La isla misteriosa (24 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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Nab era Nab; lo que siempre sería, el valor, el celo, la adhesión, la abnegación personificada. Tenía en su amo la misma fe que Pencroff, pero la manifestaba menos ruidosamente. Cuando el marino se entusiasmaba, la fisonomía de Nab parecía responderle: “¡Pero si no hay cosa más natural! “ Pencroff y él se querían mucho y no habían tardado en tutearse.

En cuanto a Gedeón Spilett, tomaba su parte en el trabajo común y no era el más torpe, lo cual admiraba no poco al marino, que no comprendía que un
periodista
fuese hábil, no sólo para entender de todo, sino también para ejecutarlo.

La escalera quedó definitivamente instalada el 28 de mayo, y no contaba con menos de cien escalones en aquella altura perpendicular que medía ochenta pies. Por fortuna, Ciro Smith había podido dividirla en dos partes, aprovechando una especie de cornisa saliente de la muralla, a unos cuarenta pies del suelo. Esta cornisa, cuidadosamente nivelada por el pico, se convirtió en una especie de descansillo, al cual se fijó la primera escalera, cuyo conjunto quedó disminuido en la mitad y podía levantarse por medio de una cuerda hasta el nivel del Palacio de granito. En cuanto a la segunda escalera, se la fijó lo mismo en su extremo inferior, que reposaba sobre la cornisa, que en su extremo superior, unido a la puerta misma; de esta suerte, la ascensión fue mucho más fácil, y, por otra parte, Ciro Smith pensaba instalar más adelante un ascensor hidráulico, que evitase toda fatiga y toda pérdida de tiempo a los habitantes del Palacio de granito.

Los colonos se acostumbraron pronto a servirse de aquella escalera.

Eran ágiles y diestros, y Pencroff, como marino habituado a correr por los flechastes de los obenques, pudo darles lecciones. Pero fue preciso que se las diera también a
Top,
porque el pobre perro, con sus cuatro patas, no estaba hecho para aquel ejercicio. Pencroff, sin embargo, era un maestro tan celoso, que
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terminó realizando convenientemente sus ascensiones, subiendo la escalera como hacen por lo regular sus congéneres en los circos. No hay que decir si el marino estaba orgulloso de su discípulo; pero más de una vez Pencroff le evitó el trabajo subiéndolo en sus hombros, de lo cual
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no protestaba jamás.

Aquí debemos observar que durante estos trabajos, que fueron conducidos activamente, porque el invierno se acercaba, no se olvidó de modo alguno la cuestión alimenticia. Todos los días el corresponsal y Harbert, que decididamente se habían hecho los proveedores de la colonia, empleaban algunas horas en la caza. No explotaban más que los bosques de Jacamar, a la izquierda del río, pues, no teniendo puente ni canoa, el río de la Merced no había sido atravesado todavía. Todas aquellas selvas inmensas, a las cuales se había dado el nombre de bosques del Far-West, estaban sin explorar. Se reservaba esta importante excursión para los primeros días de buen tiempo, en la próxima primavera; pero los bosques del Jacamar tenían caza suficiente, abundando en ellos los canguros y los jabalíes, en los cuales hacían maravillas las jabalinas, el arco y las flechas de los cazadores. Además, Harbert descubrió, hacia el ángulo sudoeste del lago, un sotillo natural, especie de pradera ligeramente húmeda, cubierta de sauces y hierbas aromáticas que perfumaban el aire, como el tomillo, el serpol, la albahaca, todas esas especies odoríferas de la familia de las labiadas, de las cuales gustan mucho los conejos.

Habiendo hecho Spilett la observación de que debía de haber conejos en aquel prado, puesto que estaba, por decirlo así, servida la mesa para ellos, los dos cazadores lo exploraron activamente. Por lo menos producía en abundancia plantas útiles, y un naturalista hubiera tenido allí ocasión de estudiar muchos ejemplares del reino vegetal. Harbert recogió cantidad de tallos de ocimo, de romero, de melisa y otras plantas que poseen propiedades terapéuticas. Cuando, más tarde, Pencroff preguntó de qué servía toda aquella colección de hierbas, el joven respondió:

—Para curarnos y medicarnos, cuando estemos enfermos.

—¿Y por qué hemos de estar enfermos, si en la isla no hay médicos? —contestó seriamente Pencroff.

No cabía réplica a observación tan atinada. Sin embargo, el joven no dejó por eso de hacer su recolección, que fue bien acogida en el Palacio de granito, sobre todo porque a aquellas plantas medicinales pudo añadir una notable cantidad de monandras dídimas, que son conocidas en América Septentrional con el nombre de
té de Oswego
y producen una bebida excelente.

En fin, aquel día, buscando bien los dos cazadores, llegaron al verdadero sitio del conejal y vieron el suelo perforado como una espumadera.

—¡Madrigueras! —exclamó el joven.

—Sí —contestó el corresponsal—, ya las veo.

—¿Pero están habitadas?

