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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (35 page)

BOOK: La lanza sagrada
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—Has hecho muchos sacrificios por el bien de tu arte —respondió ella—, pero eso es agua pasada. Ha llegado el momento de crear una familia, ¡ahora que todavía eres joven para disfrutar de ella!

Para enfatizar su opinión, Elise le arregló citas con varias jóvenes importantes, aunque, por mucho que él lo intentaba, todas las historias acababan en tristes fracasos.

W
EWELSBURG
(A
LEMANIA
)

I
NVIERNO DE 1936
.

A principios del año siguiente, Rahn se unió a las SS como oficial, aunque, en teoría, estaba asignado a la rama civil. También aceptó el característico anillo que llevaban los oficiales de las SS e hizo un juramento de sangre que lo uniría para siempre a la Orden de la Calavera.

Unos cuantos días después de la ceremonia, Bachman fue a su despacho, afirmando que debía secuestrarlo durante todo el día.

—Espero no tener que hacerlo a punta de pistola.

Rahn se rio ante la hipérbole. En cualquier caso, algo en el comportamiento de Bachman le hacía sospechar que no se trataba del todo de una broma.

—¿De qué me estás hablando?

—Himmler me pidió que te enseñase algo. Es lo único que puedo decirte.

—Pues enséñamelo —respondió Rahn encogiéndose de hombros. Himmler siempre veía cumplidos sus deseos.

—Está bastante lejos. De hecho, será mejor que nos vayamos ya si queremos estar de vuelta en Berlín esta noche.

Acabaron a un par de horas al sur de Hamburgo, cerca de Paderborn, en la aldea de Wewelsburg. A lo lejos se veía una meseta de tierra sobre la aldea y la silueta de una vieja fortaleza renacentista recortada contra el cielo gris.

—¿Es esto lo que hemos venido a ver? —preguntó Rahn. Bachman le había estado hablando sobre Sarah; la niña había entrado sin llamar en su dormitorio y había insistido, con su inocencia infantil, en que juntasen las camas para que los tres pudieran dormir juntos.

—Magnífica, ¿verdad?

—Seguro que lo fue en sus tiempos...

Como tantas otras viejas fortalezas de Alemania, Wewelsburg había perdido hacía tiempo su valor estratégico militar. De hecho, la habían abandonado sin llegar a entrar nunca en batalla y después había languidecido en su decadencia durante más de dos siglos.

Antes de llegar a la cima de la colina, un sargento de las SS salió de un pequeño edificio cercano a la carretera y les pidió la documentación. Los dos presentaron sus credenciales y, además, Bachman le entregó una carta firmada por Himmler. El guardia examinó la carta y entró en su cabaña. Rahn lo vio hablar por teléfono. Cuando regresó, señaló la puerta del muro.

—Puede aparcar dentro, comandante. Para cualquier cosa que necesite, hable con uno de los guardias. ¡ Están a sus órdenes!

Bachman dobló la carta y la guardó.

—Déjame verla —le pidió Rahn, y Bachman se la entregó, intentando ocultar su orgullo. La carta le daba permiso para entrar en cualquier parte de la fortaleza, sin restricción alguna. Himmler había firmado la carta en persona. Con aquel nombre, todas las puertas se abrían.

Rahn miró los altos muros, que se alzaban sobre ellos.

—¿Sin la carta no habríamos podido entrar?

—Por ahora, la fortaleza de Wewelsburg está prohibida para todo el mundo, excepto para la brigada de las SS asignada a su vigilancia. Salvo por un puñado de generales de Himmler y parte de su personal, nadie sabe que existe. Solo se puede entrar con una carta firmada por el mismo Himmler. Supongo que también debería decirte que, si le mencionas a alguien que hemos venido aquí, nos matará a los dos, así como a cualquier persona a la que se lo cuentes.

Bachman lo dijo con tal tranquilidad que Rahn lo miró Para comprobar que no se trataba de una broma. No lo era.

—¿Por qué tanto secreto? —preguntó.

—El Reichsführer quiere que las SS sigan creciendo. Lo he oído decir que no estará satisfecho hasta poder darle al Führer doce divisiones de fuerzas armadas de élite. Naturalmente, un crecimiento de tales dimensiones puede suponer ciertos riesgos internos para la moral y la confraternidad de la Orden. Sin duda, por mucha energía que tenga un solo hombre, como es el caso de Himmler, no puede supervisar todos los aspectos de una organización tan amplia, pero para que las SS sean eficaces eso es lo que debe hacer. Su idea es crear una orden secreta de caballeros dentro de la Orden de la Calavera, como los paladines que servían en la corte de Carlomagno, un núcleo de individuos consagrados en cuerpo y alma a los ideales de las SS. Una vez establecidos, pretende darles Wewelsburg como una especie de retiro donde reunirse con ellos y desde donde ellos mismos se encarguen de los asuntos de la Orden.

