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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (8 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Sin embargo, ahora llegaba la carta de Easterday, ella se sentía llena de dudas y en su interior se elevaba un canto. ¿Por qué? Los sellos conmemorativos de Gauguin con los que había sido franqueado el sobre evocaron el recuerdo de Noa Noa y las palabras de su autor: "Sí, ciertamente, los salvajes han enseñado muchas cosas al hombre perteneciente a una vieja civilización; estos seres ignorantes le han enseñado mucho en lo que respecta al arte de vivir y de ser dichosos. Sí, esto era parte de la vida fácil y muelle de los Mares del Sur. Su visita a aquellas regiones del globo constituyó uno de los períodos más dichosos de toda su vida. Recordaba bien aquellos parajes, los templados vientos alisios, sus pobladores altos, musculosos y bronceados, las leyendas conservadas por tradición oral, los ritos orgiásticos, la fragancia de los cocoteros verdes y el hibisco rojo, y el suave acento de los dialectos polinesios, que recordaban la dulce lengua italiana. En su alma se despertó una gran nostalgia pero casi inmediatamente acalló la voz del sentimiento. Existían finalidades más altas, como Gauguin había indicado. Los salvajes podían descubrir muchas cosas al visitante civilizado. ¿Pero qué podían enseñarle, en realidad? Este curioso trotamundos que Easterday mencionaba en su cana, Courtney, había presentado la vida de Las Tres Sirenas bajo los colores de la utopía, haciéndola parecer casi idílica. ¿Podían existir utopías sobre la tierra? La palabra utopía era de origen griego y significaba literalmente "lugar inexistente". La severa disciplina científica de Maud la advirtió prontamente de que, el hecho de considerar utópica una sociedad determinada dependía de una tabla de valores basados en las preconcebidas ideas de quien hiciese tal consideración acerca de un estado ideal de vida. Ningún etnólogo digno de este nombre podía proponerse descubrir una sociedad utópica Y ella, al profesar aquella ciencia, podía descubrir alguna fórmula acerca de lo que pudiera ser una vida más o menos ideal, o descubrir una cultura más o menos satisfactoria, pero no podía tachar de utópico un lugar determinado, separándolo de todos los demás.

No, se dijo ella no iba en pos de un dudoso Graustark. Tenía que ser otra cosa. Su colega Margaret Mead, que a la sazón tenía veintitantos años, fue a Pago Pago para efectuar una breve estancia en el mismo hotel donde Somerset Maugham escribió Lluvia, convivir con las samoanas e informar después al mundo entero de hasta qué punto la ausencia de limitaciones sexuales entre aquellas gentes había contribuido a eliminar la hostilidad, las agresiones y las tensiones entre ambos sexos. Margaret Mead conoció un éxito instantáneo, porque el mundo occidental sentía una constante curiosidad por todo lo prohibido, que trataba de alcanzar con mano ansiosa.

Maud tuvo que reconocer que, en el fondo, se trataba de esto. El mundo occidental deseaba ayuda y sabiduría instantánea. Saber si Las Sirenas representaban una utopía era una cuestión fuera de lugar, como también lo era saber si Las Sirenas y su sociedad podían enseñar algo al hombre civilizado, el verdadero motivo apareció entonces ante los ojos de Maud: lo que entonces la excitaba no era lo que el mundo necesitaba, sino lo que ella necesitaba desesperadamente.

Recordó una carta que Edward Sapir escribió a Ruth Benedict, cuando ésta se proponía presentar una petición de ayuda económica al Consejo de Investigación para las Ciencias Sociales. Sapir advirtió a Ruth sobre el tema que debía escoger: "Por el amor de Dios, no presentes una cosa tan remota y técnica como la del año pasado. La Mitología de los indios Pueblo ya no interesa a nadie, como tampoco interesa la flexión verbal del idioma atabasco… Tú presenta un proyecto vivo… y te concederán la subvención que deseas".

