La isla misteriosa (51 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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—¿Quién es usted? —preguntó lord Glenarvan.

—Un escocés como usted, milord —respondió aquel hombre—, y además, uno de los compañeros del capitán Grant, uno de los náufragos del
Britannia.

Aquel hombre se llamaba Ayrton. Era, en efecto, el contramaestre del
Britannia,
como lo demostraban sus papeles, pero, separado de su capitán en el momento en que el buque se hacía pedazos sobre los arrecifes, había creído hasta entonces que aquél había perecido con toda la tripulación y que él solo había sobrevivido al naufragio.

—Pero —añadió— no es en la costa occidental, sino en la oriental de Australia, donde se perdió el
Britannia,
y, si el capitán Grant vive todavía, como lo indica este documento, debe ser prisionero de los indígenas y hay que buscarlo en aquella costa.

Aquel hombre, al hablar así, se expresaba en tono franco, voz segura y mirada serena, y nadie puso en duda sus palabras. El irlandés, que le tenía a su servicio desde un año antes, respondía de él. Lord Glenarvan creyó en la lealtad de aquel hombre y, por su consejo, resolvió atravesar Australia siguiendo el paralelo 37. Lord Glenarvan, su esposa, los dos hijos del capitán, el mayor, el francés, el capitán Mangles y algunos marineros debían componer la expedición, llevando por guía a Ayrton, mientras el
Duncan,
a las órdenes del segundo, Tomas Austin, pasaría a Melbourne y esperaría allí las instrucción de lord Glenarvan.

Se pusieron en marcha el 23 de diciembre de 1854.

Ya es hora de decir que aquel Ayrton era un traidor. Había sido contramaestre del
Britannia,
pero, a consecuencia de varias disensiones con su capitán, había tratado de sublevar la tripulación para alzarse con el buque y el capitán Grant lo había desembarcado el 8 de abril de 1852 en la costa occidental de Australia y después había seguido su rumbo, abandonando al delincuente como era justo.

Así, pues, aquel miserable no sabía nada del naufragio del
Britannia
y acababa de enterarse del mismo por la relación de lord Glenarvan. Desde su abandono y bajo el nombre de Ben Joyce se había puesto a la cabeza de una partida de evadidos de presidio; y si sostuvo descaradamente que el naufragio había ocurrido en la costa oriental e indujo a lord Glenarvan a tomar aquella dirección, fue porque esperaba apoderarse del
Duncan
y convertirse en pirata del Pacífico.

El desconocido se calló un momento; su voz temblaba, pero prosiguió su narración en estos términos:

—La expedición se puso en marcha y atravesó Australia, como es de suponer infructuosamente, pues Ayrton o Ben Joyce, como quiera llamársele, la dirigía unas veces precedido y otras seguido de su partida de facinerosos, que había sido avisada del proyecto que su jefe meditaba ejecutar.

Entretanto el
Duncan
estaba en Melbourne reparando sus averías.

Había que obligar a lord Glenarvan a que enviase la orden de salir de aquel puerto y pasara a la costa oriental de Australia, donde sería fácil apresarlo. Ayrton, después de haber llevado la expedición hasta cerca de la costa, haciéndola atravesar bosques desprovistos de todo recurso, obtuvo una carta que se encargó él mismo de llevar al segundo del
Duncan,
en la cual se le ordenaba que inmediatamente se dirigiese a la bahía de Twofold, en la costa este, es decir, a pocas jornadas del sitio donde la expedición se había detenido. Allí Ayrton había dado cita a sus cómplices.

En el momento en que iba a entregarle la carta, el traidor fue descubierto y no tuvo más remedio que huir; pero, como aquella carta debía poner el
Duncan
en su poder, resolvió obtenerla a toda costa, y, en efecto, logró apoderarse de ella, llegando a Melbourne dos días después.

Hasta entonces se habían realizado los odiosos proyectos del criminal.

