La isla misteriosa (49 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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Había que tener paciencia y esperar.

Algunos días después, el 3 de noviembre, el desconocido, que trabajaba en la meseta, se detuvo, dejó caer el azadón y otra vez corrieron lágrimas por sus mejillas. Una especie de compasión irresistible condujo al ingeniero hacia él y, tocándole el brazo ligeramente, dijo:

—¡Amigo mío!

El desconocido trató de evitar las miradas de Ciro y, al quererle dar la mano, retrocedió.

—Amigo mío —dijo Ciro Smith, con voz más firme—, míreme, lo quiero.

El desconocido miró al ingeniero y pareció hallarse bajo su influencia como un magnetizado bajo el poder de su magnetizador. Quiso huir, pero entonces se produjo en su fisonomía una especie de transformación. Sus miradas lanzaron relámpagos, acudieron palabras a sus labios; no podía contenerse... Cruzó los brazos y con voz sorda preguntó:

—¿Quiénes son ustedes?

—Náufragos como usted —contestó el ingeniero, con profunda emoción—. Le hemos traído aquí entre sus semejantes.

—¡Mis semejantes! ... No los tengo.

—Está entre amigos.

—¡Amigos! ¡Yo, amigos! —exclamó el desconocido, ocultando la cabeza entre las manos…—, ¡No, jamás..., jamás...! ¡Déjeme..., déjeme!

En seguida huyó hacia el lado de la meseta que dominaba el mar y allí permaneció largo tiempo inmóvil.

Ciro Smith se reunió con sus compañeros y les contó lo que acaba de suceder.

—Sí —dijo Gedeón Spilett—, hay un misterio en la vida de este hombre, ha vuelto a entrar en la humanidad por el camino de los remordimientos.

—No sé qué clase de hombre hemos traído aquí —dijo el marino—. Tiene secretos...

—Que respetaremos —interrumpió Ciro Smith—. Si ha cometido alguna falta, bastante cruelmente la ha expiado, y a nuestros ojos está absuelto.

Durante dos horas el desconocido permaneció solo en la playa bajo la influencia de los recuerdos que se le presentaban de su pasado, pasado funesto sin duda, y los colonos, sin perderlo de vista, no trataron de turbar su soledad.

Sin embargo, al cabo de dos horas pareció haber tomado una resolución y fue a buscar a Ciro Smith. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto, pero ya no lloraba. Toda su fisonomía tenía el sello de una humildad profunda. Parecía tímido, avergonzado, humillado y su mirada fija en el suelo.

—¡Señor! —dijo a Ciro Smith—, ¿son ingleses?

—No —contestó el ingeniero—, somos norteamericanos.

—¡Ah! —dijo el desconocido, y después murmuró estas palabras—: Lo prefiero.

—¿Y usted, amigo? —preguntó el ingeniero.

—Inglés —contestó precipitadamente.

Y como si le hubiera pesado decir aquellas palabras, se fue a la playa, recorriéndola desde la casa hasta la desembocadura del río de la Merced, en un estado de agitación.

Luego, habiendo pasado cerca de Harbert, se detuvo y con voz ahogada le preguntó:

—¿En qué mes estamos?

—Noviembre —contestó el muchacho.

—¿Qué año?

—1866.

—¡Doce años, doce años! —exclamó.

En seguida se retiró.

Harbert refirió a los colonos las preguntas del desconocido y las respuestas que había dado.

—Este infeliz —observó Gedeón Spilett— había perdido la cuenta de los meses y de los años.

—Sí —añadió Harbert—, hace doce años que estaba en el islote, cuando lo encontramos.

—¡Doce años! —exclamó Ciro Smith—. ¡Doce años de aislamiento, después de una existencia maldita, quizá, pueden muy bien alterar la razón de un hombre!

—Me inclino a creer —dijo Pencroff— que este hombre no ha llegado a la isla Tabor como náufrago, sino que, a consecuencia de algún crimen, le han abandonado allí.

—Quizá tiene razón, Pencroff —dijo el corresponsal—; y si su conjetura es verdadera, es posible que los que le han dejado en la isla vuelvan a buscarlo algún día.

—Pero no lo encontrarán —dijo Harbert.

—Entonces —replicó Pencroff—, sería necesario que volviéramos...

—Amigos —dijo Ciro Smith—, no trataremos de esta cuestión antes de saber a qué atenemos. Creo que ese desgraciado ha sufrido mucho, que ha expiado duramente sus faltas, cualesquiera que sean, y que le ahoga la necesidad de tener una expansión con nosotros. No le excitemos a que nos cuente su historia; él nos la dirá y, cuando la hayamos sabido, veremos el partido que convendrá tomar. Por otra parte, sólo él puede decimos si ha conservado más que la esperanza, si tiene la certeza de volver un día a su patria, pero lo dudo.

—¿Porqué? —preguntó el periodista.

