Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
En aquel momento
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dio signos inequívocos de agitación. Corría hacia delante, volvía hasta el marino y parecía incitarlo a ir más de prisa.
El perro había abandonado entonces la playa impulsado por su admirable instinto y sin mostrar ninguna vacilación les metió entre las dunas.
Le siguieron. El país parecía estar absolutamente desierto, sin que ningún ser vivo lo animase.
La linde de las dunas, bastante ancha, estaba compuesta de montículos y colinas caprichosamente distribuidas. Era como una pequeña Suiza de arena, y sólo un instinto prodigioso podía encontrar camino en aquel laberinto.
Cinco minutos después de haber abandonado la playa, el periodista y sus compañeros llegaron a una especie de excavación abierta en el recodo formado por una alta duna. Allí,
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se detuvo, dando un ladrido sonoro. Spilett, Harbert y Pencroff penetraron en aquella gruta.
Nab estaba arrodillado, cerca de un cuerpo tendido sobre un lecho de hierbas. Era el cuerpo del ingeniero Ciro Smith.
Nab no se movía; el marino no le dijo más que una palabra.
—¡Vive! —exclamó.
Nab no respondió. Gedeón Spilett y Pencroff se pusieron pálidos.
Harbert juntó las manos y permaneció inmóvil. Pero era evidente que el pobre negro, absorto en su dolor, no había visto a sus compañeros, ni entendido las palabras del marino.
El corresponsal se arrodilló cerca del cuerpo sin movimiento y aplicó el oído al pecho del ingeniero, después de haberle entreabierto la ropa.
Un minuto, que pareció un siglo, transcurrió, durante el cual Spilett trató de sorprender algún latido del corazón.
Nab se había incorporado un poco y miraba sin ver. La desesperación no hubiera podido alterar más el rostro de un hombre. Nab estaba desconocido, abrumado por el cansancio, desencajado por el dolor. Creía a su amo muerto.
Gedeón Spilett después de una larga y atenta observación se levantó.
—¡Vive! —dijo.
Pencroff, a su vez, se puso de rodillas cerca de Ciro Smith; su oído percibió también algunos latidos y sus labios una ligera respiración que se escapaba de los del ingeniero.
Harbert, a una palabra que le dijo el corresponsal, se lanzó fuera para buscar agua, y encontró, a cien pasos de allí, un riachuelo límpido evidentemente engrosado por las lluvias de la noche pasada y que se filtraba por la arena. Pero no tenía nada para llevar el agua; ni una concha había en las dunas.
El joven tuvo que contentarse con mojar su pañuelo en el río y volvió corriendo.
Afortunadamente el pañuelo mojado bastó a Gedeón Spilett, que no quería más que humedecer los labios del ingeniero. Las moléculas de agua fresca produjeron un efecto casi inmediato. Un suspiro se escapó del pecho de Ciro Smith y pareció que quería pronunciar algunas palabras.
—¡Le salvaremos! —dijo el periodista.
Nab, que había recobrado la esperanza, al oír estas palabras, desnudó a su amo, a fin de ver si el cuerpo presentaba alguna herida. Ni la cabeza, ni el dorso, ni los miembros tenían contusiones ni desolladuras, cosa sorprendente, porque el cuerpo de Ciro Smith había debido ser arrastrado sobre las rocas; hasta las manos estaban intactas, y era difícil explicarse cómo el ingeniero no presentaba ninguna señal de los esfuerzos que había debido hacer para atravesar la línea de escollos.
Pero la explicación de esta circunstancia vendrá más tarde. Cuando Ciro Smith pudiese hablar, diría lo que había pasado. Por el momento, se trataba de volverle a la vida, y era probable que se consiguiera por medio de fricciones. Se las dieron con la camiseta del marino; y el ingeniero, gracias a aquel rudo masaje, movió ligeramente los brazos y su respiración comenzó a restablecerse de una manera más regular. Se habría muerto sin la llegada del corresponsal y de sus compañeros, no habría habido remedio para Smith.
—¿Creía usted muerto a su amo? —preguntó el marino a Nab.
—¡Sí, muerto! —respondió el negro—. Y si
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no les hubiera encontrado o no hubieran venido, habría enterrado aquí a mi amo y habría muerto después a su lado.
¡Qué poco había faltado para que pereciese Ciro Smith!
Nab contó entonces lo que había pasado. El día anterior, después de haber abandonado las Chimeneas, al rayar el alba, había subido la costa en dirección norte, y llegó a la parte del litoral que había visitado ya.
Allí, sin ninguna esperanza, según dijo, Nab había buscado entre las rocas y en la arena los más ligeros indicios que pudieran guiarle; había examinado sobre todo la parte de la arena que la alta mar no había recubierto, ya que en el litoral el flujo y el reflujo debían haber borrado toda huella. No esperaba encontrar a su amo vivo; buscaba únicamente su cadáver para darle sepultura con sus propias manos.