Iba a conducir el
Duncan
a aquella bahía de Twofold, donde sería fácil a los bandidos capturarlo; y una vez asesinada la tripulación, Ben Joyce se haría dueño de aquellos mares. Pero Dios debía detenerlo, antes del desenlace de sus funestos designios.

Al llegar a Melbourne, entregó la carta al segundo, Tomas Austin, que, al leerla, mandó aparejar inmediatamente para salir del puerto; pero imagínense cuál sería el despecho y la cólera de Ayrton cuando, a la mañana siguiente de su salida, supo que el teniente conducía el buque no a la costa oriental de Australia y bahía de Twofold, sino a la costa oriental de Nueva Zelanda. Quiso oponerse a que continuara este rumbo, pero Austin le enseñó la carta... Y, en efecto, por un error providencial del geografo francés que la había redactado, era la costa este de Nueva Zelanda y no la de Australia la designada como nuevo destino del buque.

Con esto todos los planes de Ayrton se frustraban; trató de sublevarse y lo encerraron; así llegó a la costa de Nueva Zelanda sin saber lo que había sido de sus cómplices ni de lord Glenarvan.

El
Duncan
anduvo por aquella costa hasta el 3 de marzo. Aquel día Ayrton oyó varios cañonazos; eran las carronadas del
Duncan,
que hacían salvas, y en breve llegaron a bordo lord Glenarvan y los suyos.

Había pasado lo siguiente:

Lord Glenarvan, después de mil fatigas y peligros, había podido terminar el viaje y llegar a la bahía de Twofold, en la costa oriental de Australia. No hallando allí el
Duncan,
telegrafió a Melbourne y le respondieron: “
Duncan
salió 18 del corriente; destino, desconocido.” En vista de esta contestación, lord Glenarvan sospechó que su yate había caído en poder de Ben Joyce, convirtiéndose en barco de piratas.

No quiso, sin embargo, abandonar la partida. Era hombre intrépido y se hizo llevar a la costa occidental de Nueva Zelanda; la atravesó siguiendo el rastro del capitán Grant; pero, al llegar a la costa oriental, con gran sorpresa suya y por disposición divina, encontró al
Duncan
a las órdenes de su teniente, que le esperaba hacía cinco semanas.

Era el 3 de marzo de 1865. Lord Glenarvan estaba, pues, a bordo del
Duncan,
pero también estaba Ayrton. Compareció delante del lord, el cual quiso obtener de él todo lo que pudiese saber acerca del capitán Grant, pero Ayrton se negó a decir nada. Lord Glenarvan entonces le anunció que en el primer punto donde hiciese escala le entregaría a las autoridades inglesas; Ayrton permaneció mudo.

El
Duncan
siguió su rumbo recorriendo el paralelo 37 y, entrando lady Glenarvan, trató de vencer la resistencia del bandido. En fin, cediendo a su influencia, Ayrton propuso que en cambio de las noticias que pudiera dar, en vez de entregarlo a las autoridades inglesas, lo abandonasen en una isla del Pacífico; y lord Glenarvan, dispuesto a todo para saber lo concerniente al capitán Grant, consintió en ello.

Ayrton refirió entonces su vida, y su narración puso de manifiesto que nada sabía desde el día en que el capitán Grant le había desembarcado en la costa australiana.

Sin embargo, lord Glenarvan cumplió la palabra que había dado. El Duncan continuó su rumbo y llegó a la isla Tabor; allí sería abandonado Ayrton, y allí también, por un verdadero milagro, fueron encontrados el capitán Grant y sus dos hombres, precisamente bajo el paralelo 37. El bandido iba, pues, a reemplazarlos en aquel islote desierto; y en el momento de salir del yate, lord Glenarvan le dirigió estas palabras:

—Aquí, Ayrton, quedará alejado de toda tierra y sin comunicación posible con sus semejantes. No podrá huir de este islote, donde el Duncan le deja; estará solo, bajo la mirada de un Dios que lee en lo más profundo de los corazones, pero no estará ni perdido ni ignorado como estuvo el capitán Grant. Por indigno que sea del recuerdo de los hombres, éstos se acordarán de usted; ya que sé dónde está y, sabiéndolo, sabré dónde encontrarlo. No lo olvidaré jamás.

