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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (16 page)

BOOK: La isla de los hombres solos
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Inmediatamente colocaron el cuerpo acribillado en un saco y le ataron a la grupa del caballo donde montaba el teniente Montero. Pero antes de enterrarlo, el capitán sumamente molesto por no haber logrado la captura de los otros reos, ordenó que el cuerpo descabezado fuera expuesto ante la mirada de todos nosotros. Pero la odisea de la soldadesca aún no terminaba.

Existe en el lado de Cirialito, costado este de la isla, una cueva donde el mar entra cuando la marea sube, hasta las entrañas mismas de la oscuridad. En esas cuevas se escondieron dos de los escapados.

Un soldado guiado por la casualidad vio huellas cerca de la cueva, por lo que presintieron que adentro bien podían estar escondidos los prófugos. De inmediato se dio parte al señor capitán de la guardia el que en persona ordenó fuera cerrada la entrada de la cueva con grandes piedras al momento que gritaba a voces coléricas:

—Vamos a cerrar esta cueva para que no vengan a esconderse estos bandidos.

Luego el chacal con los soldados se quedaron ahí. Era un plan de burla pues esperaban que los reos cuando empezara a ascender la marea llamaran para salvar la vida. Pero ni el capitán ni sus seguidores sabían de lo que es capaz un ser humano al verse acorralado.

Seguro los reos desde adentro entendieron que se les esperaba para ser cazados como perros con miedo.

Y la marea fue subiendo y subiendo…

Cuando al día siguiente vino la vaciante y fue posible quitar las piedras encontraron a los reos hinchados, acurrucados en una esquina de la cueva. Para salvar la vida no tenían más que levantar la voz y no obstante prefirieron morirse aplastados por el mar.

Yo decía al empezar esta pasada de nuestra vida que cuando un gato le da por llorar en un amanecido de esos tristes en que el frío se nos pega al pellejo y el agua de la lluvia se deja caer sobre el presidio, es porque algo muy malo ha de pasar.

Era la marihuana la droga que más se consumía en el presidio.

No me explicaba al principio cómo era posible que los guardianes a su regreso de Puntarenas lograban meterla de contrabando ya que eran desnudados y registrados con todo cuidado. Tiempo después me enteré que usaban unos tubos de hierro especiales, los que atipaban de marihuana y después se los introducían en el recto.

Y así la marihuana era el mejor negocio de la soldadesca.

Había dos hombres que se las arreglaban en hacernos la vida un infierno gracias a la droga. A uno le decíamos Paquín y al otro Emiliano.

Paquín en el tiempo en que le conocí era un hombre ya viejo y terminado por la cárcel. Entre él y otro traficante llamado Mamitajuana existía una gran amistad. Estaba por una estafa y muchas más todas ellas llevadas a cabo en la Zona del Atlántico. Un tiempo vivió fugado en Panamá donde se casó con una mujer muy hermosa que cuando descubrió en él ciertos extravíos como el placer de usar en vez de ropa interior de hombre, prendas de mujer, ella optó por dejarle. Muchos años trabajó como inspector de trenes en Limón y después en la de Puntarenas. Una serie de despilfarros que incluía tráfico de azúcar a más de unas aventuras tenidas con un menor de edad, terminaron con sus huesos en la cárcel.

Era un hombre moreno de labios abultados y salidos para afuera como un hocico. Los dientes estaban renegridos por el vicio de mascar una hierba negra que no era tabaco. Tenía tal horror a la vejez que a pesar de que su edad era superior a los 55 años, en las noches se pasaba una crema, invento de un indio en el mismo San Lucas, que servía para rejuvenecer la piel, quitar las manchas, contra los granos del rostro y otras muchas cosas: era una pomada que se hacía con jugo de limón y conchas molidas. Se ponía en la noche una máscara con esa pomada que daba un olor agradable y al día siguiente se lavaba la cara…, sin jabón, ya que es de más decir que allá nadie usaba esas cosas.

En San Lucas el jabón, el hilo, los botones eran cosas de mucho lujo.

Después de embarrarse la pomada se perfumaba con un frasco de aguas de flores que también era la invención de algún reo y muy perseguida por las «muchachas». No era un homosexual, pero los años de sufrimiento (en el presidio todos sufrimos, todos) y el abandono con que las mujeres le miraron cuando era un hombre libre, creó en él una especie de repudio contra las faldas y así le nació el vicio de las «muchachas» del penal. En el tiempo en que le aludo tenía relación con más de una de esas «muchachas» y con ellas se gastaba toda su ganancia en el tráfico de la marihuana. Los compañeros le tenían como un gran chismoso y de poca valía. Tenía el cargo de cabo general de aseo y se desdoblaba en servilismo ante el primer hombre con uniforme que se encontraba.

Emiliano era cabo de vara y tenía ante su mando más de cien reos en la cuadrilla de trabajos especiales que era la que sumaba a los hombres que tenían algún oficio.