Sus pesquisas habían durado largo tiempo, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. No parecía que aquella costa desierta hubiera jamás sido frecuentada por un ser humano. Las conchas a las cuales no podía el mar llegar, y que se encontraban a millones más allá del alcance de las mareas, estaban intactas; no había ni una concha rota. En un espacio de doscientas o trescientas yardas no existía traza de un desembarco antiguo ni reciente.
Nab se decidió, pues, a subir por la costa durante algunas millas, por si las corrientes habían llevado el cuerpo a algún punto más lejano.
Cuando un cadáver flota a poca distancia de una playa llana, es raro que las olas no lo recojan tarde o temprano. Nab lo sabía y quería volver a ver a su amo una vez más.
—Recorrí la costa durante dos millas más, visité toda la línea de escollos de la mar baja, toda la arena de la mar alta y desesperaba de encontrar algo, cuando ayer, hacia las cinco de la tarde, me fijé en unas huellas que se marcaban en la arena.
—¿Huellas de pasos? —exclamó Pencroff.
—¡Sí! —contestó Nab.
—¿Y esas huellas empezaban en los escollos mismos? —preguntó el corresponsal.
—No —contestó Nab—, comenzaban en el sitio donde llegaba la marea, porque entre este sitio y los arrecifes las huellas debían haber sido borradas.
—Continúa, Nab —dijo Gedeón Spillet.
Cuando vi estas huellas, me volví loco. Estaban muy marcadas y se dirigían hacia las dunas. Las seguí durante un cuarto de milla, corriendo, pero cuidando no borrarlas. Cinco minutos después, cuando empezaba a anochecer, oí los ladridos de un perro. ¡Era
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, y
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me condujo aquí mismo, cerca de mi amo!
Nab terminó su relato ponderando su dolor al encontrar el cuerpo inanimado. Había tratado de sorprender en él algún resto de vida: ya que lo había encontrado muerto, lo quería vivo. ¡Todos sus esfuerzos había sido inútiles y no le quedaba otro recurso que tributar los últimos deberes al que amaba tanto!
Entonces se acordó de sus compañeros. Estos querrían, sin duda, volver a ver por última vez al infortunado ingeniero.
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estaba allí; ¿podría fiarse de la sagacidad del pobre animal? Nab pronunció muchas veces el nombre del corresponsal, que era, de los compañeros del ingeniero, el más conocido de
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después le mostró el sur de la costa, y el perro se lanzó en la dirección indicada.
Ya se sabe cómo, guiado por un instinto que casi podría considerarse sobrenatural, porque el animal no había estado nunca en las Chimeneas,
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había llegado.
Los compañeros de Nab habían escuchado el relato con extrema atención. Era para ellos inexplicable que Ciro Smith, después de los esfuerzos que había debido hacer para escapar de las olas, atravesando los arrecifes, no tuviera señal ni del menor rasguño; pero, sobre todo, lo que no acertaban a explicarse era que el ingeniero hubiera podido llegar a más de una milla de la costa, a aquella gruta en medio de las dunas.
—Nab —dijo el corresponsal—, ¿no has sido tú el que ha transportado a tu amo hasta este sitio?
—No, señor, no he sido yo —contestó Nab.
—Es evidente que Smith ha venido solo —dijo Pencroff.
—Es evidente —observó Gedeón Spilett—, ¡pero parece increíble!
No se podría obtener la explicación del hecho más que de boca del ingeniero, y para eso debía recobrar el habla. Felizmente la vida volvía al cuerpo de Ciro Smith. Las fricciones habían restablecido la circulación de la sangre y movió de nuevo los brazos, después la cabeza, y algunas palabras incomprensibles se escaparon de sus labios.
Nab, inclinado sobre él, lo llamaba, pero el ingeniero no parecía oírlo; sus ojos permanecían cerrados. La vida no se revelaba en él más que por el movimiento; los sentidos no tenían aún parte.
Pencroff sintió mucho no tener fuego a mano ni medio de procurárselo, pues por desgracia había olvidado de llevarse el trapo quemado, que se hubiera inflamado fácilmente al choque de dos guijarros. En cuanto a los bolsillos del ingeniero, estaban absolutamente vacíos, excepción hecha de su chaleco, que contenía el reloj. Era preciso, pues, transportar a Ciro Smith a las Chimeneas lo más pronto posible.
Este fue el parecer de todos.
Entretanto, los cuidados prodigados al ingeniero le devolverían el conocimiento antes de lo que podían esperar sus compañeros. El agua con la que humedecían sus labios lo reanimaba poco a poco. Pencroff tuvo la idea de mezclar con aquel agua un poco de sustancia de la carne de tetraos, que se había llevado. Harbert corrió a la playa y volvió con dos grandes moluscos bivalvos, y el marino compuso una especie de mixtura que introdujo en los labios del ingeniero, el cual pareció aspirarla ávidamente.
Entonces sus ojos se abrieron. Nab y el corresponsal estaban inclinados sobre él. —¡Señor! ¡Querido señor! —exclamó Nab.
