«Nunca he autorizado a Andrew a actuar en mi nombre.»
«¿Entonces retira los cargos?»
«A todos los efectos», dije. «Estoy pensando seriamente en demandar a Andrew y hacer que lo arresten.»
«Esto es muy irregular», dijo el sheriff, «pero si el prisionero es conocido del gobernador, supongo que no hay alternativa. No puedo anular la orden judicial sin algún tipo de reconocimiento. Según las leyes del estado el pariente más cercano debe hacerse responsable del buen comportamiento del prisionero tras su liberación. No hay parientes cercanos…»
«¡Claro que los hay!» dije. «Yo soy el pariente más cercano.»
«¿Qué quiere decir?», preguntó. «¿Qué relación tiene usted con Roger Mifflin?»
«Planeo casarme con él tan pronto como salga de aquí.»
El sheriff soltó una sonora carcajada. «Supongo que nadie se lo impedirá», dijo. Puso la tarjeta del gobernador encima de un papel azul sobre el escritorio y empezó a llenar unos impresos.
«Bien, señorita McGill», continuó, «procure llevarse sólo a este prisionero, de lo contrario perderé mi trabajo. El guardia la llevará hasta la celda. Lamento mucho lo que ha ocurrido: ya ve que no hemos tenido la culpa de este error. Dígaselo al gobernador, por favor, en cuanto lo vea.»
Seguí al guardia y subimos por dos tramos de escaleras de piedra; luego llegamos al fondo de un largo corredor pintado de blanco. Era un lugar sórdido. Filas y filas de pesadas puertas y diminutas ventanas con barrotes. Noté que cada puerta tenía un pomo con combinación, como las cajas fuertes. Me temblaban las rodillas.
Sin embargo, la situación no era tan dramática como me había imaginado.
El carcelero se detuvo al final de un pasadizo. Marcó la combinación en el pomo mientras yo esperaba, paralizada de horror. Creo que esperaba ver al profesor con la cabeza afeitada (¡tampoco habrían podido quitarle mucho pelo al pobre corderito!), con su uniforme a rayas y una bola atada al tobillo con una cadena.
La pesada puerta se abrió lentamente. Era un cuarto estrecho y limpio con una camita de campamento. Y bajo la ventana con los barrotes había una mesa llena de hojas de papel. Allí estaba el profesor, vestido con su propia ropa, escribiendo febrilmente, de espaldas a mí. Quizás pensó que le traían la comida, o quizás ni siquiera se percató de la interrupción. Escuché el rasguño apresurado de la pluma sobre el papel. Tendría que haberlo sospechado: ¡nadie podía quitarle una gota de heroísmo a aquel hombre! ¡Siempre se las arreglaba para sacar lo mejor de sí mismo!
«Un lenguado y una copa de jerez, por favor, James», dijo el profesor por encima del hombro. Y el guardia, que evidentemente había bromeado con él antes, se rió con socarronería.
«Ha venido una dama a visitarlo, alteza», dijo el guardia.
El profesor se dio la vuelta. Su rostro palideció. Por primera vez desde que había empezado a tratarlo, se quedó sin palabras.
«Señorita… señorita McGill», tartamudeó. «Es usted una buena samaritana. Estoy haciendo las veces de John Bunyan aquí, ¿se da cuenta? Escribiendo en prisión. Por fin he empezado a escribir mi libro. Y he descubierto que los compañeros aquí no saben absolutamente nada de literatura. Ni siquiera hay una biblioteca en este sitio.»
Por todos los cielos, no podía expresar toda la ternura de mi corazón con aquel gorila de guardia delante de nosotros.
No sé cómo logramos llegar a la planta baja, después de que el profesor recogiera los papeles de su manuscrito. Para entonces ya había alcanzado proporciones formidables, pues había escrito cincuenta páginas en sus treinta y seis horas de cárcel. Tuvimos que pasar por el despacho para firmar unos documentos. El sheriff se disculpó varias veces con Mifflin y se ofreció a llevarlo en su coche hasta el pueblo, pero le expliqué que el Parnaso nos aguardaba en la entrada. Los ojos del profesor brillaron cuando escuchó mis palabras. Al final tuve que disuadirlo de soltar una perorata sobre la necesidad de llevar buenos libros a las prisiones. El sheriff nos acompañó hasta la salida y allí nos estrechó la mano.
Peg relinchó cuando nos vio llegar y el profesor acarició su blando morro. Bock tiró de su cadena con frenética alegría. Por fin estábamos solos.
Nunca supe cómo ocurrió. En lugar de seguir hasta Port Vigor, tomamos un desvío y llegamos a un camino que conducía a una colina y un brezal donde el aire del mar llegaba fresco y dulce. El profesor se quedó en silencio, mirando a su alrededor. Había un bosque de abedules en la colina y la luz del sol jugueteaba entre sus troncos satinados.
«Me alegro de estar afuera», dijo con calma. «La Saga no debe de ser tan amante del campo y el aire libre como lo indican sus libros, de lo contrario no se atrevería a hacer encarcelar a un hombre con tanta facilidad. Quizás se merezca otro puñetazo en la nariz por ello.»
