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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (32 page)

BOOK: La lanza sagrada
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Estaba dentro de su coche, en dirección oeste.

—No, entiendo perfectamente la situación: tienes la oportunidad de cargarte a Malloy y quieres saber cuánto puedes sacarme antes de decidir si quieres hacerlo.

—No me interesa sacar más dinero.

—¿Qué quieres? —preguntó su interlocutor después de un momento de silencio.

—La red de Ohlendorf.

Hugo Ohlendorf manejaba una organización muy diversa y rentable que se extendía desde Oslo hasta Budapest, y abarcaba negocios de drogas, prostitución, mercancías robadas, y artículos de imitación y pirateados. Por el contrario, las organizaciones de David Carlisle y Luca Bartoli actuaban más como bandas criminales, aunque tenían un personal muy cualificado y exigían sumas asombrosas a cambio de sus servicios. Con Ohlendorf muerto, Carlisle llevaba las últimas veinticuatro horas preguntándose cómo quedarse con la mejor parte de aquellas ganancias sin que se notara. Sin duda, no le convenía enemistarse ni con Chernoff, ni con Luca Bartoli, que eran los

os únicos jugadores que seguían involucrados activamente en la Partida. Y ella acababa de arrinconarlo. La mujer sabía que Carlisle quería acabar con Malloy rápidamente, así que tendría que pagar por ello.

Por una parte, Carlisle codiciaba los beneficios de Ohlendorf, pero, por otra, se daba cuenta de que su propia red podría acabar destruida si Malloy seguía vivo otra noche más. Después de meditarlo un rato, dijo, tal como ella esperaba:

—Helena, yo no puedo decidirlo. Vamos a tener que votar sobre cómo dividir los recursos de Ohlendorf.

—Tú controlas la votación, David. Siempre lo has hecho.

—Luca querrá algo a cambio de aceptar entregarte las responsabilidades de Ohlendorf.

—Pues dale algo. Ya sabes mi precio. O lo pagas, o buscas a Malloy tú solo..., si no es demasiado tarde.

—¡La idea era matar a Malloy mientras perseguía a Farrell!

—Su tren ya ha salido de la estación. ¿Quieres que lo deje marchar?

Carlisle se calló de nuevo, calculando el precio de apaciguar a Luca Bartoli. Al final dijo:

—De acuerdo. La red es tuya si puedes eliminar a Malloy esta noche.

B
ERLÍN
(A
LEMANIA
)

V
ERANO DE 1935
.

Otto Rahn llevaba más de una década de arduo trabajo en puestos sin sentido, todo con tal de poder permitirse un par de meses en el extranjero, investigando. A lo largo de los años había robado, literalmente, las horas que necesitaba para escribir. De repente, como si se tratase de un milagro, vivía bien. Tenía los fondos suficientes para investigar y para comprar cualquier libro que deseara, además de acceso a cualquier biblioteca de Europa. Tenía despacho y secretaria, incluso investigadores para que le llevasen un libro, un resumen o una taza de café. Y lo mejor de todo era que no obedecía órdenes de nadie. Himmler le había prometido autonomía completa. ¿Qué escritor podía resistirse a tal oferta?

A las pocas semanas de reunirse con Himmler, Rahn se estableció en Berlín. Iba a su despacho todos los días y pasaba allí varias horas; podía marcharse temprano, si quería, y llegar tarde cuando le apeteciese. Invirtió algún tiempo en conocer a otras personas conectadas con la rama civil de las SS y se sorprendió al comprobar que varias le hablaban sobre su libro. Resultó que todos lo habían leído. Al preguntar al respecto, le informaron de que Himmler había regalado un ejemplar a cada uno de los miembros de su personal.

Una mañana, mientras Rahn estaba ocupado organizando la investigación de un nuevo proyecto sobre las principales familias de la aristocracia europea, oyó una voz familiar en la entrada de su despacho.

—Me preguntaba si sería posible ver al doctor Rahn unos minutos.