—Porque en el caso de que hubiera estado seguro de su libertad en un tiempo determinado, habría esperado la llegada de ese plazo y no habría arrojado ese documento al mar. No, es probable que estuviese condenado a morir en aquel islote sin ver jamás de nuevo a sus semejantes.

—Pero hay una cosa que no me puedo explicar —observó el marino.

—¿Cuál?

—Si hace doce años que ese hombre fue abandonado en la isla Tabor, puede suponerse que, cuando le hemos encontrado, hacía también mucho tiempo que se hallaba en estado salvaje.

—Es probable —respondió Ciro Smith.

—Por consiguiente, haría muchos años que habría escrito ese documento.

—Sin duda... y no obstante el documento parecía escrito recientemente.

—Por otra parte, ¿cómo admitir que la botella que lo contenía haya tardado tantos años en venir desde la isla Tabor a la Lincoln?

—Eso no es absolutamente imposible —contestó el periodista—. ¿No podía hallarse hace mucho tiempo en las aguas de la isla?

—No —contestó Pencroff—, porque flotaba todavía. No puede suponerse que después de haber permanecido mucho tiempo en la playa, hubiera podido ser recogida por el mar, porque en la costa del sur todas son rocas e indudablemente se hubiera roto.

—En efecto —dijo Ciro Smith, quedándose luego pensativo.

—Además —añadió el marino—, si el documento hubiera tenido muchos años de fecha y de estar metido en la botella, lo habríamos encontrado averiado por la humedad; pero no era así y se hallaba en perfecto estado de conservación.

La observación del marino era justísima: había un hecho incomprensible, porque el documento parecía escrito recientemente, cuando los colonos lo encontraron en la botella. Además, daba la situación de la isla Tabor en latitud y longitud con exactitud completa, lo cual implicaba en su autor conocimientos bastante perfectos en hidrografía, que un simple marino no podía tener.

—Hay aquí sin duda hechos inexplicables —dijo el ingeniero—, pero no obliguemos a nuestro compañero a que hable. Cuando quiera hacerlo, estaremos dispuestos a oírlo.

En los días que siguieron, el desconocido no pronunció una sola palabra, ni salió una sola vez del recinto de la meseta. Labraba la tierra sin perder un instante, sin tomar un segundo de descanso, pero siempre separado de los demás. A las horas de las comidas no subía al Palacio de granito, aunque muchas veces le habían invitado, y se contentaba con comer legumbres crudas. Cuando llegaba la noche, no entraba en el cuarto que le habían señalado, sino que permanecía en la meseta bajo algún árbol o, cuando el tiempo estaba malo, en el hueco de alguna roca.

Así vivía, como en el tiempo en que no tenía más abrigo que los bosques de la isla Tabor, y habiendo sido vana toda insistencia para inducirlo a modificar su vida, los colonos esperaron pacientemente. Pero llegaba el momento en que imperiosamente, y como movido por la conciencia, se iban a escapar de sus labios terribles revelaciones.

El 10 de noviembre, hacia las once de la noche, en el momento en que empezaba a oscurecer, el desconocido se presentó entre los colonos, que estaban reunidos en el comedor. Sus ojos brillaban con fulgor extraño y toda su persona había recobrado el aspecto feroz de los malos días.

Ciro Smith y sus compañeros se quedaron estupefactos al ver que sus dientes chocaban como con el frío de una terciana, bajo el imperio de una terrible emoción. ¿Qué tendría el desconocido? ¿Le era insoportable la vista de sus semejantes? ¿Le cansaba aquella existencia entre gente honrada? ¿Estaba poseído de la nostalgia del embrutecimiento? Así debieron pensar los colonos, cuando le oyeron expresarse con frases incoherentes:

—¿Por qué estoy aquí? ... ¿Con qué derecho me han arrancado de mi islote? ... ¿Acaso puede haber un vínculo entre ustedes y yo? ... ¿Saben quién soy yo..., lo que he hecho..., por qué estaba allí... solo? ... ¿Y quién les ha dicho que no me abandonaron..., que no estaba condenado a morir en aquella isla?... ¿Conocen mi vida pasada?... ¿Saben si he robado, si he asesinado..., si soy un miserable..., un ser maldito..., bueno sólo para vivir como una fiera..., lejos de todos? ... Díganme..., ¿lo saben?

Los colonos escucharon sin interrumpir al desgraciado, al cual se le escapaba aquella semiconfesión. Ciro Smith quiso entonces calmarlo acercándose a él, pero el desconocido retrocedió exclamando:

—¡No, no! Una palabra nada más... ¿Soy libre?

—Es libre —contestó el ingeniero.

—¡Adiós, pues! —exclamó, y huyó como un gamo.

Nab, Pencroff y Harbert corrieron inmediatamente hacia la entrada del bosque..., pero volvieron solos.

—Hay que dejarle hacer lo que quiera —dijo Ciro Smith.

—Ya no volverá —repuso Pencroff.

—Volverá —dijo el ingeniero.

Desde entonces pasaron muchos días, pero Ciro Smith, como si tuviese una especie de presentimiento, persistió invariablemente en la idea de que el desgraciado volvería tarde o temprano.