El Duncan aparejó y desapareció.

Era el 18 de marzo de 1855.

Ayrton estaba solo, pero no le faltaban ni municiones, ni armas, ni instrumentos. El bandido podía disponer de la casa construida por el honrado Grant; no tenía que hacer más que vivir y expiar en la soledad los crímenes que había cometido.

Señores, se arrepintió, se avergonzó de sus crímenes y fue muy desgraciado. Pensó que, si los hombres volvían a recogerlo a aquel islote, debían encontrarlo digno de volver a vivir entre ellos. ¡Cómo sufrió el miserable! ¡Cuánto se esforzó para regenerarse por el trabajo! ¡Cuánto rezó para hacerse otro por la oración!

Durante dos o tres años continuó así, pero después, abatido por su aislamiento, mirando siempre si aparecía algún buque por el horizonte de su isla, preguntábase si acabaría pronto la expiación, sufrió como nadie ha sufrido jamás. ¡Qué dura es la soledad para un alma roída por el remordimiento!

Pero sin duda el cielo no le consideraba bastante castigado, porque el desdichado sintió poco a poco que se iba convirtiendo en salvaje. El embrutecimiento le iba invadiendo lentamente.

No puedo decir si tardó dos años o cuatro, pero, en fin, llegó a ser el miserable que ustedes encontraron.

No necesito decir a ustedes, señores, que Ayrton o Ben Joyce y yo somos una misma persona.

Ciro Smith y sus compañeros se habían levantado, al terminar esta narración, y habría sido difícil decir hasta qué punto les había conmovido el espectáculo de tanta miseria, tantos dolores y tal desesperación.

—Ayrton —dijo Ciro Smith—, ha sido usted un criminal, pero sin duda el cielo cree que ha expiado sus crímenes y así lo ha demostrado devolviéndolo a la sociedad de sus semejantes. Ayrton, está perdonado, y ahora, ¿quiere ser nuestro compañero?

Ayrton retrocedió unos pasos.

—Esta es mi mano —dijo el ingeniero.

Ayrton se precipitó sobre la mano que le tendía Ciro Smith y unas lágrimas corrieron por sus mejillas.

—¿Quiere vivir con nosotros? —preguntó de nuevo el ingeniero.

—Señor Smith, déjeme tiempo todavía —contestó Ayrton—, déjeme solo en esa habitación de la dehesa.

—Como desee —repuso Ciro Smith.

Ayrton iba a retirarse, cuando el ingeniero le dirigió otra pregunta.

—Una palabra más, amigo mío. Puesto que su intención era vivir aislado, ¿por qué echó al mar el documento que nos hizo saber dónde se hallaba?

—¿Un documento? —preguntó Ayrton, que parecía no saber lo que se le preguntaba.

—Sí, el papel encerrado en una botella que nosotros encontramos y que daba la situación exacta de la isla Tabor.

Ayrton se pasó la mano por la frente y, después de haber reflexionado, dijo:

—Yo no he echado ningún documento al mar.

—¿Nunca?

—Nunca.

Y Ayrton, haciendo una reverencia, se fue hacia la puerta y se marchó.

18. Establecen el telégrafo en la isla

—¡Pobre hombre! —dijo Harbert, volviendo donde estaban los demás colonos, después de haber corrido a la puerta y visto a Ayrton deslizarse por la cuerda del ascensor y desaparecer en la oscuridad.

—Volverá —dijo Ciro Smith.

—¿Pero qué significa esto, señor Ciro? —exclamó Pencroff— ¡No es Ayrton el que echó la botella al mar! Entonces, ¿quién puede haber sido?

