La librería ambulante (7 page)

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Authors: Christopher Morley

Tags: #Relato

BOOK: La librería ambulante
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«Aquí tiene» dije. «Se lo vendo por treinta centavos.»

«Es usted muy amable, señorita», dijo cortésmente, «pero para serle franco no sabría qué hacer con él. Estoy trabajando en un informe del gobierno sobre gusanos y hongos y, entre medias, leo algunas oraciones fúnebres. La verdad es que ésa es toda la lectura que me puedo permitir. Eso y el Bugle de Port Vigor.»

Me di cuenta de que era sincero, así que volví a trepar al pescante. Me hubiera gustado hablar con la mujer de la cocina, que ahora se asomaba perpleja por la ventana, pero decidí que sería mejor continuar el camino y no perder más tiempo. El granjero y yo intercambiamos un saludo amistoso y el Parnaso se puso en marcha.

La mañana era tan hermosa que no sentía la necesidad de hablar, y como el profesor parecía muy pensativo preferí guardar silencio. Pero cuando Peg empezó a ascender una cuesta empinada Mifflin sacó de repente un libro de su bolsillo y se puso a leer en voz alta. Yo observaba el río y no me volví para mirarlo, aunque lo escuché atentamente:

«Espiral de nubes, ráfaga de viento, el disco solar, el tabernáculo azul del cielo, el ciclo de las estaciones, la titilante multitud de las estrellas, partes todas de una unidad rítmica y mística. Allí donde nos lleven nuestros pequeños asuntos debemos distinguir por doquier las huellas digitales del majestuoso plan, la rutina metódica e inexorable que no tiene comienzo ni fin, allí donde la muerte no es más que un prefacio al siguiente nacimiento y el nacimiento es el ineludible antecedente de otra muerte. Nosotros, seres humanos, somos tan incapaces de concebir el motivo o la causa moral de todo aquello como el perro es incapaz de comprender el razonamiento en la mente de su amo. El perro ve los actos del amo, benévolos o malignos, y menea la cola. Lo mismo ocurre con nosotros.

»Por lo tanto, hermanos, es preciso andar por este camino con el corazón liviano. Alabemos el bronce de las hojas y el estallido de la ola mientras tengamos ojos para ver y oídos para escuchar. Una sincera perplejidad ante las bellezas inefables del mundo es la postura adecuada para el aprendiz. Seamos todos aprendices bajo la atenta mirada de la Madre Naturaleza.»

«¿Qué le parece?», preguntó.

«Un poco denso, pero muy bueno», respondí. «¡No hay nada en él acerca del trascendental misterio de hacer pan!»

Se pudo lívido.

«¿Sabe quién lo ha escrito?», preguntó.

Hice un gran esfuerzo por recordar las lecciones de literatura de mis tiempos de institutriz.

«Me rindo», dije tímidamente. «¿Carlyle?»

«Es de Andrew McGill», dijo. «Uno de sus pasajes cósmicos que ahora empiezan a reproducirse en los libros escolares. El tipo escribe bastante bien.»

Empecé a sentirme incómoda, como si me estuvieran sometiendo a un catecismo literario, así que no dije nada e hice que Peg acelerara un poco el paso. A decir verdad tenía más curiosidad por oír al profesor hablar de su propio libro que de la obra de Andrew. Siempre me había abstenido prudentemente de leer las cosas de mi hermano, pues imaginaba que serían más bien sosas.

«En cuanto a mí», dijo el profesor, «no tengo facilidad para el estilo grandilocuente. Siempre he tenido la impresión de que es mejor leer un buen libro que escribir uno malo y pobre. Y he mezclado tantas lecturas a lo largo de mi vida que mi mente está llena de ecos y voces de hombres mejores que yo. Pero este libro que planeo escribir realmente merece ser escrito, creo yo, porque tiene su propio mensaje.»