El ingeniero lo oyó. Reconoció a Nab y Spilett, después a sus otros dos compañeros,
Harbert y el marino, y su mano estrechó ligeramente las de todos.
Se escaparon de sus labios algunas palabras, que sin duda había pronunciado ya, y que indicaban algunos pensamientos que atormentaban su espíritu.
Aquellas palabras, pronunciadas de un modo claro, fueron comprendidas aquella vez.
—¿Isla o continente? —murmuró.
—¡Ah! —exclamó Pencroff, no pudiendo contener esta exclamación—. ¡Por todos los diablos! ¡Qué nos importa, mientras viva usted, señor Ciro! ¿Isla o continente? ¡Ya lo veremos después!
El ingeniero hizo una ligera señal afirmativa y pareció dormirse.
Respetaron aquel sueño y el corresponsal dispuso que el ingeniero fuera transportado del mejor modo posible. Nab, Harbert y Pencroff salieron de la gruta y se dirigieron hacia una alta duna coronada de algunos árboles raquíticos. En el camino el marino no podía menos de repetir:
—¡Isla o continente! ¡Pensar en eso, cuando no se tiene más que un soplo de vida! ¡Qué hombre!
Cuando llegaron a la cumbre de la duna, Pencroff y sus dos compañeros, sin más útiles que sus brazos, despojaron de sus principales ramas un árbol bastante endeble, especie de pino marítimo, medio destrozado por el viento; después, con aquellas ramas, hicieron una litera, que una vez cubierta de hojas y hierbas podía servir para transportar al ingeniero.
Fue obra de unos cuarenta y cinco minutos, y eran las diez de la mañana cuando Nab y Harbert volvieron al lado de Ciro Smith, de quien Gedeón Spilett no se había separado.
El ingeniero se despertaba entonces de su sueño, o mejor dicho, del sopor en que le habían dejado. Se colorearon sus mejillas, que hasta entonces habían tenido la palidez de la muerte; se incorporó un poco, miró alrededor suyo y pareció preguntar dónde se hallaba.
—¿Puede usted oírme sin cansarse, Ciro? —dijo el corresponsal.
—Sí —contestó el ingeniero.
—Mi parecer es —intervino el marino— que el señor Smith le escuchará mejor si vuelve a tomar un poco de esta gelatina de tetraos, porque es de tetraos, señor Ciro —añadió, presentándole un poco de aquella mixtura, a la cual añadió esta vez algunas partículas de carne.
Ciro Smith las comió, y los restos de los tetraos fueron repartidos entre los tres compañeros, a quienes atormentaba el hambre.
Encontraron bastante parco el almuerzo.
—Bueno —dijo el marino—, vituallas tenemos en las Chimeneas, porque conviene que usted sepa, señor Ciro, que tenemos allá abajo, hacia el sur, una casa con cuartos, camas y hogar, y en la despensa algunas docenas de aves que nuestro Harbert llama curucús. La litera está arreglada y, cuando se sienta más fuerte, lo transportaremos a nuestra morada.
—Gracias, amigo mío —respondió el ingeniero—; aún esperaremos una hora o dos, y luego partiremos... Y entretanto, hable usted, Spilett.
El corresponsal hizo entonces el relato de lo que había pasado. Refirió los sucesos que debía ignorar Ciro Smith, la última caída del globo, el arribo a aquella tierra desconocida, que parecía desierta, cualquiera que fuese, ya isla o continente, el descubrimiento de las Chimeneas, las pesquisas que habían hecho para encontrar al ingeniero, la adhesión de Nab, y todo lo que se debía a la inteligencia del fiel
Top,
etc.
—Pero —preguntó Ciro Smith, con una voz aún débil—, ¿no me han recogido ustedes en la playa?
—No —contestó el corresponsal.
—¿Y no son ustedes los que me han traído a esta gruta?
—No.
—¿A qué distancia está esta gruta de los arrecifes?
—Poco más o menos a media milla —contestó Pencroff—, y si está usted admirado, no estamos nosotros menos sorprendidos de verlo aquí.
—En efecto —contestó el ingeniero, que se reanimaba poco a poco y tomaba interés en aquellos detalles—, en efecto; ¡es muy singular!
—Pero —repuso el marino— ¿puede usted decimos lo que le ha pasado desde que le llevó el golpe de mar?
Ciro Smith reunió sus recuerdos. Sabía muy poco. El golpe de mar lo había arrancado de la red del aerostato. Primero se hundió, volvió a la superficie y en aquella semioscuridad sintió un ser viviente agitarse cerca de él. Era
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que se había precipitado trás él. Levantó los ojos y no vio ya el globo, que, libre de su peso y el del perro, había partido como una flecha. Se encontró en medio de las olas irritadas, a una distancia de la costa que no debía ser menor de media milla. Trató de luchar contra las olas nadando con fuerza, mientras
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le sostenía por la ropa, pero una corriente muy fuerte lo arrastró hacia el norte, y después de media hora de esfuerzos inútiles se hundió, arrastrando a
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con él al abismo.