—Esa es la cuestión.

La cuestión no tardó en quedar resuelta, pues al mismo tiempo centenares de animalillos semejantes a conejos huyeron en todas direcciones y con tal rapidez, que el mismo
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no pudo alcanzarlos.

Por más que corrieron los cazadores y el perro, aquellos roedores se escaparon fácilmente. El corresponsal, sin embargo, estaba resuelto a no salir del sotillo sin haber capturado al menos una docena de aquellos cuadrúpedos. Quería, en primer lugar, abastecer la despensa sin perjuicio de domesticar a los que pudiera cazar posteriormente. Con algunos lazos tendidos a las entradas de las madrigueras, la operación no podría menos de tener un buen éxito; pero en aquel momento no había lazos ni medios de fabricarlos. Tuvo que resignarse a registrar con un palo cada madriguera y conseguir a fuerza de paciencia lo que no podía hacerse de otro modo.

En fin, después de una hora de registro, se cazaron cuatro roedores.

Eran conejos muy semejantes a sus congéneres de Europa y conocidos vulgarmente con el nombre de conejos de América.

El producto de la caza fue llevado al Palacio de granito y figuró en la cena de aquella noche. Los huéspedes del sotillo no eran de desdeñar, porque constituían un manjar delicioso y fueron un precioso recurso para la colonia, recurso que parecía inagotable.

El 31 de mayo estaban acabados los tabiques. Sólo faltaba amueblar las habitaciones, lo cual sería obra de los largos días de invierno. Se estableció una chimenea en la primera habitación, que servía de cocina.

El tubo destinado a conducir el humo al exterior dio algo que hacer a los fumistas improvisados. Pareció más sencillo a Ciro Smith fabricarlo de ladrillo; y como no había que pensar en darle salida por la meseta superior, se abrió un agujero en el granito, por encima de la ventana de dicha cocina, y a ese agujero se dirigió el tubo oblicuamente como el de una estufa de hierro.

Quizá y sin quizá, cuando soplasen los grandes vientos del este, que azotaban directamente la fachada, la chimenea haría humo, pero aquellos vientos eran raros en la isla y, por otra parte, Nab el cocinero no reparaba en esas pequeñeces.

Cuando estuvieron acabados estos arreglos interiores, el ingeniero se ocupó en tapar el orificio del antiguo desagüe de manera que fuera imposible el acceso por aquella vía. Se llevaron grandes trozos de roca junto a la abertura y se cimentaron fuertemente. Ciro Smith no realizó todavía el proyecto que había formado de tapar aquel orificio con las aguas del lago volviéndolas a su nivel primitivo por medio de un dique; se contentó con disimular la obstrucción con hierbas, arbustos y malezas plantados en los intersticios de las rocas y que a la primavera siguiente debían desarrollarse con exuberancia.

Sin embargo utilizó el desagüe de manera que pudiese llevar a la nueva casa un chorro de agua dulce del lago. Una pequeña sangría hecha por debajo de su nivel produjo este resultado, y aquella derivación de un manantial puro e inagotable dio una cantidad de agua de veinticinco a treinta galones por día. El agua no faltaría en el Palacio de granito.

En fin, todo quedó terminado, y ya era tiempo, porque el invierno llegaba a grandes pasos. Construyeron fuertes postigos, que permitieron cerrar los huecos de la fachada mientras el ingeniero fabricaba ventanas de vidrio.

Gedeón Spilett había dispuesto artísticamente en los salientes de la roca, alrededor de las ventanas, plantas de diversas especies y largas hierbas flotantes, y de esta manera los huecos tenían un marco de verdor pintoresco y de un efecto delicioso.

Los habitantes de aquella mansión sólida, sana y segura, debían estar satisfechos de su obra. Las ventanas permitían a sus miradas recrearse en un horizonte extensísimo, cerrado al norte por los dos cabos Mandíbulas, y al sur por el cabo de la Garra. Toda la bahía de la Unión se extendía magníficamente delante de sus ojos. Sí, los buenos colonos tenían razón para estar satisfechos, y Pencroff no escaseaba los elogios a lo que él llamaba riendo: “su habitación de quinto piso con entresuelo”.

20. Resuelven el problema de la luz

El invierno comenzó con el mes de junio, que corresponde al mes de diciembre del hemisferio boreal, y señaló su entrada con grandes lluvias y fuertes vientos, que se sucedieron sin interrupción. Los moradores del Palacio de granito pudieron apreciar las ventajas de una mansión adonde no podía llegar la intemperie. El abrigo de las Chimeneas habría sido realmente insuficiente contra los rigores de un invierno y posiblemente las grandes masas, impulsadas por los vientos del mar, invadiesen su interior. Ciro Smith, previendo esta eventualidad, tomó algunas precauciones para preservar en lo posible la fragua y los hornos allí instalados.