Miró de un modo casi nostálgico el valle soleado. A lo lejos se escuchaba el rumor del Sound. La descolorida gorra de tweed del profesor estaba inclinada sobre una oreja y su tupida y pequeña barba roja brillaba con la luz del sol. Guardé un silencio cómplice. Parecía contento de tener alguien con quien hablar sobre su preciado libro.

«El mundo está lleno de grandes escritores que hablan de literatura», dijo, «pero todos ellos son egoístas y aristocráticos. Addison, Lamb, Hazlitt, Emerson, Lowell, escoja al que quiera, conciben el amor por los libros como un escaso y perfecto misterio al alcance de unos pocos, algo reservado al silencioso estudio donde se refugian en las noches con una vela, un cigarro, una copa de oporto sobre la mesa y un perrito de aguas junto a la chimenea. Lo que quiero decir es: ¿quién se ha aventurado alguna vez en las montañas y los campos para llevarles la literatura a las gentes más simples?, ¿quién ha llevado la literatura hasta sus mismos hogares, hasta sus razones y corazones, como dicen por ahí? Cuanto más se adentra uno en el campo, menos y peores libros se ven. He pasado muchos años recorriendo mundo a bordo de esta ciudadela del delito y, por los huesos de Ben Ezra, no creo haber visto un solo libro realmente bueno que no fuera la Biblia en ninguna granja, excepto los que yo mismo llevaba, claro. Los mandarines de la cultura, ¿qué tienen para enseñarle a la gente corriente? No vale con escribir listas de libros para los granjeros y llenar con ellos estanterías de dos metros. Es preciso ir a visitar a la gente personalmente, llevarles los libros, hablar con los profesores y presionar a los editores de periódicos locales y revistas agrícolas y contarles cuentos a los niños.

Y entonces, poco a poco, uno empieza a lograr que los buenos libros circulen por las venas de la nación. ¡Es una gran labor, imagínese! Es como llevar el Santo Grial a algunas de estas remotas granjas. Y ya me gustaría que hubiera mil Parnasos en lugar de uno solo. No lo habría dejado de no haber sido por mi libro: quiero escribir sobre mis ideas con la esperanza de animar a otros. ¡Aunque no creo que haya ningún editor en todo el país que quiera publicarlo!»

«Pruebe con el señor Decameron», dije. «Siempre ha sido muy amable con Andrew.»

«Imagínese lo que significaría», gritó describiendo un elocuente arco con su mano, «si algún hombre rico creara un fondo para equipar cien o más caravanas como ésta para llevar la literatura a todos los distritos rurales… Además, sería rentable; una vez que estuviera en marcha, claro. ¡Por los huesos de Webster! Una vez fui a una convención de libreros en un hotel de Nueva York y les conté mi gran plan. Se rieron de mí. Pero me he divertido más llevando y trayendo libros en este Parnaso de lo que me habría divertido sentado en una librería o como maestro de escuela o como predicador. La vida se llena de un sabor especial cuando uno anda rodando por los caminos. Fíjese en el día de hoy, con el sol y el aire y las nubes plateadas. Pero mis días preferidos son los lluviosos. Solía parar a la orilla del camino, cubría a Peg y a Bock con un mantel de hule y me acurrucaba en el catre, fumando y leyendo en voz alta para Bock. Leímos entero Midshipman Easy y muchas obras de Shakespeare. Es un perro muy erudito. Hemos vivido juntos muchas experiencias asombrosas en este Parnaso.»

El ondulado camino desde Shelby hasta Port Vigor es bastante solitario, pues casi todas las casas de las granjas quedan en el valle. De haberlo sabido, habríamos tomado el camino más largo y populoso, aunque, a decir verdad, estaba disfrutando del paisaje y del solitario camino, que brillaba bajo el sol resplandeciente. Trotamos plácidamente unos kilómetros. Una vez más nos detuvimos en una casa donde Mifflin se ofreció a ejercitar su talento. Me divirtió sobremanera ver cómo consiguió venderle un ejemplar de los Cuentos de los hermanos Grimm a una solterona refunfuñona, con el argumento de que disfrutaría mucho leyéndole esas historias a sus sobrinos, que vendrían a visitarla pronto.