«Oh, Roger», dije. Creo que mi voz temblaba de emoción. «Lo siento. Lo siento de veras.»
No estuve muy elocuente, ya lo sé. Pero luego, no sé en qué momento, el profesor me rodeó con su brazo.
«Helen», dijo, «¿te casarías conmigo? No soy rico, pero he ahorrado lo suficiente para vivir. Siempre tendremos el Parnaso y este invierno iremos a vivir a Brooklyn y allí escribiré mi libro. Viajaremos con Peg y predicaremos el amor por los libros y por los seres humanos. Helen, eres justo lo que necesito, que Dios te bendiga. ¿Vendrás conmigo y me harás el librero más feliz sobre la faz de la tierra?»
Roger y yo permanecimos allí sentados sin pensar en horas y minutos. Seguro que a Peg le sorprendió poder rumiar tanto tiempo entre el pasto sin que nadie la molestara. Y cuando me dijo que desde nuestra primera tarde juntos él se había propuesto hacerme su esposa, tarde o temprano, me sentí la mujer más orgullosa de toda Nueva Inglaterra. Le hablé a Roger del terrible accidente ferroviario y le hablé de mi angustia y mis temores. Creo que fue eso lo que nos llevó a perdonar a Andrew.
Más tarde nos detuvimos para tomar un almuerzo ligero en las dunas del Sound. Tomando un atajo sobre el risco llegamos rápidamente al camino de Shelby sin tener que bajar a Port Vigor nuevamente. Peg nos arrastró hasta Greenbriar y, en todo el camino, no paramos de hablar.
Quizás lo mejor fue cuando una fría llovizna empezó a caer mientras ascendíamos la colina. El profesor, como aún lo llamo, por mor de la costumbre, cubrió la parte frontal de la caravana con un mantel de hule. Bock subió de un brinco y se acurrucó a los pies de su amo. Roger sacó su pipa y se sentó muy cerca de mí. En medio de la creciente penumbra seguimos avanzando por el camino, felices como un trío o un cuarteto, si incluimos a la regordeta y ufana Peg. El invierno había terminado y ya no éramos jóvenes, pero nos aguardaban grandes cosas.
Escuché las gotas de lluvia y el chirrido constante del Parnaso sobre sus ejes. Pensé en mi «antología» de hogazas de pan y juré que haría un millón más si Roger me lo pedía.
No llegamos a Greenbriar hasta después de la hora de la cena. Roger sugirió que tomáramos un camino más corto, que nos llevaría antes hasta Redfield, pero yo le rogué que volviéramos por el camino de Shelby y Greenbriar, por donde habíamos venido. No le dije por qué. Y cuando finalmente nos detuvimos frente a la tienda de Kirby, en el cruce de caminos, estaba lloviendo a cántaros; ambos decidimos descansar.
«Bueno, amor mío», dijo Roger, «¿quieres que bajemos a ver las habitaciones que tienen aquí?»
«La verdad, se me ocurre una idea mejor», dije. «Vayamos a ver al señor Kane para que nos case. Luego podemos volver a Sabine Farm y darle a Andrew una sorpresa.»
«¡Por los huesos de Himeneo!», dijo Roger. «¡Tienes razón!»
Eran cerca de las diez de la noche cuando cruzamos el portal rojo de la granja. La lluvia había amainado, pero las ruedas se atascaban en el lodo a cada rato.
La luz brillaba en las ventanas de la sala de estar y pude ver a Andrew inclinado sobre su mesa de trabajo. Nos bajamos de la caravana, doloridos y magullados después del largo viaje. Vi que el rostro de Roger adoptaba una expresión entre cómica y severa. «Bueno, aquí va la sorpresa para la Saga», susurró.
Nos abrimos paso entre los charcos y llamamos a la puerta. Andrew apareció con la lámpara en la mano. Al vernos lanzó un gruñido.
«¡Permítame presentarle a mi esposa!», dijo Roger.
«¡Maldita sea!», dijo Andrew.
Pero Andrew no es tan malo como lo hemos pintado hasta ahora. Una vez que se convence de que ha cometido un error, sus ganas de enmendarlo resultan casi patéticas.
Sólo recuerdo una frase de la conversación que tuvimos entonces, pues me horrorizó tanto el estado de la granja que de inmediato me puse a limpiar la casa. Sin embargo, los dos hombres, tan pronto como el Parnaso estuvo en el establo y los animales bajo techo, se sentaron frente al fuego y hablaron de mil cosas.
«Le diré algo», exclamó Andrew, «haga lo que quiera con su esposa. Ella es demasiado para mí… Pero me gustaría comprarle el Parnaso.»
«¡Por nada del mundo!», contestó el profesor.
— FIN —
Christopher Morley
(1890-1957). Escritor, periodista y poeta estadounidense, estudió Historia en Oxford y colaboró con numerosos diarios mientras desarrollaba una carrera literaria a caballo entre la novela, el ensayo y la obra teatral, que le llevó a completar más de 100 obras.