Presenta un proyecto vivo… y te concederán lo que deseas
.

Maud se incorporó súbitamente y las suelas de sus zapatos planos chocaron contra el piso, debajo de su mesa. Dejó caer la carta sobre el papel secante que tenía enfrente y, juntando las manos, se puso a meditar acerca del extraordinario descubrimiento, examinándolo a la luz de su situación presente.

Desde que estudiaba por su cuenta no se le había presentado una oportunidad semejante. Parecía un don caído del cielo, un premio a sus muchos años de investigación. La cultura de Las Tres Sirenas, parte de la cual conocía por otros viajes de estudios, pero que tenía aspectos tentadoramente nuevos, era precisamente uno de sus temas favoritos. Siempre había huido de lo trillado, lo sonado y lo conocido. Siempre había rechazado la aburrida familiaridad que ofrecen los estudios comparativos. Tenía una gran intuición para todo lo extraordinario, lo maravilloso y lo fantástico, aunque no quisiera reconocerlo ante nadie, como no fuese únicamente ante su fuero interno. Todo lo que rodeaba aquel proyecto le parecía favorable:

En lugar del acostumbrado año de estudios sobre el terreno, la expedición tendría que limitarse a seis semanas, con el resultado de que esto no le provocaría remordimientos de conciencia por lo que pudiera haber sido deliberada superficialidad; era un tema que, por su propia naturaleza, estaba pidiendo que alguien lo estudiase y lo publicase, no sólo bajo el punto de vista científico sino bajo el punto de vista popular; y además, representaba una fácil solución para el problema que oprimía vagamente su espíritu desde hacía tanto tiempo.

Volvió a pensar en la carta que el Dr. Walter Scott Macintosh le envió hacía dos meses, el Dr. Macintosh había sido colega de su esposo y buen amigo suyo desde hacía bastantes años. En la actualidad era una eminencia gris que ejercía gran influencia, no tanto por sus conocimientos etnológicos como por el poder político que le daba su calidad de presidente de la Liga Antropológica Americana. Había escrito a Maud en calidad de amigo fiel y admirador de su obra, para exponerle de manera estrictamente confidencial la posibilidad de conseguir una situación magnífica y bien pagada, a la que podría tener acceso dentro de año y medio. Se trataba del puesto de director de Culture, el portavoz y órgano internacional de la Liga Antropológica Americana, el director actual de la publicación, que pasaba de los ochenta años y estaba lleno de achaques, pronto dejaría de encargarse de la revista y así ella podría alcanzar aquel puesto vitalicio, con el incomparable prestigio y seguridad económica que traía aparejados.

Macintosh dejó bien sentado que deseaba que Maud ocupara aquel puesto. Por otra parte, varios de sus colegas de la junta directiva mostraban sus preferencias por una persona más joven, el Dr. David Rogerson, cuyas recientes publicaciones reflejaban de manera espectacular los resultados conseguidos en dos expediciones a África. Y como el Continente Negro, en constante ebullición, era siempre noticia, también lo era el Dr. Rogerson.

Mas por otra parte, añadió Macintosh en su carta, él opinaba que Rogerson no poseía la amplia experiencia de Maud acerca de muchas culturas, ni los contactos y relaciones que ella asiduamente mantenía con los etnólogos de todo el mundo. Macintosh estaba seguro de que ella era la persona adecuada para desempeñar aquel cargo. Daba a entender que el quid de la cuestión consistía en convencer a los miembros de la junta de que ella era más apta y estaba más capacitada para dirigir la revista que el Dr. Rogerson.

Con el mayor tacto y discreción, Macintosh aludía al principal obstáculo. Desde la muerte de Adley, la actividad de Maud había disminuido mucho, permaneciendo estacionaria mientras colegas más jóvenes se movían y avanzaban. Con excepción de algunas comunicaciones, refritos de antiguas expediciones de estudio, no había publicado nada en cuatro años.