Atravesaron una enorme puerta y entraron en un patio estrecho. Desde el interior de sus muros, Wewelsburg no parecía tan grande. Se trataba de un puesto de avanzada militar, poco más que una ciudadela. Bastaba para proveer y defender a un par de regimientos, no más. De forma triangular, con una gigantesca torre de redondez perfecta sujetando cada muro, en su época habría permitido desplegar rápidamente a los soldados que la defendían. No había ningún punto del muro que estuviese aislado o muy alejado de los demás, aunque la forma compacta también reducía el espacio habitable interior. Allí no había ni plazas, ni calles. De hecho, el suelo del otro lado de los muros permanecía casi siempre en sombra y dejaba en el aire un permanente olor a podredumbre mojada.

Rahn entendió de inmediato que Himmler estaba decidido a convertir aquellos espacios oscuros e íntimos en algo inspirador, algo a la altura del liderazgo de la Orden de la Calavera. Donde más se notaba era en la torre de mayor tamaño, que ya se había restaurado. Para llegar a ella tuvieron que descender una escalera de piedra y entrar en un pequeño vestíbulo. Más allá había una habitación completamente redonda. En el centro se veía una chimenea abierta y, en cada pared, varios bancos de piedra salían de la lisa mampostería, cada uno con capacidad para un solo ocupante. Las paredes redondas tenían ventanas a varias alturas que rodeaban la habitación de manera asimétrica. Los cristales dejaban entrar numerosos haces de luz que se derramaban por las paredes de piedra de más arriba. En lo alto de la torre, más allá de los rayos de luz caóticos y en lo más profundo de la cúpula, había una esvástica que no podía compararse con ninguna otra que Rahn hubiese visto. Unida al extremo de cada uno de los cuatro brazos se veía una larga ese rúnica que casi doblaba en tamaño a la cruz gamada. El cambio de aquella imagen tan familiar resultaba inquietante, casi rozando la traición, y Rahn tuvo la impresión de que aquel núcleo interno de oficiales de las SS, de paladines, acabaría dirigiendo no solo la Orden de la Calavera, sino Alemania en su totalidad.

Lo más curioso de la habitación, y el efecto resultaba casi místico, era el extraordinario eco cuando se hablaba. De hecho, el choque de los ecos hacía imposible entender lo que se decía en el centro de la sala. Sin embargo, si uno se sentaba junto a las paredes, en uno de los bancos, el resto de personas sentadas en el círculo podía oír hasta el más leve de los susurros que pronunciase. Era una especie de tabla redonda; solo faltaban los caballeros y la búsqueda del grial para completarla.

Antes de marcharse recorrieron los apartamentos de los oficiales, todavía sin terminar, aunque bastante prometedores. En aquella zona se encontraron a un grupo de presos trabajando. Los hombres estaban delgados como palillos y el pelotón que guardaba el castillo los vigilaba atentamente. Rahn vio que uno de los hombres se desmayaba al intentar sacar un pesado cubo lleno de residuos de la habitación. Nadie fue a ayudarlo. Sus compañeros presos ni siquiera parecían haber notado su cansancio. Finalmente, uno de los guardias le dio una patada. Antes de que terminara la escena, Bachman condujo a Rahn a su Mercedes.

—¿De dónde sacan a esos trabajadores? —preguntó Rahn mientras se sentaba—. Parecen demasiado esqueléticos para estar sanos, ¡su delgadez es casi enfermiza!

Bachman no se mostraba muy interesado en la cuestión, pero respondió sin darle importancia.

—Himmler barre las calles para encontrarlos.

—¿Por qué me has enseñado ese lugar? —preguntó Rahn durante el largo camino de vuelta a Berlín—. Soy historiador, no uno de sus generales.

—Himmler está construyendo su Montségur, Otto. Lo que quiere de ti es el grial.

—No tengo nada claro que exista el grial, salvo en el reino del espíritu, por supuesto.

—¡Cuentas la leyenda en tu libro! ¡Esclarmonde lo lanzó al Monte Tabor!

—¡Pero se trata de eso mismo, de una leyenda local que me contó un anciano!

—Himmler quiere que lo busques, Otto. No te lo pedirá directamente, por supuesto. El que busca el grial debe ofrecerse voluntario para la hazaña, ¡al fin y al cabo, se trata del grial! Sin embargo, hará todo lo posible por ayudarte cuando estés listo para hacerlo. Solo tienes que pedirle permiso.

—He terminado con los tesoros escondidos. Hay formas mejores de pasar el tiempo.

—Puedes echar un vistazo, ¿no? Es decir, después de todo lo que ha hecho por ti, al menos podrías hacer eso por él, ¿no te parece?

—Ya he echado un vistazo, Dieter. He recorrido el valle del Ariége de arriba abajo. Me he metido en nidos de serpientes y grietas tan profundas y estrechas que nadie antes ha osado examinar. Y lo único que he encontrado han sido huesos y pinturas rupestres.

—Te contaré algo sobre Heinrich Himmler, amigo mío: siempre consigue lo que quiere de sus oficiales. No puedes decirle que es imposible. Para él, nada es imposible. Si quiere que encuentres el grial de los cataros, será mejor que tú también quieras encontrarlo.

—¡Si me ha traído a las SS porque cree que puedo encontrar el grial, es que está completamente loco!