Una vez que el recluso llamado el Chino Castro robó un par de zapatos, Emiliano le dio tantos golpes juntos que le quebró al pobre reo la columna vertebral… y nunca más le fue posible levantarse, muriendo a los pocos meses.

Emiliano y Paquín eran digna yunta del cabo MamitaJuana. Tiempo después encontró un bote de esos que a veces la marea arrastra hasta nuestras costas y se fugo con siete hombres más.

En un ambiente tan lleno de pena, era común las grandes dosis de tristeza en el ánimo del reo y cuando tal sucedía entonces los citados traficantes se allegaban al recluso y le ofrecían cigarros de marihuana regalados, y una vez probados regalaban más hasta que ya el pobre infeliz esclavo del vicio era víctima de una explotación en forma hasta el extremo de que los viciosos hacían de todo para lograr la droga: vendían sus pobres recursos físicos y, sobre todo los muchachos, no paraban en robar las pertenencias del compañero… en matar.

Ante la mirada de un cigarro de marihuana, para el vicioso no había nada noble, grande, sagrado o digno de llamarse vida. Alguna vez durante la noche, cuando había bastante marihuana y los cigarros se lograban hasta un colón cada uno, se hacían grandes farras donde la asquerosidad inhumana se daba de la mano con la indiferencia más absoluta a toda regla moral. Yo miraba las ruedas de marihuanos dando brincos con sus cadenas, bailando al son de los tarros. En el momento mismo en que un atalaya anunciaba que se acercaba el soldado, todos se tiraban de cabeza sobre sus «camas» y simulaban dormir. El que estuvieran totalmente desnudos no llamaba la atención de los soldados, ya que así era como vivían muchos reos que no conocían siquiera un pedazo de tela para cubrir sus carnes.

Alguna vez he contado estas cosas que ahora le cuento a usted. La gente dice que no, que no puede ser.

Pero sí puede ser. Es que para asomar un instante los ojos a la tragedia, al fondo de los hombres que medio viven, que se encuentran humillados, ofendidos, destrozados por la maldad y el hacinamiento de la barbarie, es entonces cuando es necesario ver, como si se tuviera el poder del diablo, al menos la mitad de las cosas que se viven en un presidio. Y no obstante nosotros vivíamos ahí. Y soñábamos ahí. Y en muchas noches, como lo he dicho, se nos imaginaba a nuestro oído que el sueño de algo que no fuera como la noche, era imposible. Al igual que cuando con la barra entre las manos se hacían ademanes mecánicos en tanto que los ojos estaban puestos en otras partes, allá, muy lejos.

Pero no solamente la marihuana era el pan de los viciosos.

También, cuando era posible, se mascaban pastillas amargas; café crudo. No sé por qué, pero es verdad que todo lo que sabe a amargo va creando en el sentido del vicioso, cuando la droga no está en su mano, la idea de que lo que prueba también le está incitando.

Para muchas cosas malas la moneda común y corriente era el cigarro de marihuana.

Un muchacho virgen, que no había tenido antes contacto con ningún hombre: 500 cigarrillos de marihuana.

Una noche entera de amor con una de las «muchachas»… desde tres cigarrillos hasta veinte, según la edad y formas del hombre —muchacho casi siempre— que hacía de su cuerpo un negocio. Al respecto, de vez en cuando aparecía un muchacho que por su gran necesidad se vendía por esa suma de los 500 cigarros de marihuana asegurando su «virginidad».

Y por ayudar a una fuga el precio en cigarros iba desde 20 hasta 40 y se eleva a cien cuando el que ayudaba tenía el peligro de perder la vida por hacerlo. Había entre nosotros un mal hombre que estaba por matar a un enemigo al que después de asesinarle le sacó hígado y corazón para comérselo y que se ufanaba que por la miserable suma de 10 cigarrillos de marihuana ayudaría a suicidarse al que no tuviera valor para hacerlo… y que ya lo había hecho varias veces. Era un técnico desde el arte de preparar dosis de vidrio molido hasta indicar la mejor forma de cortarse las venas del cuello. Y también por esa suma «incluía» los últimos consejos sobre el valor suficiente para matarse. Una de sus víctimas de «bienmorir» le había entregado la foto de una mujer muy bonita, su esposa, que nuestro amable vendedor de suicidios, luego el hombre muerto, se apresuró a vender y que el comprador usaba para incitación durante sus momentos de masturbación.

Así de negro y de negro es el ambiente.

Así de impío y de impío. Así de malo y de malo era nuestro presidio.

Horror. Alguna que otra esperanza. Vicio. El diablo por todos lados y Dios en ninguna parte.

No sé por qué usted me pregunta sobre las mujeres.

Bueno, pues no.

Ni madre, ni esposa o hijas. Era totalmente prohibido que una mujer visitara el presidio.

Bueno, la verdad es que a ningún reo se le permiten visitas de ninguna clase: hombre o mujer.