Macintosh instaba a Maud para que saliese de nuevo al extranjero y efectuara una expedición científica que le proporcionara materia para un nuevo estudio, una comunicación original que podría presentar a la Liga durante su próxima reunión plenaria de tres días. Esta reunión se celebraría en Detroit, poco después del día de Acción de Gracias, precediendo la reunión de la junta en que se elegiría al nuevo director de Culture. Si Maud tenía algún plan para efectuar un viaje científico y escribir un nuevo estudio, Macintosh deseaba, lleno de esperanzas, que se lo comunicase al instante, para incluirlo en el programa de la importante sesión plenaria, en el curso de la cual dirigiría la palabra al cónclave de sabios.

La carta de Macintosh significó un gran estímulo para ella y la llenó de esperanzas, pues el cargo ofrecido era exactamente el que ella necesitaba en aquella época de su vida. Con aquella sinecura, a su edad, ya no tendría que exponerse a las duras condiciones de trabajo sobre el terreno, no tendría que agotarse entregada a la monótona tarea de enseñar a estúpidos estudiantes, no tendría que verse obligada a escribir comunicaciones, ni tendría que preocuparse por su seguridad económica ni depender de su hijo Marc en los años venideros.

Si conseguía aquel puesto, tendría una retribución de veinte mil dólares anuales, un magnífico despacho en Washington, una casa en Virginia y se convertiría en el etnólogo emérito de la nación. Sin embargo, pese a todas estas prebendas, pese al estímulo temporal que la carta de Macintosh le infundió, se sintió incapaz de adoptar una decisión y se hundió de nuevo en su desánimo, demasiado inerte para imaginar un nuevo estudio, demasiado fatigada para pasar a la acción. Por último, tras alguna demora, envió una contestación agradecida, pero ambigua a la generosa oferta de Macintosh. Que sí, que muchas gracias, que ya veríamos, que lo pensaría y que ya le diría algo. Y en los dos meses transcurridos desde entonces, no había movido un dedo. Pero ahora era distinto. Acarició con amor la carta de Easterday.

Sí, se sentía viva. Contempló la librería al fondo de la habitación, en cuyos estantes se alineaban los vistosos volúmenes acerca de los habitantes de Fidji, los achantis, los minoicos, los jíbaros y los lapones, que había escrito en colaboración con Adley. Ya le parecía ver junto a ellos otro monumento etnográfico: el libro sobre los habitantes de Las Sirenas.

Oyó pasos, era sin duda Claire, que bajaba por la escalera. Además estaba el problema representado por Claire, su nuera, y Marc. Maud se sentía extraña allí, el vivir bajo el mismo techo que su hijo le hacía sentirse una forastera, ya que él era un hombre casado. Algo le decía que Marc ansiaba librarse de ella, no sólo social sino también profesionalmente. Las Tres Sirenas harían realidad este deseo. Su libertad sería por ende la liberación de Marc y a la par beneficiaría al joven matrimonio. Estaba segura de ello, pero acto seguido se preguntó qué le hacía pensar que su hijo y su nuera necesitasen ayuda. Aquella mañana no estaba para tales cavilaciones.

Ya pensaría en ello más tarde.

El reloj eléctrico de nogal le indicó que disponía de cincuenta minutos antes de comenzar la clase. Más valía que tomase notas, mientras se hallaba aún bajo la reciente impresión de la misiva. No había que dejar ningún cabo suelto, el tiempo tenía la mayor importancia.

Tomó la voluminosa carta de Easterday, manejándola con el mismo cuidado que si fuese un fragmento de las Sagradas Escrituras y la puso a un lado. Colocó después ante sí su gran cuaderno amarillo de notas, tomó un bolígrafo y se puso a escribir apresuradamente:

—Primero.
Esbozar un atractivo proyecto para que Cyrus Hackfeld vuelva a conceder una subvención importante
.