La secretaria de Rahn contestó que no estaba segura, porque al doctor Rahn no le gustaba que lo molestasen. Rahn sonrió. Su secretaria solo tenía veinte años, pero era valiente y procuraba protegerlo de las molestias habituales de un edificio de oficinas del Gobierno. Salió a la entrada y vio a Dieter Bachman, que llevaba el uniforme militar de comandante de las SS. Había engordado algunos kilos, y seguía algo encorvado y muy pálido.

—¿Dieter? —preguntó, sin intentar disimular su asombro, ni fingir una sonrisa hipócrita.

—¡Otto, amigo mío! —exclamó Bachman, feliz, con los ojos iluminados. Actuaba como si no hubiese pasado nada entre ellos—. Espero que no te importe que me haya pasado sin avisar, ¡no podía esperar a que nuestros caminos se cruzasen! Quería decirte lo contento que estoy de que te hayas unido al personal del Reichsführer.

—Te lo agradezco —respondió Rahn, que todavía vacilaba. No se atrevía a confiar en el rostro amistoso que Bachman le ofrecía.

—¡Cuánto tiempo! —siguió diciendo Bachman, acercándose a estrecharle la mano—. Me alegro de verte, amigo. ¿Llego en mal momento? Me apetecía charlar contigo un rato.

—Claro, entra.

Una vez cerradas las puertas, Bachman siguió con el mismo entusiasmo, lo que dejó a Rahn descolocado y lleno de curiosidad.

—Le dije a Elise que estabas aquí. Está tan emocionada como yo por tu buena fortuna, Otto.

—¿Y cómo está Elise? Espero que se encuentre bien.

—¡La maternidad la ha convertido en una mujer nueva!

—¿Me estás diciendo que tenéis un hijo? —De repente, Rahn sintió un instante de terror, la certeza de que todo era irreversible. ¿Acaso se había imaginado otro destino para ella? ¡Habían pasado tres años! Obviamente, tenía que seguir con su vida.

—¡La niñita más preciosa del mundo!

—¡Eso es maravilloso, Dieter! —respondió Rahn, intentando sonreír, aunque resultó ser una sonrisa pálida y débil. De hecho, empezó a sentir náuseas—. ¡Estoy muy contento por los dos!

—La maternidad cambia a las mujeres, Otto. Para Elise, ha significado..., bueno, ¡lo ha significado todo! Diría que es realmente feliz por primera vez desde que nos casamos.

Aquella inesperada franqueza tomó a Rahn por sorpresa, pero también fue como un coup de grace. Elise pertenecía por completo a Bachman. Rahn no tenía nada con lo que retenerla, ninguna oportunidad de hacerla cambiar de idea. Por eso había ido Bachman a verlo, por eso sonreía, quería que Rahn supiera que había ganado.

—Por lo que veo, la paternidad también te ha cambiado a ti —le dijo a su viejo amigo, con una sonrisa que apenas lograba mantener.

—Bueno, se descubren nuevas prioridades. ¿Qué estoy diciendo? Sarah es mi tesoro enterrado, mi santo grial, ¡la luz de mi vida!

—Dime una cosa —lo interrumpió Rahn, incómodo. Necesitaba cambiar de tema antes de desmayarse—. ¿Tienes...? Bueno, ¿fuiste tú el que le recomendó mi libro a Himmler?

—Sé de buena tinta que Himmler disfrutó mucho con tu libro, Otto.

—Eso me ha dicho él, pero no es eso lo que te estoy preguntando.

—Mucha gente le da al Reichsführer libros que creen que le gustarán —respondió Bachman, con expresión tensa, aunque sin perder la sonrisa—. Te has ganado el puesto gracias a tu talento, amigo, no por nada que yo haya hecho. Aparte de darle un ejemplar de tu libro, no tengo nada que ver con tu éxito.

—¿Qué le contaste sobre mí, Dieter?

Bachman parecía sentirse súbitamente incómodo, pero respondió enseguida.

