo guillotinarían si me arrojaba al mar.
Él echó un vistazo por la ventanilla.
"Todo esto no me gusta nada —dijo—. ¿Por qué habré tenido que enredarme con usted? Si le llevo ahí abajo… —No terminó la frase y movió la cabeza—. Me está creando muchas dificultades, profesor. Yo me comprometí a no traer nunca a nadie a las Tres Sirenas."
Sentí que la sangre me palpitaba en las sienes. De modo que aquellas islas perdidas estaban posiblemente habitadas. ¿Ante quién se había comprometido Rasmussen a no traer ningún visitante? ¿Qué ocultaba aquel hombre acerca del trozo de tierra que teníamos bajo nuestros pies? Aquel misterio ejercía sobre mí tanta fascinación como la posible pista de aterrizaje.
"¿Descendemos o no?", insistí.
"No me queda otra alternativa —dijo Rasmussen, presa de una evidente desesperación—. En su lugar, yo me pondría visera como los caballos, cuando bajase a tierra. Ocúpese de encontrar su condenado campo de aviación y nada más."
"Esto es lo único que me interesa."
"Ya veremos" —dijo Rasmussen, enigmático. Después miró a Hapai—. Comunícales que bajo. Después retírate y disminuye la velocidad hasta cien kilómetros por hora… el estado del mar nos permitirá posarnos a media milla de la playa. Entonces tomaremos el bote neumático."
Cuando el hidroavión dio la vuelta, Rasmussen se levantó de su asiento con un suspiro y se fue a la cola del aparato, colocándose junto a la banda de babor. Yo ocupé inmediatamente su asiento, en la reducida cabina de pilotaje. Hapai había hecho pasar de nuevo el hidroavión por el centro de la isla principal. Bajó lo suficiente para que yo pudiese distinguir un profundo valle oculto en sombras, que cruzamos transversalmente. Cuando menos lo esperaba hizo balancear el avión, subiendo y bajando las alas varias veces, tirándome casi del asiento. Entonces levantó el aparato hacia arriba, para pasar por encima del volcán y virar después en dirección a los acantilados y la playa el descenso fue rápido y suave y cuando nos posamos en el agua, Hapai abandonó su puesto y fue a abrir la portezuela principal, que estaba a babor. Después ayudó a Rasmussen a sacar el bote neumático y bajarlo al agua.
Rasmussen me precedió al interior del oscilante bote de caucho y me ofreció la mano para ayudarme a bajar. Después llamó a Hapai.
"Mantente preparado. Regresaremos dentro de dos horas. Si tardamos más, te mandaré aviso por medio de Paoti o Tom Courtney"
Aquellos curiosos nombres —Paoti, Tom Courtney— me llamaron la atención, pues formaban una extraña pareja. Uno de ellos era sin duda polinesio y el otro parecía anglosajón, aunque el apellido Courtney es de origen francés. Antes de que pudiera hacer ninguna observación sobre el particular, Rasmussen con un gruñido me ordenó que empuñase un canalete y me pusiera a remar.
Aunque el mar estaba como una balsa de aceite, la fatiga que me causó aquel ejercicio, combinada con la sensación de ahogo que producía aquella atmósfera sofocante del anochecer, sin un soplo de aire, hicieron que estuviese empapado de sudor cuando llegamos a la playa.
La breve extensión arenosa y los riscos que había detrás nos recibieron en silencio. Al poner pie en tierra, me pareció que penetraba en el jardín del Edén y que me encontraba en el cuarto día del Génesis. (Perdone mi retórica, doctora Hayden, pero a la sazón, éstos eran mis sentimientos.)
Rasmussen no perdió tiempo después de amarrar el bote.
"El camino hasta allá arriba es muy empinado y tardaremos media hora en llegar. Así es que andando, si queremos llegar a tiempo a su con… meseta." Yo avanzaba pisándole los talones por un estrecho y zigzagueante sendero que ascendía gradualmente por la escarpada pared de un acantilado.
"¿Está habitada la isla? —pregunté—. ¿Quiénes son Paoti y Courtney?"
"Ahorre el resuello —gruñó Rasmussen—, porque lo va a necesitar."