La pregunta no podía estar más a tono.

—El —contestó Nab—, pero el infeliz estaba ya medio loco.

—Sí —dijo Harbert— y no sabía lo que hacía.

—Eso no puede explicarse sino de ese modo, amigos míos —respondió Ciro Smith—, y ahora comprendo que Ayrton haya podido explicar exactamente la situación de la isla Tabor, puesto que se la habían dado a conocer los sucesos mismos que le abandonaron en la isla.

—Sin embargo —observó Pencroff—, si no se había embrutecido todavía en el momento en que escribía el papel y, por consiguiente, si hace siete u ocho años que lo arrojó al mar, ¿cómo no ha sido alterado por la humedad?

—Eso prueba —dijo Ciro Smith— que Ayrton no perdió su inteligencia sino en época mucho más reciente de lo que él cree.

—Así debe ser —contestó Pencroff—, pues de lo contrario la cosa sería inexplicable.

—Inexplicable —repuso el ingeniero, que al parecer no quería prolongar aquella conversación.

—¿Pero ha dicho Ayrton la verdad? —preguntó el marino.

—Sí —contestó el periodista—, la historia referida es verdadera en todas sus partes. Recuerdo muy bien que los periódicos contaron la tentativa hecha por lord Glenarvan y dieron noticia del resultado que había obtenido.

—Ayrton ha dicho la verdad —añadió Ciro Smith—, no lo dude, Pencroff, porque esa verdad era demasiado cruel para él y, cuando un hombre se acusa de esa manera, es imposible que mienta.

Al día siguiente, 21 de diciembre, los colonos bajaron a la playa y, habiendo subido después a la meseta, no encontraron a Ayrton. Este, durante la noche, se había retirado de la casa de la dehesa, y los colonos creyeron que no debían importunarlo con su presencia. El tiempo haría sin duda lo que no habían podido hacer los esfuerzos empleados para darle ánimo.

Harbert, Pencroff y Nab volvieron a sus ocupaciones acostumbradas.

Precisamente aquel día la misma tarea reunió al ingeniero y al periodista en el taller de las Chimeneas.

—¿Sabe usted, querido Ciro —dijo el corresponsal—, que no me satisfizo la explicación que dio ayer del incidente de la botella? ¿Cómo admitir que ese desdichado pudiera escribir aquel papel y arrojar la botella al mar, sin conservar memoria del hecho?

—No es él quien la arrojó, mi querido Spilett.

—¿Entonces, cree que...?

—Yo no creo nada ni sé nada —dijo Ciro Smith, interrumpiendo a Spilett—. Me limito a clasificar este incidente entre los que hasta ahora no he podido explicar.

—Es verdad, Ciro —dijo el periodista—, que hay cosas increíbles. Su salvación, ese cajón encallado en la arena, las aventuras de Top, esa botella, en fin... ¿No tendremos nunca la clave de estos enigmas?

—Sí —contestó con viveza el ingeniero—, sí, aun cuando tuviera que registrar las mismas entrañas de esta isla.

—La casualidad nos aclarará tal vez el misterio.

—¡La casualidad, Spilett! No creo en la casualidad, como tampoco en los misterios de este mundo. Hay una causa para todo lo inexplicable que pasa y la descubriré. Pero, entretanto, observemos y trabajemos.

Llegó el mes de enero y comenzó el año de 1867; llevaron adelante con asiduidad los trabajos de verano. Durante los días que siguieron, Harbert y Gedeón Spilett, que en sus excursiones pasaron por las cercanías de la dehesa, pudieron observar que Ayrton había tomado posesión de la vivienda que le habían preparado. Cuidaba del numeroso rebaño confiado a su cargo y ahorraba a sus compañeros el trabajo de ir cada dos o tres días a visitar la dehesa. Sin embargo, para no dejarlo mucho tiempo solo, le hacían de cuando en cuando una visita.

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