Pero hubo una vez un comandante que se le ocurrió una nueva forma de tortura.

Se trataba de hacer llegar a sus amigas personales para que se pasaran dos o tres días en la casa de la dirección.

La conciencia —única fuerza que tiene un asomo de permanencia en mí— me grita sobre todas las cosas malas que he pasado.

Los que mandan lograron humillarme en maneras tantas que fue también como una parte del dolor.

Pero algo no lograron nunca y fue dejarme para siempre arrodillado. Y es verdad que de rodillas no pasé ni un segundo.

¡Ah, pero cómo me hubiera arrodillado por una sola sonrisa de aquellas lindas mujeres ante cuya presencia en el penal, sin haberlas visto, ya se nos llenaba de calenturienta imaginación la cabeza!

Algunos logramos verlas. Otros no. Pero el que las miraba solía describirlas después en una forma tan fiel que los reclusos le hacían círculo para escuchar.

—Y tiene una manera de andar… Es morena, con un movimiento de caderas así…

Yo también las vi algunas veces. Bailaban, reían, cantaban, decían palabras. No se parecían en nada a la colección de mujeres que tenía Mario Pineda el coleccionista de fotografías. Estaban muy lejos de ser como esos dibujos de los almanaques que algunos idolatran con celos de fiera. Unas eran altas y otras de dientes blancos como esa corona que va sobre las olas del mar.

¿Qué si alguna vez vinieron viejas o feas?

¿Está usted loco?

Para nosotros solamente había mujeres de carne y hueso. La edad o la belleza de una mujer no cuenta cuando uno tiene cinco años, diez o quince sin ver a una hembra. Y así de momento, cuando usted va en la fila rumbo al trabajo, se encuentra con una mujer que camina del brazo del señor comandante y nos mira.

¿Y usted cree que fui tan desgraciado como otros? ¡No, señor!

Una vez, una de ellas, tomó el cigarro de su boca y dijo:

—¿Quiere fumar usted, señor?

Seguro le respondí algo que ya ni me acuerdo porque tomé el cigarrillo y no sentí la quemada cuando lo apagué entre mis dedos. Me duró un año hasta que una rata se lo robó del lugar donde lo escondía. En las noches lo ponía en mi boca en el mismo lugar donde ella había tenido sus labios…, ¡y soñaba!

Los reos, entre esos que no tienen corazón, decían:

—Esas mujeres que visitan al comandante son unas p…

¡Qué brutos!

Como si una mujer, cualquiera que sea, se le puede llamar así, cuando es tan buena que va a un presidio aceptando que los reos la miren.

Una mujer así tiene que ser buena. Y de verdad que después yo mismo me enteré que eran mujeres honradas a las que el comandante invitaba con la finalidad de que conocieran nuestro ambiente.

¿Y para qué quiere que le cuente de la que me dio el cigarro?

Bueno, si usted cree que es bueno para ponerlo en su libro…

Fue el único regalo con sabor a mujer en muchos años. Ya usted debe de saber que la mujer se asusta al sólo nombrar la palabra reo y que cuando una de ellas nos regala algo es porque lleva un poco de sol dentro del alma.

Teníamos una pequeña orquesta para el tiempo en que cuento esto.

Eran tres guitarras, una mandolina y un peine, más un cantante. El hombre que soplaba el peine envuelto en papel celofán: era yo.

Una noche cuando ya estábamos dormidos, nos sacaron a la comandancia con la orden de llevar nuestros instrumentos musicales.

Saqué el peine debajo de la almohada. (Uno de los pocos peines en el penal y que como se puede usted imaginar no se usaba para peinar.) Además hay que recordar que todos los reos éramos pelones para evitar los piojos ya que era lo primero que le hacían a uno al ingresar al penal: privarlo de su pelo.

Nos llevaron a la casa del señor comandante. Allí olía a limpio, a muy limpio. En una esquina, echado, mirándonos con ojos de malo como le habían enseñado a mirar, estaba el perro del señor comandante y que llevaba una vida tan linda que todo reo se hubiera cambiado por él de mil amores, ya que comía mejor que todos nosotros.

Tenía cuadros en la pared que representaban lugares lejanos con paisajes coronados de una lluvia blanca y un hombre en el frente con una barba, blanca también. Pero a pesar de la limpieza salía del lugar un sentido olor a extraño como seguro debe ser la cueva de los tigres. Era el olor de los comandantes que habitaron la casa… y el mismo de los que iban a llegar después.

No era pura imaginación de mi parte pensar que todos los males del penal se daban cita en ese lugar. Me alegró conocer la casa del señor comandante.

Una lámpara de carburo pendía del techo de un alambre dorado. Sillones bonitos en los que estaban sentadas mujeres muy hermosas. ¡Hermosas de verdad! Ellas nos miraron al entrar nosotros con un intenso asombro entre los ojos, y se quedaron con la boca abierta al comprobar que las cadenas en nuestros pies pesaban mucho.

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