Para no cansarla con detalles inútiles, doctora Hayden, seré lo más conciso posible al referirle nuestro ascenso a la meseta, el sendero no era excesivamente empinado, pero ascendía constantemente y las paredes rocosas que se alzaban a ambos lados conservaban aún el sofocante calor del día, y como resultado, el ascenso era muy penoso. A causa de los descansos que tuve que hacer frecuentemente con motivo de las punzadas que sentía en el costado, nuestra ascensión requirió casi tres cuartos de hora. Durante este tiempo, Rasmussen no me dirigió ni una sola vez la palabra. Su rostro curtido y arrugado permanecía ceñudo y respondía a mis preguntas con gruñidos y resoplidos.
Por último, las formaciones rocosas terminaron en la cumbre de un alto peñasco, después del cual empezaban verdeantes colinas que a su vez desaparecieron poco a poco para convertirse en extensa y plana meseta.
¿Ya estamos —fueron las primeras palabras que Rasmussen pronunció desde que salimos de la playa? ¿Qué piensa hacer, ahora?"
"Examinarla."
Penetré en la meseta, calculando su longitud y su anchura, juzgando la naturaleza del terreno, estudiando la vegetación, comprobando la consistencia del suelo, prestando atención, incluso, a la dirección del viento. En una palabra, hice todo cuanto Mr. Trevor me había encargado. Fue mientras me hallaba absorto en este examen —no podíamos llevar más de una hora en la llanura y yo me encontraba entonces a gatas, examinando la hierba y el humus, cuando oí por primera vez las voces. Levanté la cabeza, sorprendido, al percatarme de que Rasmussen no me seguía. Miré con presteza a mi alrededor y lo vi, así como también que no estaba solo.
Me levanté de un salto. Vi que Rasmussen estaba en compañía de dos altos y esbeltos indígenas de tez clara, uno de los cuales llevaba una corta azuela de piedra. Por lo que pude colegir desde la distancia a que me hallaba, y teniendo en cuenta que Rasmussen los ocultaba en parte, ambos indígenas iban desnudos. Estaban en actitud de reposo, escuchando, mientras Rasmussen les hablaba, gesticulando violentamente. Una vez se volvió a medias para señalarme y cuando yo interpreté su ademán como invitación para que me aproximase, Rasmussen se apresuró a indicarme por señas que siguiese donde estaba. Yo no podía oír la conversación, que aún duró acaso otros cinco minutos, hasta que de pronto los tres se dirigieron hacia mí.
Al acercarse, pude distinguir las facciones de los dos indígenas y vi que uno de ellos era sin duda polinesio, pero el otro era evidentemente blanco, aunque ambos tenían la misma tez bronceada. Iban completamente desnudos, exceptuando una sola concesión al pudor. Ambos llevaban bolsas púbicas blancas, parecidas a las bolsas para el escroto que se usaban en la Edad Media, cubriéndoles las partes genitales, y suspendidas de unos finos cordeles de fibra de coco que les rodeaban la cintura. Debo confesar que me quedé de una pieza, porque si bien había visto hacía algunos años esta misma clase de suspensorios en la Melanesia, ya no se llevan en la civilizada Polinesia, donde todos los indígenas se ponen pantalones occidentales o faldellines autóctonos. Tuve la impresión de que aquellos hombres, y quienquiera que representasen, eran unos adeptos de las antiguas costumbres y se hallaban al margen de influencias modernas.
"Profesor Easterday —me dijo Rasmussen—, estos caballeros estaban cazando aquí cerca, cuando vieron mis señales y subieron a recibirnos.
Tengo el gusto de presentarle a Mr. Thomas Courtney, un norteamericano que es miembro honorario de la tribu de Las Sirenas. Y éste es Moreturi, el primogénito de Paoti Wright, jefe de la tribu. Courtney me tendió la mano y yo se la estreché. Moreturi no me dio la mano y se limitó a mirarme con expresión de disgusto.
Courtney sonreía levemente, sin duda al observar la expresión de asombro pintada en mi semblante. Me pregunté entonces y seguí preguntándomelo por algún tiempo, qué hacía un norteamericano desnudo, ataviado como un salvaje, en una isla llamada Las Tres Sirenas, que no existía en ningún mapa. Mientras me hacía estas intrigantes preguntas, pude diferenciar claramente a los dos hombres.