—Esa es la última rebelión de su ruda naturaleza —dijo—. El remordimiento le ha tocado y un nuevo aislamiento le espantaría.

Entretanto, continuaron los trabajos tanto en la meseta de la Gran Vista como en la dehesa, donde Ciro Smith tenía la intención de edificar una alquería. Huelga decir que las simientes recogidas por Harbert en la isla Tabor fueron sembradas con gran cuidado en la tierra preparada al efecto. La meseta formó entonces una inmensa huerta bien distribuida, bien conservada y que no dejaba ociosos los brazos de los colonos.

Siempre había algo que hacer. A medida que las legumbres se habían multiplicado, había sido necesario ensanchar los cuadros, que tendían a hacerse verdaderos campos, y reemplazar las praderas. Pero el forraje abundaba en las demás partes de la isla y los onagros no debían temer que les faltase alimento. Más valía, por otra parte, transformar en huerta la meseta de la Gran Vista, defendida por su profundo cinturón de ríos, y sacar fuera los prados que no tenían necesidad de ser protegidos contra las depredaciones de los cuadrúmanos y de los cuadrúpedos.

El 15 de noviembre se hizo la tercera cosecha. El campo de trigo se había aumentado extraordinariamente en superficie desde que se había sembrado el primer grano hacía dieciocho meses. La segunda cosecha, de seiscientos mil granos, produjo esa vez más de quinientos millones de granos. La colonia era rica en trigo, porque bastaba sembrar algunos celemines para asegurar la cosecha anual y poder alimentar hombres y bestias.

Se hizo la recolección y se dedicó la última quincena del mes de noviembre a las tareas de panificación.

En efecto, se tenía grano, pero no harina, y había que instalar un molino. Ciro Smith hubiera podido utilizar la segunda cascada que caía sobre el río de la Merced para establecer su motor, pues la primera estaba ocupada en mover los mazos del batán; pero después de una madura discusión se decidió que se estableciera un sencillo molino de viento en las alturas de la Gran Vista. La construcción de este molino no ofrecía más dificultades que la del otro, y por otra parte era seguro que no faltaría el viento en aquella meseta expuesta a las brisas del mar.

—Sin contar —dijo Pencroff— que este molino de viento será más alegre y producirá buen efecto en el paisaje.

Pusieron manos a la obra, eligiendo maderos para el armazón y el mecanismo del molino. Varias piedras grandes de asperón, que se hallaban al norte del lago, podían transformarse fácilmente en muelas, y en cuanto a las aspas, la inagotable cubierta del globo les daría la tela necesaria.

Ciro Smith formó los planos y se eligió el sitio donde debía levantarse el molino, un poco a la derecha del corral y cerca de la orilla del lago.

Todo el armazón debía descansar sobre un eje mantenido por gruesos maderos, de modo que pudiese girar con todo el mecanismo que contenía, según las exigencias del viento.

La tarea quedó pronto concluida. Nab y Pencroff habían llegado a ser carpinteros muy hábiles y no tenían que hacer más que seguir los dibujos que había hecho el ingeniero. Se levantó en el sitio designado una especie de garita cilíndrica, coronada de un techo agudo. Los cuatro bastidores que formaban las aspas se implantaron sólidamente en el árbol, de manera que formaran un ángulo con él, y se fijaron por medio de fuertes espigas de hierro. En cuanto a las diversas partes del mecanismo anterior, la caja destinada a sostener las dos muelas, la yacente y la giratoria; la tolva o gran cajón cuadrado, ancho por arriba y estrecho por abajo, que debía permitir a los granos ir cayendo poco a poco sobre las ruedas; la canaleja oscilante destinada a regular el paso del grano, y a la que su perpetuo tictac ha hecho dar el nombre de
charlatana,
y en fin, un cedazo para la operación del tamizado, que separa el salvado de la harina, todo se verificó sin trabajo. Los útiles eran buenos y el trabajo poco difícil, porque las partes de un molino son muy sencillas. No fue más que cuestión de tiempo.

Todo el mundo había trabajado en la construcción del molino y el primer día de diciembre estaba terminado.

Como siempre, Pencroff se manifestó entusiasmado con su obra y no dudaba que el aparato fuese perfecto.

—Ahora —dijo—, un buen viento, y vamos a moler nuestra primera cosecha.

—Un buen viento, sí —contestó el ingeniero—, pero no demasiado viento, Pencroff.

—¡Bah! Nuestro molino girará así más de prisa.

—No es necesario que gire tan de prisa —repuso Ciro Smith—. La experiencia ha demostrado que se produce más trabajo en un molino cuando el número de vueltas que han dado las aspas en un minuto es seis veces mayor que el número de pies recorrido por el viento en un segundo. Con una brisa media, que da veinticuatro pies por segundo, tendremos dieciséis vueltas de las aspas en un minuto, y no necesitamos más.

—Justamente —exclamó Harbert— sopla una hermosa brisa del nordeste; es la que nos conviene.

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