—Después de que el Reichsführer leyera tu libro, me preguntó por tu historial y tu carácter para saber si podrías ser adecuado para nosotros.

—¿Y qué le contestaste?

—Contesté que eras un verdadero cátaro, Otto, el tipo de hombre capaz de atravesar las llamas de la Inquisición antes que renunciar a sus creencias.

Rahn también empezó a emocionarse; si así era como Dieter Bachman le pagaba su traición, se trataba de una de esas personas que rara vez se encuentran en la vida: un amigo de verdad.

—Estoy en deuda contigo —le dijo.

—¡Tonterías!

—¡Lo digo en serio! Pídeme lo que quieras.

—En ese caso, ¡insisto en que cenes con Elise y conmigo este sábado! —repuso Bachman, sonriendo—. ¿Te parece un buen pago para tu deuda?

—¿Una cena? —Rahn sintió, de repente, un extraño pánico irracional. A pesar de que Bachman le asegurase lo contrario, estaba bastante seguro de que Elise no deseaba verlo. Ver en su cara algún tipo de rencor ante su intrusión era más de lo que podría soportar, pero había prometido hacer lo que su amigo quisiera.

—Los dos estamos deseando arreglar las cosas contigo, Otto —explicó Bachman, que no parecía haberse dado cuenta de su reacción—. Ninguno de los dos tenemos deseo alguno de sacar temas desagradables. Y, por supuesto, queremos que conozcas a la preciosa hija que me ha dado mi esposa.

Como no tenía ninguna excusa disponible, ni razón alguna para no ir, Rahn aceptó la invitación con todo el entusiasmo que fue capaz de mostrar. Después empezó a preocuparse. Aunque Bachman dijera que Elise se alegraría de verlo, no tenía por qué ser así. Seguramente se entristecería. Seguro que procuraba no prestarle atención en toda la noche o, peor aún, dirigirse a él con sonrisas frías y huecas...

¿Fingiría, como había hecho Bachman, que no había pasado nada entre ellos? Quizá aprovechara el momento oportuno para decirle lo mucho que sentía su aventura amorosa. Y, ¿cómo debería comportarse él ante eso? ¿Debería mostrarse de acuerdo en que había sido un terrible error? En realidad, ¿qué podía decir sin parecer dolido o estúpido?

Mientras se vestía para la cena en casa de los Bachman aquel sábado por la noche, Rahn pensó brevemente en enviar una nota disculpando su ausencia. Todavía no era demasiado tarde para una jaqueca, ¿no? Una nota con palabras bien escogidas, junto con las flores que había pretendido llevarles, debería bastar. Al fin y al cabo, no tenía trato directo con Bachman. Siempre que mantuviesen una relación cordial, ¡no pasaría nada si se perdía una invitación a cenar!

Sin embargo, precisamente mantener una relación cordial era lo único que se requería aquella noche. Solo tenía que ser educado y enfrentarse a las consecuencias. ¿Por qué no coger el toro por los cuernos y acabar con el tema? Estaba seguro de que su primera visita sería la última. Que fuesen ellos los que pusieran el punto y final. Además, no podía evitar preguntarse si Elise había cambiado de verdad...

W
EIMAR
(A
LEMANIA
)

D
OMINGO, 9 DE MARZO DE 2008
.

La distancia entre Dresden y Erfurt se cubría fácilmente en una hora por carretera. Eso le permitió a Helena Chernoff dejar el coche en un aparcamiento público cercano a la estación de trenes y coger un taxi hasta Weimar, donde compró un billete y esperó a la City Night Line. Entre Erfurt y Weimar tendría dieciocho minutos, lo bastante para localizar el compartimento de Malloy, matarlo y salir del tren. Cuando descubrieran el problema, ella ya estaría cruzando la frontera checa.