—Cuidado, amigo. ¡No permitiré que calumnies a uno de los hombres más importantes del Reich!

—Solo quería decir que no está allí. ¡ No puede ordenar que suceda un milagro!

—Para negarse a los deseos de Himmler sí hay que estar loco, Otto.

—¡Te estoy diciendo que es una leyenda! Esclarmonde se convirtió en paloma y salió volando con el grial. Te reíste al oírlo la primera vez que te lo conté. ¿Recuerdas?

—Himmler piensa que puede haber algo de cierto en ello.

—Es una historia, ¡no un mapa del tesoro!

Bachman guardó silencio algunos minutos, mientras Rahn ponía mala cara. Finalmente, Bachman le dijo:

—Tienes que echar otro vistazo, Otto. Si le digo a Himmler que no te interesa el grial, te aseguro que, de repente, verás como todo el mundo te da de lado.

—No te entiendo.

—¿Acaso crees que Elise te encuentra entradas cuando no las hay o que conoce a tantas aristócratas bellas que puede buscarte una cita cada fin de semana, belleza tras belleza? ¡Es porque cuentas con el favor de Himmler! Mientras permanezcas bajo su luz, nadie se atreverá a resistírsete. En cuanto deje de encontrarle valor a tu trabajo, verás cómo se te cierran todas las puertas en las narices.

—¡Me paga por escribir!

—Te pagaba por escribir. Ahora estás en la Orden de la Calavera. Ahora te paga por hacer lo que él te ordene. Y, ya que estamos, procura buscarte una relación seria. Necesitas una esposa, Otto. No puedes amar a la mía para siempre.

Z
ÚRICH

L
UNES, 10 DE MARZO DE 2008
.

Malloy recorrió la estación de tren, seguido discretamente por su guardaespaldas, y salió a la zona antes conocida como parque de las Agujas. Vio a un hombre del que solo sabía que se llamaba Max dentro de un Mercedes negro. Max era un inspector cuarentón de Zúrich que siempre tenía cara de amargado, aspecto demacrado y el frío cinismo de un poli cansado de la calle. Como Marcus, llevaba una pistola semiautomática reglamentaria en una pistolera, pero su arma preferida era una escopeta de corredera recortada cargada con postas para ciervos. Mientras que los perdigones ofrecían un excelente margen de error, con las postas para ciervos solo había que apuntar en la dirección correcta para tener una bola de demolición. Malloy había visto a Max manejar el arma en una ocasión. Después de aquello, siempre procuraba tratarlo con mucha cortesía.

—¿Cómo va el crimen? —le preguntó en inglés, subiéndose al asiento delantero.

—Desbocado hasta que llegaste —respondió Max, encogiéndose de hombros con desgana.

—En este viaje ya la he liado en Hamburgo.

—Todavía no has llegado a casa, T.K.

Malloy sonrió con valentía y miró por la ventanilla. No, no había llegado.

Volvieron en coche al Golden Standard, uno de los exclusivos clubs de Hasan Barzani, cerca del distrito financiero.

—Sube las escaleras antes de llegar a la barra —le indicó Max, después le entregó un teléfono—. Llámame antes de salir.

Malloy vio que la puerta de atrás no estaba cerrada con llave, pero se encontró con un guardia armado que parecía esperarlo.

—¿Qué hace aquí?

—He venido a ver a Alexa —respondió Malloy.

—Arriba, última puerta a la derecha.

En las escaleras, Malloy tuvo la extraña sensación de estar cayendo en una trampa, así que mantuvo la mano dentro del abrigo, que tenía el bolsillo cortado para poder tener la Uzi lista, por si acaso. Vio a otro guardia en lo alto de las escaleras, aunque no habló con él. En la última puerta a la derecha, giró el pomo y entró en una habitación diminuta con una cama, una silla, una pequeña cómoda y un espejo. Cuando vio a su viejo amigo, comentó:

—Me dijeron que si quería problemas, este era el sitio.

Hasan estaba tumbado en la cama, leyendo un periódico ruso. Al ver a Malloy, soltó el periódico y se levantó.

—¡Thomas! —exclamó con alegría—. ¡Me dice Marcus que ayer tenías a todos los polis de Alemania detrás de ti!

—No fueron lo bastante rápidos —respondió él, aceptando el abrazo de oso del gigante con una mueca de dolor, porque le molestaba la espalda.

Dejó la Uzi en la mesa, al lado del AK47 de Hasan. Hasan medía unos dos metros quince. Ya medía prácticamente lo mismo cuando se conocieron, hacía unos cuarenta y tres años. En aquellos días, Hasan era un tipo de cuidado que solo se divertía intimidando a la gente. Malloy había aprendido unos cuantos trucos de defensa personal de su padre, así que, cuando Hasan le pidió dinero por andar por su calle, Malloy lo tiró de espaldas. El movimiento fue tan inesperado y tan bien ejecutado que a Hasan le pareció magia. Lo cierto era que nunca antes le había ocurrido, ¡y menos con un niño al que doblaba en tamaño! En vez de darle vueltas al asunto hasta poder vengarse, cosa que le habría resultado fácil, Hasan decidió hacer un nuevo amigo.

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