«¡Vamos!», se burló mientras me daba los veinticinco centavos que había ganado, «no hay nada en ese libro que sea tan grimoso como ella.»

Un poco más adelante paramos junto a un manantial a la orilla del camino para darle de beber a Peg y yo sugerí que almorzáramos. Había comprado algo de pan y queso en Shelby. Con eso y algo de jamón hicimos unos excelentes sándwiches. Mientras estábamos allí sentados el camión que iba a Port Vigor pasó con gran estrépito. Unos metros más adelante se detuvo, al poco continuó su camino. Una figura familiar empezó a acercarse a nosotros.

«Tenía que ocurrir», le dije al profesor. «¡Ha llegado Andrew!»

Capítulo 7

Andrew es tan delgado como gorda soy yo, y la ropa le cuelga de los hombros de la manera más cómica. Es muy alto y desgarbado, lleva la barba descuidada, usa un gran sombrero Stetson y cada otoño sufre de la fiebre del heno (de hecho, en mi opinión su ensayo Fiebre del heno es lo mejor que ha escrito). Mientras se aproximaba por el camino noté cómo el viento hacía ondear los bajos de sus pantalones sobre sus pantorrillas. La brisa retorcía su barba y su rostro estaba negro por la ira. No pude evitar que me hiciera gracia.

«La Saga se parece a Bernard Shaw», susurró Mifflin.

Siempre he creído en las ventajas de asestar el primer golpe.

«Buenos días, Andrew», dije alegremente, «¿quieres comprar algún libro?» Detuve a Pegaso y Andrew se paró junto a la rueda, casi sin aliento y a punto de perder los estribos.

«¿Quieres decirme qué rayos es este disparate, Helen?», dijo furioso. «Me has obligado a perseguirte desde ayer. ¿Y quién es este… esta persona que va contigo?»

«Andrew», dije, «cuida tus modales. Déjame presentarte al señor Mifflin. He comprado su caravana y planeo tomarme unas vacaciones vendiendo libros. El señor Mifflin va de camino a Port Vigor, donde tomará el tren a Brooklyn.»

Andrew miró al profesor sin decir nada. Pude ver por el ardor en sus ojos azules que estaba completamente iracundo y temí que las cosas empeoraran en lugar de aclararse. Andrew no llega a la violencia fácilmente, pero es una persona muy difícil de lidiar cuando está enfadado. Por otro lado, ya había podido ver algunas pinceladas del temperamento del profesor. Asimismo, temía que algunos de mis comentarios le hubieran provocado una mala impresión de Andrew como hermano, más allá de su excelente prosa.

Mifflin tomó la palabra. Se había quitado su pequeña y graciosa gorra. Su cabeza calva relucía como un huevo. Noté que había una especie de reguero de pequeñas gotitas alrededor de su coronilla.

«Mi querido señor», dijo Mifflin, «el proceder de su hermana puede parecer algo inusual, pero los hechos son muy fáciles de narrar. Su hermana compró esta caravana y todo lo que contiene y yo he estado instruyéndola sobre mis teorías acerca de la diseminación de la buena literatura. Usted, como hombre de letras…»

Andrew no prestó ninguna atención a lo que decía el profesor. Vi cómo una de las amarillentas mejillas de Mifflin se teñía de rojo.

«Escúchame, Helen», dijo Andrew, «¿crees que voy a permitir que mi hermana se pasee por el estado con un vagabundo? Será sobre mi cadáver… Más te vale pensar mejor las cosas. ¡Y a tu edad! ¡Y con tu peso! Ayer, al llegar a casa, encontré tu ridícula nota… Fui a ver a la señora Collins, pero no sabía nada. Fui a ver a Masón, que no sabía quién había cortado la línea de su teléfono (supongo que fuiste tú). El había visto este horripilante carro y me puso sobre la pista. ¡Pero por Dios! ¡Nunca pensé que vería a una mujer de cuarenta años secuestrada por los gitanos!»