Con un sombrero para ocultar el rostro y una maleta vacía a modo de disfraz, Chernoff esperó en las sombras hasta que el tren se detuvo y pudo entrar, a unos seis vagones de distancia de Malloy. Se dejó puesto el sombrero, aunque soltó la maleta en cuanto estuvo dentro del tren. Mientras avanzaba hacia el vagón de Malloy se fijaba en las caras, pero no vio nada que la alertase de un posible peligro. Una vez en primera clase, se encontró con un pasillo estrecho y vacío. El vagón tenía escaleras para llegar a cada uno de los tres compartimentos, dos en el nivel inferior y otro arriba. Las puertas estaban numeradas, pero no había nombres. Peor aún, cada puerta tenía una mirilla que le permitiría a Malloy comprobar quién llamaba.

Chernoff llegó hasta el final del vagón y encontró a un azafato en una pequeña cabina, detrás de una pared de cristal. El hombre le dijo, algo preocupado:

—¿Puedo ayudarla?

—Sí —respondió ella, enseñándole una placa de la policía de Hamburgo—. Necesito encontrar a una persona que viaja aquí, pero con mucha discreción, a ser posible.

—¡Por supuesto, agente!

—¿Un hombre que viaja solo?

—Esta noche tengo a cuatro. ¿Tiene algún nombre?

—Sí, pero seguramente utilizará un alias.

El azafato se lo pensó un momento y respondió:

—Tengo los documentos de identidad de todas las personas del vagón, si eso le sirve de ayuda. ¿Quiere echarles un vistazo?

Helena los examinó y cogió el de un francés.

—Este es el hombre.

—¡Monsieur Dupin! ¡Pero si la embajada de Estados Unidos en Berlín se encargó de su billete! ¿Qué ha hecho?

—Creemos que instigó los problemas de anoche en Hamburgo.

El hombre se emocionó con las noticias y se inclinó sobre la mesa para coger un plano del vagón. Después de consultarlo, señaló al compartimento 106. Chernoff dio un paso atrás. El azafato era bajito, no mucho más grande que ella, así que no le costó levantarle la barbilla con un movimiento rápido y delicado. Antes de que el hombre entendiese lo que pasaba, le cortó el cuello y lo tiró al suelo. Mientras agitaba las piernas, Chernoff estudió los extraños diseños de la salpicadura de sangre y tocó las paredes manchadas, para que no quedase duda alguna de quién había sido. Finalmente, se agachó para limpiar la hoja del cuchillo en la chaqueta del muerto.

Apagó la luz, volvió al pasillo y encontró el compartimento 106 al final de unas escalerillas. Puso la placa en la mirilla y llamó a la puerta con la culata de la pistola. Malloy respondió medio dormido en alemán, con un ligero acento francés.

—¿Quién es? —Ella llamó otra vez—. ¡Un segundo!

Al oír el chasquido del cerrojo, la asesina empezó a disparar su arma con silenciador contra la fina pared. Fueron cinco balazos a una distancia regular. Oyó un grito de dolor al tercero y después un cuerpo que caía al suelo. Al instante, abrió la puerta, dispuesta a terminar lo que había empezado.

El azafato se había pasado a las nueve y cuarto, poco después de que el tren saliera de la estación. Había comprobado el billete de Malloy y se había llevado su documento de identidad, el alias de Dupin que Malloy siempre llevaba encima, aunque nunca había usado. Después de prometerle la devolución del documento a la hora del desayuno, le dejó una botella de vino, regalo de la casa.

Una vez bien encerrado en su cuarto, Malloy se acostó. Había intentado pasar el rato pensando en Hamburgo, pero, al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que el cansancio le podía; además, los sucesos estaban demasiado frescos para darles sentido. Poco después, se durmió con el suave balanceo del tren. Se despertó brevemente en una de las estaciones y miró la hora. Todavía era temprano. Estaba sentado en el suelo. Le pareció que debía permanecer despierto, pero el bamboleo del tren pronto hizo su efecto y se durmió de nuevo. A las once y cuarto, el tren se detuvo en Weimar. Se levantó para echarle un vistazo al andén, pero solo vio las siluetas en sombras de la ciudad recortadas contra el cielo nocturno.

BOOK: La lanza sagrada
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