Durante todo el mes de junio se empleó el tiempo en diversas tareas, que no excluían ni la caza ni la pesca, y las reservas de la despensa pudieron reponerse y renovarse abundantemente. Pencroff, cuando era útil, ponía trampas. Había hecho lazos con fibras leñosas y no había día en que el cotillo no suministrase su contingente de roedores. Nab empleaba casi todo su tiempo en salar o ahumar carnes, lo que le aseguraba excelentes conservas.

Entonces se discutió la cuestión de los vestidos. Los colonos no tenían más ropas que las que llevaban cuando el aerostato los arrojó a la isla.

Aquellos vestidos eran sólidos y buenos contra el frío; los habían cuidado, así como con la ropa blanca, y los conservaron limpios, pero había que reemplazarlos. Además, si el invierno era riguroso, los colonos tendrían que pasar mucho frío.

Sobre este punto el ingeniero Ciro Smith no había tomado precauciones. Había tenido que ocuparse primero de lo más urgente, hacer la casa y asegurar los alimentos, y el frío venía a sorprenderles antes de haber resuelto la cuestión del vestido. Era preciso, pues, resignarse a pasar aquel invierno sin muchas comodidades. Cuando llegase la primavera, se haría una caza en regla de aquellos moruecos, cuya presencia había sido señalada cuando la exploración del monte Franklin, y una vez recogida la lana, el ingeniero sabría fabricar telas sólidas y de abrigo... ¿Cómo? Ya discurriría sobre ello.

—Nos asaremos en el Palacio de granito y nos tostaremos las pantorrillas —dijo Pencroff—; el combustible abunda y no hay razón para que lo economicemos.

—Por otra parte —repuso Gedeón Spilett—, la isla Lincoln no está situada en una latitud muy elevada y es probable que los inviernos no sean en ella muy crudos. ¿No ha dicho usted, señor Ciro, que este paralelo 35 corresponde al de España en el otro hemisferio?

—Así es —contestó el ingeniero—, pero en España ciertos inviernos son muy fríos. No faltan ni nieve ni hielo, y la isla Lincoln puede también estar sometida a esas pruebas rigurosas. Sin embargo, es una isla y, como tal, espero que la temperatura sea más moderada.

—¿Porqué, señor Ciro? —preguntó Harbert.

—Porque el mar, hijo mío, puede ser considerado como un inmenso depósito en el que se almacenan los calores del estío y, al llegar el invierno, restituye esos calores. Esto asegura a las regiones inmediatas a los océanos una temperatura media menos elevada en verano, pero menos baja en invierno.

—Ya lo veremos —dijo Pencroff—; no me preocupa si hará o no hará frío. Sin embargo, los días son cortos y las noches largas; por consiguiente, hay que tratar la cuestión del alumbrado.

—Nada más fácil —respondió Ciro Smith.

—¿De tratar? —preguntó el marino.

—De resolver.

—¿Y cuándo empezaremos?

—Mañana, organizando una caza de focas.

—¿Para hacer velas de sebo?

—No, para hacer bujías esteáricas.

Este era el proyecto del ingeniero, proyecto realizable, pues tenía cal y ácido sulfúrico y los anfibios del islote le darían la grasa necesaria para la fabricación.

Era el 4 de junio, domingo de Pentecostés, y se acordó unánimemente observar aquella fiesta. Suspendieron todos los trabajos y elevaron oraciones al cielo; pero aquellas preces eran acciones de gracias, porque los colonos de la isla Lincoln no eran ya los miserables náufragos arrojados al islote; no pedían más y daban gracias al Altísimo.

Al día siguiente, 5 de junio, con un tiempo muy vario, se verificó su expedición al islote. Fue preciso aprovechar la marea baja, pasar a pie el canal, y con este motivo se convino en que se construiría como mejor se pudiera una canoa que hiciese las comunicaciones más fáciles y permitiera también subir por el río de la Merced cuando se hiciera la gran exploración al sudoeste de la isla, que se había aplazado para los primeros días de buen tiempo.

Las focas abundaban en el islote, y los cazadores, armados de sus jabalinas, mataron fácilmente media docena. Nab y Pencroff las desollaron y sólo llevaron al Palacio de granito la grasa y la piel, la primera para las bujías y la segunda para la fabricación de sólido calzado.

El resultado de aquella caza fueron trescientas libras de grasa, que debían emplearse enteramente en la elaboración de las bujías.

La operación fue muy sencilla y, si no dio productos absolutamente perfectos, al menos los dio utilizables. Aunque Ciro Smith no hubiera dispuesto más que de ácido sulfúrico, calentando este ácido con los cuerpos grasosos neutros, como la grasa de foca, podía aislar la glicerina; después habría separado fácilmente de la nueva combinación la oleína, la margarina y la estearina, empleando agua hirviendo. Pero, a fin de simplificar la operación, prefirió saponificar la grasa por medio de la cal, y así obtuvo un jabón calcáreo fácil de descomponer por el ácido sulfúrico, que precipitó la cal en estado de sulfato y dejó libres los ácidos grasos.

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