—Segundo.
Consultar a Marc y Claire, junto con algunos licenciados, acerca de los datos contenidos en la carta de Easterday, que nos ayuden a redactar convenientemente el memorando para Hackfeld. Investigar la región de Las Tres Sirenas, tratando de hallar referencias históricas si es posible; reunir datos sobre Daniel Wright y Godwin; estudiar costumbres similares a las de Las Tres Sirenas; pedir antecedentes de Courtney, etc
.

—Tercero.
Lista reducida de nombres para formar el posible equipo que nos acompañar. A Hackfeld le gustan nombres famosos. Candidatos
:

Sam Karpowicz, botánica y fotografía; Rachel DeJong, psiquiatría; Walter Zegner, medicina; Orville Pence, estudios sexuales comparados… y otros
.

Cuando contemos con la aprobación de Hackfeld, dictar cartas a Claire para todos los candidatos, a fin de saber si se hallan disponibles y la investigación les interesa
.

—Cuarto.
Escribir a Macintosh preguntándole si aún tengo tiempo para presentar una nueva comunicación acerca de etnología polinesia ante la reunión plenaria de la Liga. Hablarle de Las Sirenas. No por escrito. Telefonearle
.

Se recostó en la butaca giratoria, examinó atentamente lo que había escrito y pensó que de momento no había dejado ningún cabo suelto. Pero se dio cuenta de pronto que había olvidado algo que acaso era lo más importante. Tomando el bolígrafo se inclinó de nuevo sobre el cuaderno para escribir
.

—Quinto.
Escribir una carta por avión a Alexander Easterday, Tahití, esta misma noche, diciéndole que acepto su proposición, sí, que acepto, ¡si, si, si!

CAPÍTULO SEGUNDO

De las cuatro personas que formaban la familia Hayden —cuatro contando a Suzu, la doncella japonesa, de perpetua sonrisa que de día trabajaba en la casa—, Claire Emerson de Hayden, se dijo, fue la que vio menos afectada su vida y costumbres diarias por la llegada de la carta de Easterday, hacía cosa de cinco semanas.

La transformación que en cambio experimentó su madre política, Maud (Claire aún la seguía considerando una personalidad demasiado formidable para atreverse a llamarla Matty, pese a que habían transcurrido casi dos años desde su boda), fue en verdad muy marcada. Maud era una persona continuamente ocupada y de gran capacidad de trabajo, pero en aquellas últimas cinco semanas adquirió la actividad frenética de un derviche y se puso a trabajar por diez. Pero, lo que era más importante, se fue transformando ante los ojos de la propia Claire en una persona cada vez más juvenil, enérgica y creadora. Esta suponía que así debió de ser cuando se hallaba en el apogeo de sus facultades creadoras, cuando Adley era su colaborador.

Sumida en estos pensamientos, Claire, sumergida hasta los hombros en su lujoso baño de espuma, trazó perezosamente con la palma de la mano un sendero entre las burbujas, mientras su espíritu evocaba fugaces recuerdos del Dr. Adley R. Hayden. Lo vio únicamente dos veces antes de su boda, cuando Marc la presentó en Santa Bárbara en los círculos que frecuentaba; la joven quedó muy impresionada en presencia de aquel estudioso alto, encorvado y ligeramente panzudo, dotado de un humor cáustico y vastísimos conocimientos y experiencia. Cuando Marc en presencia de su padre empezó a tartamudear, aquél se deshizo de sus pullas con hábiles y elegantes respuestas que pusieron a Marc en ridículo; ella quedó estupefacta ante el tono de autoridad de Adley. Se hallaba convencida de haber causado una impresión lamentable, aun cuando Marc aseguró que su padre la había calificado como "una joven muy linda". Con frecuencia deseó haber intimado más con Adley, pero una semana después de su segundo encuentro, él falleció repentinamente de un ataque al corazón y Claire estaba segura de que, desde su Walhalla, continuaba considerándola nada más que como una joven muy linda.

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