Mifflin estaba a punto de hablar pero yo se lo impedí con un gesto.

«Escúchame bien, Andrew», dije, «hablas precipitadamente. Una mujer de cuarenta (por cierto, exageras) que ha compilado una antología de seis mil hogazas de pan dedicadas a ti merece algo de cortesía. Cuando tú quieres emprender uno de tus vagabundeos o algo por el estilo no dudas nunca en hacerlo. Esperas que me quede en casa haciendo el papel de Lady Eglantine en el corral de las gallinas. ¡Por el fantasma de Susan B. Anthony, me niego! ¡Estas son las primeras verdaderas vacaciones que he tenido en quince años y voy a darme ese gusto!»

La boca de Andrew se abrió, pero yo agité mi puño con tanta convicción que se abstuvo de decir nada.

«Le he comprado este Parnaso al señor Mifflin por cuatrocientos dólares contantes y sonantes. Es el precio de unas trece mil docenas de huevos», dije. Había hecho el cálculo en mi cabeza mientras Mifflin hablaba de su libro.

«El dinero es mío y voy a usarlo como me parezca. Ahora, Andrew McGill, si quieres comprar algún libro, puedes negociar conmigo. De lo contrario pienso seguir mi camino. Ya nos veremos cuando vuelva.» Le entregué una de las tarjetas del señor Mifflin, que estaban en un cajón de la caravana y tomé las riendas. Estaba realmente furiosa, pues Andrew había sido poco razonable y muy grosero.

Andrew miró la tarjeta y la rompió en dos mitades. Miró la parte lateral del Parnaso, donde la pintura roja de las letras estaba todavía fresca.

«No puedo creerlo», dijo, «te has vuelto loca.»

Y entonces tuvo un violento ataque de estornudos. Un último coletazo de la fiebre del heno, supongo, pues aún había solidago en los pastizales. Tosió y estornudó con virulencia, lo que lo enfureció aún más. Por fin se dirigió a Mifflin, que permanecía sentado, con su calva al aire y el rostro encendido, los ojos muy brillantes.

Andrew lo miró de arriba abajo: la astrosa chaqueta Norfolk, el abultado cuaderno de notas en su bolsillo, la maleta atestada de cosas bajo su pie, incluso la copia de Semillas de felicidad, que se le había caído al suelo y él mismo había vuelto a recoger.

«Ahora, escúcheme usted», dijo Andrew. «No sé de qué artes infernales se habrá valido para convencer a mi hermana de irse a vagabundear en una caravana de gitanos, pero le diré algo: si le ha robado su dinero haré caer sobre usted el peso de la ley.»

Intenté intervenir con alguna protesta, pero la cosa había llegado demasiado lejos. El profesor estaba ya tan furioso como Andrew:

«Por los huesos de Piers Plowman», dijo. «Esperaba conocer a un hombre de letras, el autor de este libro», y blandió su ejemplar de Semillas de felicidad, «pero veo que me equivocaba. Le diré algo, señor mío: un hombre que insulta a su hermana delante de un extraño, como lo ha hecho usted ahora mismo, es un zoquete y un patán.» Y dicho esto arrojó el libro por encima de unos setos, y antes de que yo pudiera decir nada, Mifflin ya había saltado apoyándose en la rueda y había corrido a la parte trasera de la caravana.

«Mire, señor», dijo, con su pequeña barba roja erizada, «su hermana es mayor de edad y ha actuado libremente. Por los huesos de Juan Bautista, no la culpo por querer unas vacaciones si éste es el trato que usted le da. Ella no es nada para mí y yo no soy nada para ella, pero me propongo convertirme para usted en un maestro. ¡Levante los puños que pienso darle una lección!»

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