Moreturi era el más joven de los dos, no tendría más de treinta años y aparentaba medir 1,80 metros. Como usted sabe, los polinesios son de tez bastante clara, pero aquel sujeto parecía un hombre blanco bronceado por el sol, muy moreno. Tenía el cabello negro y ondulado pero el resto de su cuerpo era completamente lampiño. Tenía la cara más ancha y atractiva que Courtney, con facciones rectas y perfectas. Lo único que traicionaba al "indígena", eran sus ojos ligeramente oblicuos y sus labios carnosos. Su pecho era poderoso, sus bíceps enormes y su amplio tórax se estrechaba hacia sus esbeltas caderas y piernas.
Courtney era, como ya he dicho, el de más edad. Yo le hubiera calculado casi unos cuarenta años, pero su físico y sus condiciones eran soberbias. Calculé que tenía una estatura de 1,87 metros, con cabello rubio y despeinado que no conocía la tijera del barbero desde hacía mucho tiempo.
Tenía las facciones más largas y angulosas que las de su compañero polinesio, con ojos pardos muy hundidos en sus cuencas, una nariz que parecía rota a consecuencia de un golpe, e imperfectamente consolidada, labios finos y boca ancha. Era el más delgado de los dos, pero membrudo y musculoso también, con el pecho y las piernas cubiertos por una discreta cantidad de vello.
Mi descripción de estos personajes acaso no sea totalmente exacta, pues sólo dispuse de unos segundos para observarlos y después sólo pude verlos cuando la oscuridad hacía más difícil el examen.
Me di cuenta de que Courtney me dirigía la palabra:
"El capitán Rasmussen, en efecto, es nuestro embajador y enlace con el mundo exterior. Ha intentado ya decirnos quién es usted, profesor, y cuál ha sido la misión que le ha encomendado "Vuelos Interoceánicos".
—Hablaba en voz baja y bien modulada y su lenguaje era el propio de un hombre cultivado—. Usted es el primer extranjero que llega aquí desde que yo lo hice, varios años atrás, el jefe y los habitantes del poblado estarán muy preocupados cuando lo sepan. Los extranjeros se consideran tabú.
"Usted es norteamericano y no uno de ellos —repuse con osadía—. ¿Por qué toleran su presencia?"
"Llegué por pura casualidad —me explicó Courtney— y me quedé por especial concesión del jefe. Ahora soy uno de ellos. Y ninguna nueva persona del exterior sería bien recibida. La intimidad de la aldea y las islas se considera sagrada."
"Yo no vi ninguna aldea cuando volamos sobre las islas", argüí.
Courtney asintió.
"Naturalmente, usted no la vio. Pero existe y tiene una población de más de doscientas personas, los descendientes de unos antepasados blancos y polinesios."
"¿Acaso descendientes de los amotinados de la Bounty?"
"No. Aquí las cosas sucedieron de un modo muy diferente. Ahora no hay tiempo para explicaciones. Lo más prudente por su parte, profesor Easterday, sería que se fuese usted enseguida y olvidase que nos ha visto o que ha visto las islas. A decir verdad, su llegada ha puesto en peligro a la población entera. Si su desaparición no comprometiera al capitán Rasmussen haciendo peligrar la posición que éste ocupa en Tahití, estoy seguro de que Moreturi no permitiría que usted se marchara. Pero tal como están las cosas, podrá usted irse sano y salvo."
Pese a que estaba muy nervioso, decidí mantenerme en mis trece. Aquellas palabras parecían menos amenazadoras proferidas por un norteamericano convenido en salvaje.
"Esta meseta es un perfecto campo de aterrizaje —dije—. Mi deber es comunicar su existencia a Canberra."
Moreturi se movió, inquieto, pero Courtney le tocó el brazo sin volverse para mirarlo.
"Profesor Easterday —dijo el norteamericano con voz suave—, no tiene usted la menor idea de lo que va a hacer. Esta isla aparentemente inaccesible, muy raramente visitada, que parece deshabitada a primera vista, ha permanecido al margen de influencias exteriores y de la corrupción que difunde la civilización moderna desde 1796, año en que se fundó la aldea actual y comenzó la cultura presente.
Creo, doctora Hayden, que fue la mención de la palabra "cultura" lo que me hizo pensar por primera vez en la Etnología y me recordó lo que usted había solicitado hacía diez años. No obstante, mi mente consciente seguía pensando en Mr. Trevor.